Por momentos, un remordimiento punzante se apodera de Minerva. Se le dibuja en el pecho como una espina que no se puede arrancar fácilmente: se arrepiente de haber sido tan severa con Allen. A pesar de que él tenía esa costumbre peculiar de tomarse uno o dos minutos al día para comportarse como un verdadero cretino —una especie de ritual involuntario, como si necesitara liberar su naturaleza insolente para poder volver a ser él mismo—, aquella última vez fue diferente. Fue más cruel, más punzante. Lo que dijo, lo que hizo… la hirió profundamente. Y en su furia, en ese instante donde la frustración podía más que la razón, llegó a considerar que lo mejor habría sido encerrarlo en la cripta, que se pudriera allí con su arrogancia y su torpeza emocional, por mucho que eso fuera solo un impulso
