Aidan poseía un campo visual impresionante, casi intuitivo. Su mirada abarcaba el paisaje como si sus ojos estuvieran afinados a una frecuencia distinta, capaz de desmenuzar el mundo en fragmentos invisibles para otros. Era como si la noche misma se doblara para mostrarse más clara ante él, revelándole sus secretos con cada sombra que se movía entre los árboles, cada hoja que caía con una danza silenciosa sobre el suelo aún húmedo por el rocío de la noche y la ceniza de la batalla. El camino por donde avanzaban estaba cubierto por una alfombra natural de hojarasca seca que crujía con cada paso que daban los chicos. El aire era frío, pero no helado; la brisa acariciaba sus mejillas como manos suaves que se negaban a dejar de tocarlos. Más arriba, el cielo nocturno se extendía como una inme

