El llanto de Aidan no cesaba. Por el contrario, parecía que cada palabra que brotaba de sus labios activaba un nuevo nudo en su garganta. Los gimoteos se intensificaban poco a poco, como si al compartir su confusión el dolor se atreviera a salir por completo. El chico se abrazaba a sí mismo, escondiendo su rostro en su regazo, mientras sus hombros temblaban con cada sollozo contenido. Era como si las piezas sueltas de su memoria se resistieran a encajar, y esa contradicción le dolía más que cualquier herida física.
Jean Pierre lo observaba en silencio. Su expresión era grave, rígida, pero no por falta de compasión: estaba intentando sostener el peso de lo que sabía que venía, como si el solo hecho de hablar de Minerva implicara mover una pieza delicada en un tablero lleno de trampas.
—Va
