Boston, Massachusetts
2 de noviembre de 2015
Algunas noches se le hacían más largas que otras. El paso del tiempo en el plano físico es más veloz que en los demás planos, pero cuando llevas milenios sin ascender a los Círculos Superiores, terminas por someterte al reloj y al tic tac del segundero, contando cada sonido de las pequeñas manecillas hasta que pierdes la cuenta. En su caso, contar ovejas no funcionaba porque no dormía.
Así que cuando la carga se le hacía más pesada que de costumbre y su estadía entre los mortales lo agobiaba, se daba una vuelta por la ciudad y respiraba a pleno pulmón el humo de los escapes de los autos y los olores de la calle, una de las contadas cosas que lo regocijaban y llenaban sus ateridos sentidos paranormales con un corrientazo de emoción. Salvo los martes, en que le daba una mano a Haz en el Sheol, una variante en su rutinaria existencia que realmente agradecía, el resto de los días eran todos iguales.
Pasó frente a la vitrina de un almacén de lencería y se quedó mirando los maniquíes sin cabeza. ¡Qué mal gusto utilizar cuerpos descabezados para mostrar prendas!
Estaba claro que el que los inventó jamás había cortado una, porque, de ser así, no asociaría una actividad placentera y totalmente recreativa (como comprar cosas) con un cuerpo mutilado. Sobre todo. si se trataba de exhibir artículos que los mortales encontraban lindos, como las diminutas prendas de encaje que tenía enfrente y que a él le daban exactamente lo mismo.
Siguió caminando varias cuadras sin rumbo fijo, hasta que se encontró frente a la Biblioteca Pública, uno de sus lugares favoritos y de los edificios más hermosos de la ciudad. El olor de los libros lo fascinaba y detestaba la nueva corriente de e-Books que habían surgido para robarle la magia a la lectura tradicional, esa que involucra acariciar el papel mientras pasas las páginas y te deleitas con el poder de la palabra.
Encendió un cigarrillo, pensando que tenía que hacer algo para dejar de fumar porque era una muletilla para mitigar el aburrimiento, y se recostó de una farola que alumbraba la esquina de la calle Ring.
Mientras exhalaba el humo en volutas que parecían aros torcidos, se fijó en la pareja que salía de L’Espalier, un restaurante francés bastante cotizado y uno de sus favoritos, que se encontraba cruzando la calle. El hombre era alto, de cabello n***o y llevaba un abrigo largo, desabrochado y suelto. Se veía cómodo y seguro y su aura despedía un brillo azulado que no era propio de un humano.
Su acompañante era frágil, de piel muy blanca y cabello castaño, nada especial, salvo el ser incorpóreo que la seguía pegado a su espalda y que miraba de lado y lado, como si vigilara. Afinó la vista y pudo ver que el aura de la chica era dorada y se expandía hasta casi dos metros de su cuerpo físico, como el haz de luz de un faro entre la niebla.
Lo poco usual ese aura sumado al tono azul de la del hombre lo pusieron en alerta. Debía haber un portal cerca, uno que él no conocía, o esos dos seres de extraña procedencia habían encarnado en humanos y nadie se había dado cuenta. El espectro que seguía a la chica era un a******o, de tez cetrina y cabello largo hasta media espalda, con dos trenzas tejidas al frente colgándole de las sienes. Vestía una sedosa túnica blanca, ceñida con un cinturón bordado con hilos de oro y una espada corta en su funda brocada. Por su apariencia, bien pudiera ser un guerrero c***o del primer milenio, pero el brillo blanquecino que irradiaba lo desconcertaba.
Cameron los siguió con la vista mientras se alejaban hacia el auto, estacionado a unos veinte metros de la entrada de restaurante francés. Cuando sonó la alarma al desactivarla, pudo ver que era un Mercedes Benz n***o Serie E. «Buen auto»— pensó. El del aura azulada abrió la puerta a la chica y entraron al unísono ella y su guardián. La cerró con casual elegancia y rodeó el auto hasta sentarse del lado del conductor, mientras lo encendía con el botón de ignición. Cameron apagó el cigarrillo y se alejó de la farola para poder desmaterializarse y seguirlos.
