Aidan avanzaba con una precaución casi reverente, cada paso más lento que el anterior, como si temiera que el más leve error pudiera borrar el frágil rastro que seguía. El terreno estaba cubierto de hojas marchitas y raíces serpenteantes, ocultando las señales que necesitaba interpretar, pero él confiaba en sus sentidos sino aquellos más agudos que llevaba dentro, los que vibraban bajo su piel transformable. Los cazadores que patrullaban la zona apenas le prestaban atención. Algunos ni lo miraban, perdidos en sus propios objetivos, mientras que otros lo confundían con uno de sus propios perros de caza, uno más entre los muchos que corrían entre los arbustos en busca de presas. Aidan había perfeccionado aquella habilidad: moldear su apariencia hasta adoptar la silueta peluda, corpulenta y

