—Da gusto llegar a este lugar y que lo primero que me encuentre sea su amable sonrisa, Ere —dijo Roberto Marín, notario y dueño de la firma de abogados M&T que su abuelo había fundado algunas décadas atrás.
—Me da gusto que le dé gusto —respondió la mencionada, sonriendo.
Ella sabía bien que la recepción era la cara de todo el consorcio, por ello procuraba siempre estar atenta y amable, para que quienes por ahí pasaran se sintieran bienvenidos.
—Esos comentarios también son buenos —soltó el hombre de sesenta y tantos años y de personalidad amable—, definitivamente fue un acierto de mi sobrina el traerla aquí.
Erena sonrió, ella tenía ya un par de meses trabajando en ese lugar y no solo había sido bien recibida, sino que seguía siendo la sensación con casi todos los empleados, pues, ella, no solo era carismática, era muy servicial, atenta y eficiente también.
—Tío —habló Ángela Torres, que recién entraba al edificio y lo primero que escuchaba eran los constantes halagos a la joven recepcionista—, ya le dije que deje de coquetear con Erena en horas laborales, le diré a la tía Macaria que anda de coscolino.
—Y yo ya te dije que sí la quiero en la familia, pero no de esa forma. Solo soy amable para que me quiera de suegro y se quede con alguno de mis dos hijos —recordó el hombre una cantaleta que, como siempre, provocó una sonrisa en cuanto la escuchó.
—Yo también ya le dije que también tengo dos hijos —intervino Erena en la charla—, y no soy tan buen partido como me hago ver. Esto es solo por trabajo —informó la joven señalando su bien maquillado rostro.
—Por algo se empieza —aseguró el señor Roberto—, usted sígase viendo bonita para que no importe que ya traiga dos hijos con usted.
Erena sonrió negando con la cabeza y dio la bienvenida a otro par de abogados que recién ingresaban en el lugar y que le sonreían a cambio.
—Pues si no es con uno de mis primos, será con alguien de por acá —aseguró Ángela terminando de acomodarse el cabello, cosa que había iniciado cuando bajó del auto para entrar en el edificio de la firma—. Por cierto, ¿podrías traer a Michelle contigo cuando vayas por los gemelos? Volví a llegar tarde y no quiero escuchar otro regaño de la maestra por ello.
—Yo te la traigo —concedió Erena tras sonreír por el comentario de la mujer que le había conseguido ese trabajo que, definitivamente, hacía mucho por ella.
—Eres la mejor —aseguró la mujer de ojos verde y cabello castaño con algunas luces rubias que le sentaban muy bien.
«Si fuera la mejor no sería la chica de los mandados» pensó la castaña mientras sonreía amargamente.
Lo había estado sintiendo así recientemente, mientras veía a personas de su edad, o incluso más jóvenes, iniciando sus prometedoras carreras en ese lugar mientras que ella solo contestaba el teléfono, escribía recados y los pasaba a sus destinatarios.
No era un mal trabajo si contaba que no era mucho lo que hacía y sí era mucho lo que ganaba, pero de alguna manera era frustrante que todo el mundo pareciera ser más que ella en ese lugar, y no porque la trataran mal, porque todos eran amables con ella, tanto que, de pronto, parecían ser condescendientes y eso terminaba por herir un poco más el orgullo de Erena.
No debía quejarse, lo sabía bien, nadie tenía la culpa de lo que le había pasado. Ella era la única responsable de lo ocurrido, pero, entre más lo pensaba, más se daba cuenta de lo que pudo haber sido y lo que no era por tener que asumir sus errores.
Pero no, no era que la joven estuviera arrepentida de las decisiones tomadas, y tampoco culpaba a sus hijos de absolutamente nada, lo que ocurría era que la de ojos cafés no podía hacerse de la vista gorda sobre esas posibilidades que se terminaron para ella cuando decidió jugar a la adolescente idiota por un rato, terminando por arruinarse la vida entera.
Aun así, Erena estaba plenamente agradecida con lo que tenía, porque era más de lo que había tenido desde que le había tocado hacerse cargo de sí misma, de su casa y de su pequeña familia; sin embargo, para ella, que siempre había esperado un futuro prometedor, ser la chica de los recados no le sentaba para nada bien.
