Sarah me mira con una sonrisa traviesa, esa clase de expresión que anuncia que está a punto de hacer algo inesperado. Antes de que pueda reaccionar, me empuja suavemente con ambas manos, su toque ligero pero decidido, y me entrega el ramo de flores que llevaba consigo. Sus dedos rozan los míos en el intercambio, y hay un instante en el que el mundo parece reducirse a esa frágil conexión entre nuestras manos. Bajo la mirada, mis ojos recorren la forma y el color de las flores, buscando reconocer la especie, pero mi análisis dura apenas unos segundos. No me da tiempo de seguir observándolas. Sarah, con esa impetuosidad que la caracteriza, toma mi mano sin pedir permiso y, con una firmeza que no deja espacio para la resistencia, me jala para que la siga. Su energía contrasta con mi postura

