LA CHICAGO ARGENTINA

1806 Words
CAP. 29 - LA CHICAGO ARGENTINA Rosario se conoció como la Chicago Argentina, pues era quién determinaba el precio del cereal en la época gloriosa donde supo vivir la Flor de la mafia, nuestra joven Ágata. No era cualquier cosa añorar reflotar la Comisión que había armado su padre. En el exclusivo barrio de Pichincha se podía disfrutar de un sabroso asado, como de alguna de las mujeres que venían del exterior, en su mayoría, de Varsovia, París o Moscú. Los prostíbulos, burdeles o casas de tolerancia se volvían sitios necesarios para poder contener la libido de los muchos hombres que circulaban por el Barrio de Pichincha, y así controlar que las enfermedades sexuales no se propagaran a la sociedad. Allí se asentaron los burdeles más lujosos. Así fue previsto, las casas debían reunir condiciones especiales, a fin de que puedan ser clasificadas como de categoría superior. Esto se pensaba por entonces -Quizá la razón más importante por la cual Rosario no consigue hacer valer su mayor población, su similar —aunque disperso— parque industrial y otros factores por el estilo en la estéril puja con Córdoba por ostentar el blasón de “la segunda ciudad de la República”, sea esa inevitable, profunda chatura que la caracteriza y de la que toda “gran ciudad” se ha desprendido alguna vez- -Desparramada en un área de apenas unas pocas manzanas menos que la Capital Federal, ofrece grandes lunares sin edificación y sus más altos rascacielos son solitarias agujas en medio de una construcción aún más chata. La ciudad no soporta más de cuatro semanas una pieza teatral de éxito y, salvo unas aisladas jomadas esplendorosas al año, las grandes figuras espantan con sus sueldos a los empresarios locales. Cuna, hace una década, de uno de los movimientos teatrales independientes más importantes del país, acabó por contagiarle su sopor cuando éste ya naufragaba en la indiferencia oficial. Lo mismo ocurrió con la mayor parte de los grandes plásticos argentinos que aquí se formaron, emigrantes de un ambiente demasiado propicio al rastacuerism-. -El Monumento a la Bandera viene a ser la expresión más clara de los vanos esfuerzos que los sectores representativos han desplegado a lo largo de los años para dotar a la ciudad de una imagen “for export. El enorme adefesio de mármol deja impávidos a los visitantes y no concita mayormente la atención local, salvo en los actos oficiales-. ¡No se salvaba ni el monumento! -Carente hasta de un fundador con nombre y apellido, Rosario no ha conseguido otros brillos y oropeles que los de una permanente y provinciana tranquilidad y una actitud laboriosa. El Barrio de Pichincha, es pues, un conglomerado de fondas, restaurantes, bares y "varietés” enancados en la infraestructura del negocio central: los prostíbulos que son precisamente las mejores razones para vivir en ella. Un símbolo de la vida nocturna y la cultura de la época, atrayendo tanto a locales como a visitantes-. El negocio ideal para cualquier mafioso que se precie… Desde la sección cuarta, con ojo avizor y en rápida sucesión, la mayor parte de las "madamas” y empresarios de los burdeles de la ciudad, emigraron allí. En los años 20, ya Pichincha tenía muchas de las características distintivas que lo convertirían en foco de atracción internacional. Fingida o real, local o internacional, Madam Safó es la mujer de más aureola con que cuenta Rosario, la que primero amartilla en la memoria al desembarcar en Súnchales. La imaginación de la gente, incluso esa gente que hace una cruz en el aire como pidiendo licencia para pronunciar el apelativo de ciertas cosas, ha hecho de la Safó una matrona olímpica, rodeada de una corte de jóvenes mujeres hermosísimas. La leyenda de Pichincha, repercutiendo en el país y fuera del país, la ha divinizado como una gloria rosarina. Y ella quedará, como no ha quedado todavía ningún artista, ningún literato, ningún hombre de negocios. En el Retiro, los familiares de los que viajan con destino a Rosario, soplan al oído de éstos frases de sonoridad voluptuosa: ¡Cuidado con la Safó!... ¿Van a visitar a la Safó?". Es que el “Madame Sapho” (Madam Safó, para los rosarinos) era la gema, el fortín, el estímulo de mil fantasías y el hermético castillo del señor para la gran mayoría de los que no podían darse el lujo de visitar “el de cinco pesos”. Esa era la cotización de las polacas, judías, italianas, españolas y francesas, reales o fingidas, que trabajaban en el Sapho. Propiedad de un corso, más conocido en el ambiente y en los archivos policiales como “Búfalo Bill”, el Sapho era regenteado por su mujer, la enigmática y bellísima Madam Safó, de la que, leyendas aparte, sólo se sabe hoy por hoy que en verdad era italiana —aunque hablaba en francés— y que dirigió el negocio durante años con reserva y mano dura. El edificio de piedra hoy hace las veces de hotel-posada, a tanto la hora. Pero su intacta estructura edilicia posibilita explicarse el porqué de las leyendas. Del Madam Safó llegó a creerse que tenía un zoológico en su interior y ciertos delirios afirmaban que sus pupilas extranjeras defecaban dulce de leche. Sin embargo, los memoriosos que apelan a la cordura ponen las cosas en su