Pero estaba bien, o al menos eso era lo que se repetía constantemente para no caer en la desesperación. Erena Zaldívar seguía repitiéndose que estaba bien como estaba porque, al menos, ahora no debía preocuparse por imprevistos, porque ahora todos sus gastos obligatorios estaban cubiertos e incluso le sobraba para esos imprevistos y uno que otro “lujo”.
Aunque esos lujos para ella no fueran más que una tontería a los ojos de los demás, pues ciertamente no tenían nada de lujosos; si lo sabría ella que había vivido en la opulencia hasta que metió las cuatro patas y la echaron de su casa.
Y no, no es que solo se quejara internamente de todo, ella era bastante proactiva, le gustaba tomar la iniciativa y solucionar lo que se pudiera solucionar, pero su situación no tenía arreglo, lo sabía porque ya lo había pensado mucho y a esa conclusión había llegado.
Su economía no era mala, pero apenas era suficiente.
Lo que más limitaba a esa mujer castaña de ojos cafés era el tiempo pues, de seis a las ocho de la mañana, que dejaba a los gemelos en la primaria, era madre, de ocho y media a cinco y media era empleada con una hora de comida en la que volvía a ser madre, de seis de la tarde a las ocho volvía a ser madre a tiempo completo, además de un poco maestra, y de nueve a las once, más o menos, era ama de casa.
A veces sus roles se mezclaban en una que otra hora, según sus necesidades, pero no le quedaba tiempo para ser algo más.
Físicamente era extenuante, y ya ni hablar de lo cansada que estaba emocionalmente.
De pronto se le antojaba tener tan solo un día para ella sola, pero incluso los fines de semana no podía escapar de sus dos roles principales: madre y ama de casa. Estaba cansada y no podía descansar porque había muchas cosas que no debía descuidar, cosas a las que no podía dejar de mirar y que la estaban ahogando.
A veces pensó que su solución sería casarse con alguien de alto estatus, pero luego recordaba que ella no estaba sola y que sería difícil que le aceptaran con ese par de desastrosos que nadie en la vida amaría como amaba ella, como ellos se merecían ser amados; así que se volvía a quedar sin soluciones luego de considerar eso.
No podía hacer más que ser responsable y sacar adelante su hogar y sus hijos ella sola, sin ayuda, muy a pesar de que mucha parte del tiempo sintiera que no podía más con lo que traía a cuestas.
Y es que los “y si” y los “hubiera” no eran algo fácil de ignorar, y eran algo que le tiraban paladas de tierra encima de la montaña que ya cargaba en su espalda.
Pero su frustración no era solo por ella, no era solo por lo que no habría podido ser y no era, también era por todo lo que sabía que sus hijos se estaban perdiendo al tener la posición económica que ella les podía ofrecer. Y eso en serio le molestaba.
Erena estaba convencida de que sus hijos eran su mejor decisión, sin embargo, siempre que pensaba en el mejor escenario concluía que ellos no habían llegado en el momento ni el lugar adecuados, y esa era una culpa que jamás en la vida se podría quitar de encima.
“Si tan solo no hubiese sido tan inmadura en aquel entonces” pensaba y, tras suspirar, se lamentaba por lamentarse.
Se sentía patética cada que pensaba así, porque ella lo sabía bien: no tenía caso llorar sobre la leche derramada, y aun así no podía evitarlo.
Aun así, ella no podía dejar de pensar en todo; por ello, muchas noches, cuando el cansancio físico la dejaba indefensa, todos sus pesares mentales la pateaban hasta hacerla llorar en silencio, en soledad y en una fría e implacable oscuridad que la ahogaba.
Había noches que lloraba hasta quedarse dormida y, a la mañana siguiente, sin ganas ni energías para seguir la vida, pero con la necesidad de hacerlo, se ponía de pie, se lavaba la cara, tendía la cama y debajo de alguna alfombra o buró empujaba todos esos sentimientos con los que no podía lidiar en ese momento.
Pero estaba bien, estaría bien alguna vez, probablemente, porque en algún momento de su patético llanto había aceptado que había dejado ir todas sus posibles oportunidades y no las volvería a ver frente a sus ojos jamás; entonces, sumida en la resignación, respiraba realmente profundo para aquietar un corazón que no volvería a sufrir una nueva desilusión, pues un nuevo sueño no era algo a lo que le daría UNA SEGUNDA OPORTUNIDAD.