El frío intenso se aferra a mis piernas como una mordaza invisible, robándome la sensación de estas. No es solo por la incómoda posición en que las dejé; el hielo ambiental, combinado con el agua que se desliza sobre mi piel, parece haberlas condenado al letargo. Por momentos, ese peculiar hormigueo que precede al entumecimiento me invade, transformándose en un sopor absoluto. Mis extremidades inferiores están ausentes, como si no me pertenecieran. Con esfuerzo, apoyo los brazos en los bordes resbaladizos de la bañera, buscando un punto de equilibrio que me permita incorporarme. El agua sigue su curso, cayendo a raudales sobre mi piel como una cascada líquida e implacable que lleva consigo los restos de mi cansancio. Sin embargo, un nuevo desafío surge: mis piernas. No responden. Es como

