El solo pensar que algo irreversible le hubiera ocurrido a él —su señor vampiro, como lo había apodado en aquellos días en que todo parecía más historia que tragedia— le estrujaba el corazón con una violencia muda. No era un dolor estridente; era lento, como una marea negra que lo cubría todo sin prisa, sin compasión. Ya había recorrido el cementerio entero, cada rincón, cada pasillo de ceniza y ruina, buscando rastros que no existían. Aidan no estaba. Ni una huella, ni un olor, ni el mínimo murmullo que delatara su esencia. “¿Y si le pasó algo?” “¿Y si se lo llevaron?” “¿Y si una bomba le cayó encima y no quedó nada?” Cada una de esas preguntas la perforaba con imágenes que ella misma fabricaba: su cuerpo, inerte, hecho cenizas bajo un cielo sin luna. Sus manos estiradas, pidiendo ay

