El silencio del mausoleo era espeso, casi como una segunda piel. Minerva no se movía después de haberse confesado ante Aidan. Ella Permanecía sentada en su trono que alguna vez fue dorado, la espalda recta, las manos sobre las rodillas, y los ojos fijos en las figuras que se acercaban lentamente desde el sendero cubierto de musgo y lápidas rotas. El primero en aparecer fue uno de sus espectros, envuelto en su estela fantasmal, con el rostro pálido y los labios entreabiertos como si aún estuviese regresando del otro lado. -Mi señora -susurró, con un temblor contenido-. Lo encontramos. Minerva no respondió de inmediato. Solo inclinó la cabeza, muy levemente, como si la información ya no le perteneciera, sino que simplemente se deslizaría a través de ella. Se puso de pie con la calma de un