lugar. Es cierto que el lugar era muy lujoso y que todas las mujeres eran extraordinariamente bellas, así como que era imprescindible asistir de cuello y corbata. Las reglas de la casa eran que “en la habitación cualquier cosa”, pero había que guardar una extrema conducta en el salón. Elegir con reserva y sin estirar la mano ni entretener demasiado a las pupilas. Un moño rojo en la puerta del cuarto indicaba a la que por esos días no podía ocuparse de sus clientres. El Safó era el sitio donde se divertía la aristocracia y los grandes señores. A tanto llegaba su prestigio que en los jardines solían organizarse comidas en homenaje a personalidades de paso por la ciudad. Con tarifa decreciente, más de treinta prostíbulos de diverso tipo se apretujaban en las seis manzanas de Pichincha. Estaban el “Petit Trianon”, de propiedad de un suizo llamado Enrique Chatel y dirigido por su concubina, Madame Georgette, que en realidad era argentina y se llamaba María Peña. También el “Armenonville”, el “Glorié”, el “Chabannes”, “El Elegante” (dirigido por una madame a quien llamaban “la Sarmiento”, porque nunca faltó al trabajo), “El 90”, “El Norteamericano”, el “Venecia”, el "Moulin Rouge”, el "Gato n***o”, el “Trípoli Italiano” y muchos otros entre cuatro y un peso la tarifa. Alrededor de los burdeles se gestó en pocos años un ambiente entre distinguido y siniestro, donde el lujo y la miseria, el drama y la alegría, se en revesaban con demasiada frecuencia. Obviamente, no había casas de familia en todo el radio, por lo que las calles —que gozaban de una iluminación especial a partir de las ocho de la noche— eran una continuación de fondas, bares y parrillas. En Pichincha se podía comer todo tipo de manjares o tomarse un guindado escuchando “al Oriental” antes de visitar el burdel. También el rubro gastronómico tenía su gema en Pichincha: el “Gianduia”, más conocido por “la Carmelita”, en referencia a Carmela Tamagno, que lo regenteaba. Envueltos en el humo de la parrilla que atizaba “Churrinche” —un famoso asador— allí recalaron para ser agasajados por la crema rosarina personajes como Gardel, Caruso y el mismo Humberto de Saboya. Bajo el brillo de la iluminación especial instalada por la municipalidad, en el barrio, desfilaba todos los días a partir de las ocho de la noche una corte de extranjeros y nativos que se apiñaban en los bares y restaurantes y hacían colas ruidosas en los burdeles. “¿Pichinchou? ¿Do you knoxv Pichinchou?", preguntaban los marineros apenas pisaban la ciudad. Es que Rosario fue por varios años, alrededor de 1921, el primer puerto exportador del mundo, superando a Montreal y Nueva York. “¿Cuánto hacía una prostituta como promedio, en el “Mina de Oro”, por ejemplo? Semanalmente, trescientas latas. Ganaba la mitad de lo producido. Ni el gerente del ferrocarril ganaba eso. En los de un peso, en cambio, cuando habían ganado diez o doce pesos a la semana estaban contentas. ¡Amigo, quién las paraba!”. Los testimonios reviven el régimen a que estaban sometidas las pupilas, común a todos los alcahuetes. El cliente entregaba el importe a la madame, que a su vez le entregaba una lata, a manera de ficha. Una vez prestado el servicio, el cliente se la entregaba a la mujer elegida, que acumulaba durante la noche tantas latas como hombres recibía. Al final de la jornada, recibía el importe del cincuenta por ciento del total de latas obtenidas. Por supuesto que no había posibilidad de rechazar clientes, ni tampoco interés. Para las pupilas, cada hombre era un rostro de latón que representaba tantos pesos al final de la jornada. La única posibilidad de obtener más ganancias, era la de ser más solicitada o ascender a un burdel de más categoría. Pero la extorsión no terminaba en el prostíbulo. Vigilando atentamente la puerta, camuflado de cochero o vendedor, o simplemente rondando, esperaba el panzón, irascible receptor final del producto de la faena. Insistentemente descripto por el folklore como un compadrito de tacos altos, pantalón bombilla y melena grasienta, ocurrente y más anunciador que valiente, esta representación del cafisho, caftén, cafiolo o macró excluye algunos tipos —quizá los más siniestros— y acaba en lo superficial. Porque ocurre que estos panzones criollos, entre crueles y sentimentales, eran por lo general machos de una sola mujer, la propia. Muestra suburbana y de principios de siglo del subdesarrollo, eran las víctimas propicias de cuanta redada policial se enfrentaba para guardar las apariencias y acababan —afeitados y con los tacos cortados a machetazo limpio— en la seccional. (La policía les cortaba un solo taco y así los trasladaba, rengueando, hasta la comisaría. De allí lo de “taqueros” con que se conoce a los policías de civil.) Nunca supusieron que muchos de esos señorones que visitaban Pichincha tenían bastante que ver con un nivel más alto de la explotación, ni se les ocurrió compararse con sus antecesores franceses de la sección cuarta —que explotaban cuatro o cinco mujeres cada uno— o mucho menos con los grandes machos extranjeros, principalmente judíos y polacos, que regentearon el negocio de la prostitución en la Argentina
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