El dúo estaba atrapado en una monotonía asfixiante. Cada intento por encontrar algo con que distraerse terminaba en fracaso, como si el mundo entero conspirara para sumirlos en un tedio inquebrantable. Resignados, permanecían en el sofá, sus cuerpos hundidos en los cojines ajados, los ojos perdidos en el vacío del techo. No había conversación, ni juegos, ni siquiera el mínimo esfuerzo por inventar una actividad con la que combatir el aburrimiento. Simplemente existían en esa parálisis compartida, al borde de la inconsciencia, el sueño cerniéndose sobre ellos con la lentitud de una niebla densa. Fue entonces cuando un sonido diminuto, pero incisivo, rompió la calma sofocante. Un grillo, oculto en algún rincón de la habitación, lanzó su canto estridente, un reclamo de existencia que perforó

