El silencio envolvía esa zona del campo santo como un manto denso, interrumpido solo por el crujido sutil de las hojas que se mecían con el viento. La noche, cubierta por una tenue neblina, parecía contener la respiración mientras los dos hombres permanecían allí, sentados en medio del terreno baldío donde las conversaciones adquirían un tono distinto. Más íntimo. Más peligroso. Jean Pierre bajó la mirada, como si la tierra frente a él tuviera respuestas que su voz todavía no se atrevía a pronunciar. El joven Aidan lo observaba con atención, percibiendo el cambio abrupto en su energía. Era sutil, pero contundente. El tono de voz de Jean se había vuelto más grave, más arrastrado, como si el simple acto de recordar le drenara la vitalidad. Sus hombros, antes erguidos por el carácter altivo