A pesar de que se había acostumbrado a su forma física, el éter era su elemento primigenio y se sentía pleno cuando estaba en ese estado, vibrando en la misma octava que el Hacedor y percibiendo de manera simultánea la energía de toda forma viviente. Lo que no le agradaba tanto es que podía percibir a su hermano e incluso escuchar lo que pensaba. Una tortura.
Confiado de que los ocupantes del Mercedes no le notarían, se coló en el asiento trasero al lado del guardián a******o, que parecía no verlo.
—¿Te gustó la cena, Katrina? Casi no comiste nada—. El hombre miraba a la chica del aura dorada con ojos de depredador. No fue capaz de percibir afecto en su tono de voz ni en la vibración de sus moléculas.
—Estoy distraída, no sé qué me pasa y en verdad se me ha ido el apetito, pero estuvo todo delicioso. ¿A dónde vamos ahora?
—Pensaba llevarte a mi casa para mostrarte una nueva pieza que compré a un coleccionista ruso, una verdadera obra de arte, aparte de inusual. Tal vez puedas analizarla y decirme su valor real. El coleccionista insistió en que era auténtica pero no dejó que la tasara, por temor a que su existencia saliera a la luz pública.
Katrina miró a su acompañante con cautela mientras hablaba, pensando que siempre tenía una razón oculta para todo. Nada de lo que hacía era desinteresado ni espontáneo y eso la molestaba. Hacía unos tres años que se conocían y todavía le parecía un extraño, a pesar de la relación de amigos íntimos que llevaban desde hacía dos. Todas sus citas eran cuidadosamente planeadas y exquisitas, como él, pero siempre la dejaban con una sensación de vacío y un lejano e imperceptible sentimiento de temor que no podía explicar.
—¿Qué dices, quieres verlo? —insistió él.
—¿Qué pieza compraste ahora, Adrian? ¿Un retablo bizantino? Tu última compra del ánfora panatenaica realmente me impresionó, pero, a decir verdad, no debería porque siempre tienes piezas que cualquier museo quisiera exhibir o tener a buen recaudo en su bóveda de seguridad. ¡No sé cómo te las arreglas para dar con ellas!
Katrina se había sentado de lado, mirando hacia el conductor, y observaba a Adrian con interés, en un intento por traspasar la coraza que generalmente lo rodeaba y que percibía como una armadura grisácea, de un metal delgado y brillante que no sabía qué era. Desde niña veía facetas de las personas que iban más allá de su apariencia física y que no podía explicar. Con el tiempo se había acostumbrado, pero rara vez compartía con nadie sus visiones, para que no la tildaran de loca.
—Pues, no es nada ruso, aunque lo sea el coleccionista— acotó Adrián—. He comprado un cetro que me dice es griego, pero realmente tengo dudas, por eso quiero que lo veas.
—Lo griego no es exactamente mi fuerte, ya lo sabes, pero puedo verlo y analizar el material, la forma y el grabado, a ver si logro ubicar su época y procedencia. ¿Y quién es este ruso? No me habías comentado que tuvieras un contacto en Rusia—. Katrina tomó la mano de Adrian cuando percibió que su armadura comenzaba a engrosarse y se ponía a la defensiva.
—Me contactó a través de la página web de la galería – respondió él sin dejar de mirar la carretera mientras hablaba—. Verifiqué sus referencias con algunos de mis contactos y no encontré nada extraño. No es muy conocido, pero un par han hecho transacciones con él en el pasado.
Adrian hizo un alto en un semáforo y, mientras cambiaba la luz, acarició la mano de Katrina sin mirarla. Su lenguaje corporal seguía mostrando molestia, pero Katrina no lograba descifrar si era porque lo cuestionaba o porque había tocado un punto delicado sobre la procedencia del cetro. Ese tipo de piezas no se encontraban en colecciones privadas y era realmente raro que lo hubieran contactado precisamente a él a través de su página de marchante de arte. De cualquier manera, ya estaban rumbo a su casa y pronto tendría frente a ella la misteriosa pieza.
