Allen permanecía en el suelo, con la mejilla aún ardiendo por el golpe y los ojos fijos en Minerva, sin comprender del todo cómo habían llegado a ese punto. Su respiración era irregular, no tanto por el dolor físico, sino por la mezcla de culpa, temor y desconcierto que lo azotaba sin piedad. Verla de pie ante él, tan hermosa y desbordante de furia, era una visión tan sublime como aterradora. Y por primera vez en siglos, temió de verdad que ella pudiera perder el control. La baronesa avanzó un paso, los tacones resonando con precisión letal, como si cada movimiento fuese una sentencia. Allen, instintivamente, se arrastró hacia atrás, su espalda rozando el mármol del umbral. Sus músculos se tensaron, esperando lo peor, y aunque sus poderes podían defenderlo con brutal facilidad, el hecho d

