«La crueldad es la fuerza de los cobardes»
—Proverbio árabe.
Navier
Tarareo una canción mientras entro a la cocina. La voz de Slavik retumba por la casa, cargada de furia. Papá le grita también. Otra pelea. Otra maldita discusión que parece no tener fin.
Ruedo los ojos, agotada. ¿Algún día van a entenderse? Son padre e hijo, pero cada vez que están en la misma habitación se arrancan la piel. Me duele escucharlos así. Me agota. Me hace querer largarme de una vez por todas, como le prometí a Ivy. Termino la preparatoria en unas semanas y después... adiós. Universidad, libertad. Pero no dejo de pensar en Slavik. Es un año menor, y eso significa que se quedará aquí, solo, con papá. Y eso me da miedo. Me da verdadero pánico.
Desde que mamá se fue, él no ha sido el mismo. Fiestas, alcohol, drogas. Se pierde cada noche y vuelve al amanecer, arrastrando los pies y apestando a todo lo que lo está destruyendo. Solo tiene dieciséis años. Dieciséis. Se está matando frente a mis ojos y no puedo hacer nada para detenerlo. La última vez que entré a su habitación, solo para dejarle la ropa limpia, me echó a patadas, gritándome que era una estúpida entrometida. Pero lo peor no fue eso. Fue lo que encontré: cocaína. LSD. Guardado en su cajón como si fuera ropa interior.
Me dolió. Me dolió tanto que sentí que alguien me arrancaba el pecho desde dentro.
Y él ni siquiera lo notó.
Abro la nevera. Solo hay agua. Bebo. El estómago gruñe, pero no importa. Lo ignoro, como ignoro todo últimamente. Saco algo para hacer de cenar. En eso papá entra a la cocina, los ojos apagados, hinchados, con ojeras como manchas de guerra. Se ve roto. Humano. Me sonríe débilmente, y yo también le sonrío. No puedo dejarlo caer.
—Haré pollo con verduras, papá —le digo, intentando sonar tranquila. Él asiente y se me acerca, me abraza. Un abrazo largo, pesado, como si necesitara sostenerse de alguien para no desplomarse.
—No sé qué haría sin ti, pequeña... Tú eres la única que no me ha abandonado.
Me lo dice al borde del llanto, y aunque sonrío, por dentro se me quiebra el alma. Asiento con la cabeza y lo mando a dormir un poco. Él obedece, me da un beso en la coronilla y se va.
Quedo sola. Me siento inútil. Estoy sosteniendo a todos con las manos llenas de cortes. Pero nadie lo ve.
Una hora después, la cena está lista. Apago el fuego. Me miro el dedo herido por el cuchillo mientras picaba zanahorias. La herida es pequeña, pero duele. Como todo últimamente. Subo a la habitación de papá para avisarle, pero lo encuentro dormido. Entre sus brazos sostiene un retrato: él y mamá el día de su boda. Sonríen. Se aman.
O se amaban.
Me duele verlo así. Le quito el retrato, lo dejo en la estantería y lo tapo. Me voy en silencio, como si caminar sobre su dolor me obligara a guardar respeto.
De regreso en la cocina, reviso el teléfono. Mensajes de Ivy. De King. Contesto los de Ivy. Luego leo los de él:
«Te extraño. Háblame :)»
«Te amo»
Me sonrojo. Sonrío. Es King, mi refugio desde siempre. Mi primer amor. Mi único amor. Desde que éramos niños ha estado ahí, creciendo conmigo. Solo intentamos dar el paso una vez, pero no pude. No era el momento. Y él lo entendió. Me dijo que también tenía miedo. Que me esperaría. Y yo lo amé más en ese instante.
Cuando termino de cenar, voy a mi habitación. Enciendo la tele, conecto mi Mac, pongo música baja. If Only de Dove Cameron suena suave, como un suspiro que intenta calmar un incendio. Me recuesto con un libro en las manos. Leo. Me pierdo. Me adormezco.
Cuando reviso la hora, me estremezco: 3:00 AM. Estaré muerta en clases.
Apago la Mac, desconecto todo. Tomo mi celular. Vibra. Notificaciones. Cientos de mensajes de un número desconocido.
«¿Sabes dónde está tu novio?»
«¿Estás segura que estudia en casa?»
«¿Le crees todo lo que dice? Ven a la fiesta de Evan y descúbrelo por ti misma, Navier.»
El corazón me da un vuelco.
Busco mensajes de King. Nada. Su última conexión fue a las 11. Justo cuando le escribí para desearle suerte en el estudio. Dijo que se preparaba para el examen. Que necesitaba entrar a Harvard. Que era su sueño.
Otra vibración. Un nuevo mensaje:
«Soy Charlie. Slavik está hecho mierda. No puedo controlarlo. Estamos en la fiesta de Evan.»
Todo dentro de mí grita. Rabia. Preocupación. Miedo. Asco. Tomo mi chaqueta, me la pongo sobre la bata de seda. Me subo al jeep y arranco. El camino dura 40 minutos. Cada segundo es una tortura. Cada pensamiento es una herida nueva.
Al llegar, el sonido de la música electrónica me golpea como una cachetada. Hay cuerpos por todas partes. Autos mal estacionados. Risas. Gemidos. El aire apesta a marihuana, sudor y decadencia.
Camino entre ellos como si me tragara el infierno. Todos me miran. Me desnudan con los ojos. Me dan asco.
Entro a la casa. El calor, el ruido, el olor me abruman. Subo las escaleras. Me dicen que vieron a Charlie llevar a Slavik arriba. Busco cuarto por cuarto. Nada. Hasta que llego al penúltimo.
Charlie está en el suelo. Inconsciente. Ahogado en su propio vómito.
Mi estómago se revuelve. Me acerco, lo reviso. Respira. Digo que volveré. Cierro la puerta y abro la última.
Y entonces, el mundo se quiebra.
Jadeos. Golpes de piel contra piel. Ruidos húmedos. Gritos ahogados de placer.
Slavik. Mi hermano. Penetrando a una mujer desde atrás.
King. Mi novio. Recibiendo sexo oral de esa misma mujer.
Y ella…
Ivy. Mi mejor amiga.
Todo se detiene.
El corazón deja de latir.
Los pulmones colapsan.
La mente grita.
Y yo solo estoy ahí. Tiesa. Rota. Mirando cómo los tres me destruyen sin vacilar.
Slavik sonríe. Una mueca cruel, enferma. Lo disfruta.
—Mira quién llegó —dice. Su voz es veneno.
—¿Por qué? —susurro. Nadie responde.
King jadea. Ivy gime. Ninguno se detiene.
Y yo…
Yo me derrumbo.
Lloro. Grito. Vomito.
Tiemblo.
Intento huir, pero Slavik me agarra. Me obliga a mirar. Me escupe palabras como cuchillas:
—Eres una ingenua, hermanita. Una zorra como mamá. Te odio. Te odio con cada fibra de mi ser.
Y ahí, en esa habitación apestosa, con las risas de fondo y el olor a sexo flotando, muero en vida.