Cameron seguía atento la conversación desde el asiento trasero y tomó nota de que Katrina, la del aura dorada gigante, era vidente. La chica debía ver materializaciones de otros planos y no conocía muchos humanos capaces de hacerlo. Cuando llegara a casa le daría una llamada a Miranda para ver qué sabía ella de esta chica, de qué rama de los profítis procedía.
El Mercedes se había enfilado hacia los suburbios y recorría una calle de cuatro vías, amplia y elegante, con grandes casas de patios enormes a lado y lado. «El tal Adrian no parece tener problemas económicos»— pensó Cameron mientras se acercaba al cabello de la chica y olfateaba su perfume. Esa era una de las pocas cosas que apreciaba de los cuerpos físicos, el aroma que despedían y que era como una huella digital para un olfato agudo como el suyo.
Oscuras y espesas arboledas proyectaban formas fantasmagóricas sobre la carretera y no dejaban pasar la luz de la luna sobre las aceras, dando un toque lúgubre a la noche que, de por sí, ya estaba fría y húmeda porque empezaba a entrar el otoño. Cuando se acercaban a una enorme casa blanca de dos plantas estilo victoriano, vio como el guardián se enderezó en el asiento y apretó la empuñadura de su espada. Algo lo inquietada, por lo que Cameron afinó sus sentidos paranormales para captar las energías que provenían de la casa.
Percibió una poderosa fuente de energía en una habitación del sótano que emanaba ondas expansivas que rebotaban como la maza de un gong en su campo áurico. La vibración era constante, reverberante, como la que emite un generador de corriente cuando lo enciendes. Por lo visto, no se trataba de la cita romántica de un tipo adinerado queriendo impresionar a su chica. Se había topado por casualidad con un asunto paranormal de primer grado y tal vez no sería mala idea investigarlo de inmediato. Justo cuando llegó a esa conclusión, Adrian abrió con el control remoto el portón de hierro que daba acceso a la casa.
—«¡Uf, vaya gusto el de este sujeto!» —pensó Cameron.
Seis estatuas de mármol, tres de cada lado, flanqueaban la calzada de adoquines que conducía a la entrada principal, cuyo frente estaba decorado con columnas dóricas y un imponente frontón. Una fuente de travertino acaparaba el centro de la plazoleta de entrada y fresnos sembrados a ambos lados del jardín terminaban de darle un toque de mausoleo a la mansión de al menos cien años.
El auto se detuvo frente al pórtico y Adrian se bajó para abrir la puerta a su acompañante. Cameron salió tras ella en su forma incorpórea y se teletransportó a la habitación de la que provenían las emanaciones de energía. Era un cuarto pequeño, de no más de cuatro metros de ancho por cinco de largo, con paredes recubiertas por planchas de acero de cinco centímetros de espesor y tapizadas con paneles de seda bordada para cubrirlas. El mobiliario era tan abrumador como el resto de la casa.
Diagonal a la puerta se divisaba un sillón estilo inglés del siglo XIX y, justo frente a éste, una biblioteca Regency de forma insólita en madera de palo de rosa con decorados en oro, utilizada a manera de exhibidor. Si no le fallaba la vista, un Van Gogh vestía la pared del fondo frente a la que se encontraba el escritorio Luis XV en forma de riñón, que parecía pesar como un muerto.
Del otro lado de la habitación, una puerta blindada estilo bóveda de banco cerraba el acceso y cámaras de seguridad infrarrojas patrullaban desde las cuatro esquinas junto a un sistema de láser en cruz. Alta seguridad y equipos de vanguardia. Lo que fuera que guardaba allí era muy valioso y trataba de protegerlo a toda costa.
Mientras recorría el cuarto para ver si había fisuras en el blindaje o nichos ocultos, Cameron notó un detector de movimiento poco usual, un visor de energía etérica de alta gama, capaz de detectar vibraciones de al menos dos planos astrales distintos. Este dispositivo definitivamente no estaba diseñado para controlar la entrada de intrusos mortales y lo puso en alerta sobre quién era este Adrian y qué guardaba tan celosamente en la pequeña habitación que pretendía alejar de formas inmateriales.
