—¿Qué cosa? —exclamó Aidan, sobresaltado, con un tono que desgarraba más desde el alma que desde la garganta. Su mirada aún se aferraba al saco sobre la arena quemada, como si en sus pliegues pudiera hallar consuelo o respuestas. Pero las palabras de Couzie lo sacudieron, lo tiraron hacia la superficie con violencia. Alzó la cabeza de golpe, y sus ojos, amplios como lunas temblorosas, se clavaron en el hombre frente a él con incredulidad. No entendía. Nada tenía sentido, y sin embargo, algo dentro de él se partía en silencio. Couzie lo observó con una expresión mezcla de ternura y firmeza. Su sonrisa ladeada, casi nostálgica, contrastaba con el orgullo que se filtraba en sus palabras. —Que protegerías a mi hija —repitió, con voz suave pero segura—. Sé que no lo dijiste por obligación. Te

