Después de varios minutos de una batalla campal en el campo santo, Allen respiraba con dificultad, con el pecho agitado por la tensión contenida. Sus pupilas vibraban levemente, y las venas de su cuello parecían pulsar al compás de una fuerza más oscura que pugnaba por liberarse. La transformación lo tentaba—estaba allí, al borde de su carne, bajo su piel, clamando por manifestarse—pero se aferró al control con determinación. No podía dejar que su forma verdadera emergiera, no delante de Minerva. No quería que ella lo viera así: como una criatura fuera de sí, feroz, ingobernable. Minerva que no tardó en volver lo notó, por supuesto. Lo conocía mejor que nadie. Apretando sus labios con leve desaprobación y sin necesidad de palabras, lo tomó del brazo con firmeza, guiándolo a través del c

