Allen quedó inmóvil, como si el tiempo mismo se hubiera detenido a su alrededor. Su boca permanecía entreabierta, un intento fallido de articular palabras que se ahogaban en su garganta. Su mente, traicionera, lo arrastró sin piedad hacia un torbellino de recuerdos que preferiría mantener enterrados. Aquella jornada, tan amarga como un amanecer perpetuo en tinieblas, se desplegaba ante él con una claridad inquietante. Fue el día en que Aidan, con un gesto tan decidido como inesperado, desenterró los demonios que Allen había escondido en los rincones más oscuros de su memoria. Las palabras vacías de aquel hombre resonaban en su mente, una amenaza tan hueca como absurda, pero que había dejado una cicatriz invisible en su espíritu. -Entonces, Warren... -murmuró Allen, su voz apenas un susurr

