Allen y yo echamos a correr en la misma dirección, casi impulsados por la misma pulsación instintiva. No hubo palabras, no hubo tiempo para abrazos ni para el alivio—solo la necesidad inmediata de estar juntos, de protegernos. El aire se sentía más espeso con cada paso, como si la atmósfera misma se hubiera vuelto consciente del peligro y tratara de detenernos, de advertirnos que no estábamos a salvo en ninguna parte.
Nos encontramos a mitad de camino, jadeantes, con las miradas cargadas de preguntas sin responder, pero no había espacio para conversaciones. Alrededor nuestro, el mundo crujía: ramas rotas, disparos esporádicos, ecos de gritos velados entre los árboles. El suelo, todavía húmedo por la niebla baja, hacía traicionar nuestros movimientos con cada pisada.
Miramos rápidamente a
