El monasterio estaba casi devorado por la hiedra. Sus muros de piedra se deshacían al tacto como pan viejo, y el aire olía a humedad y secretos. Selene -no Minerva aún- cruzó el umbral con una mezcla de miedo y determinación. Tenía el cabello trenzado con runas y las botas manchadas de barro encantado. No buscaba redención, sino respuestas. Y fue entonces cuando lo vio por primera vez. Allen. No era el hombre endurecido que el futuro se encargaría de templar. Era más joven, menos cínico. Su ropa estaba cubierta de polvo arcano y en sus manos descansaba un códice encuadernado en piel humana. La luz de una lámpara colgante bailaba en sus ojos, y había una chispa en ellos que no era común entre los mortales: hambre de saber. -Así que tú eres la errante que hace temblar a los guardianes del