El visor estaba oculto en la base de una lámpara de mesa de cristal cortado, colocada estratégicamente sobre el escritorio y orientada hacia la puerta blindada. Cualquiera que entrara se vería expuesto al detector oculto tras la base acristalada de la lámpara. Tras los intrincados cortes en forma de rombos se encontraba la pequeña celda de detección de ondas que avisaba de la presencia de un ser no terrenal. Cameron subió su vibración y pasó la mano frente a la base para verificar si era detectado. Nada ocurrió. Esto descartaba a su especie de entre los seres que Adrian deseaba alejar de su cuarto secreto.
Se escucharon pasos y voces provenientes del piso superior que se acercaban a la puerta de seguridad que custodiaba el acceso a la cueva del tesoro. Alguien, seguramente el dueño de casa, pulsó un código de seguridad del otro lado de la puerta, seguido del sonido de los pernos al abrirse, al tiempo que se desactivaban todos los sistemas de seguridad. La extraña comitiva hizo su aparición en el vano abierto por el que entraba la luz del pasillo. Primero entró Adrian, que era tan alto que casi rozaba con la cabeza el marco de la puerta, seguido de Katrina y, por último, su guardián a******o, que miraba de lado y lado con expresión nerviosa.
—Aquí tengo mi nuevo tesoro —dijo Adrian orgullosamente —. Lo guardé en la bóveda hasta saber su valor real, aunque espero que sea lo que aseguraron. Vladimir no tenía documentación del dueño anterior, pero garantizó que se trataba de un patrimonio familiar de más de cuatro siglos. Como te imaginarás, si estuvo en la familia por cuatrocientos años al menos se trata de una réplica antigua.
—No creo que te guste mucho haber comprado una réplica, por muy buena que sea —respondió Katrina mientras se deshacía el nudo de la bufanda color malva.
Su figura era menuda, de huesos finos, pero dotada de un busto generoso para su delgadez. Iba vestida con unos jeans algo sueltos para su gusto, que dejaban entrever unas caderas anchas y un buen trasero. No era la definición de bella, si bien emanaba una energía poderosa que la hacía atractiva. Llevaba el cabello castaño hasta los hombros, bastante lacio, aunque se le hacían unas ligeras ondas en las puntas. La mejor parte del rostro eran sus ojos, grandes y verdes, con chispitas doradas que rodeaban el iris y que contrastaban con las pupilas muy negras. Boca pequeña, nariz perfilada y cejas arqueadas de expresión inteligente completaban el conjunto de la chica. Cameron concluyó que su sangre era definitivamente gaélica y le vino a la mente el huracán que arrasó Nueva Orleans en el 2005. Por un instante, se la imaginó convocando los vientos desde el cielo para lanzarlos con furia sobre aquella ciudad particularmente aderezada con una dosis extra de pecado, mientras su cabello castaño ondeaba en el torbellino creado por su enojo y sus ojos centelleaban de satisfacción con el horror desatado. En realidad, los huracanes no eran más que elementales enfurecidos y, sí, casi siempre eran de energía femenina. Letales e inclementes ninfas de los vientos.
Mientras Katrina recorría la habitación y se plantaba frente al Van Gogh para admirarlo, Adrian abrió la bóveda de seguridad de la cual sacó una caja de metal de un metro de largo y unos veinte centímetros de ancho. La caja tenía un candado de clave numérica que su dueño digitó con rapidez y al instante estuvo abierta.
—Aquí lo tienes, el cetro de Alkaios, phylobasileus[1] de los Aqueos, hijo de Asparteus. Estuve investigando y parece que reinó en el 1200 A.C. por un periodo de treinta y dos años. No hay mucha información sobre él, más allá de que fue un rey del periodo Micénico y que envió a su hijo a la muerte al ponerlo al frente de una incursión contra los hititas.
Con sumo cuidado, Adrian sacó de la caja un cetro de bronce coronado por una punta de cornalina roja, pulida en forma piramidal. Estaba engastada en un metal distinto al del mango, que parecía ser plata, y siete clavos de oro la sostenían al cuerpo del cetro. Rodeando la cornalina, había piedras de jaspe y el mango estaba salpicado de chispas de esmeraldas. De la base a la punta tenía grabadas escrituras que parecían griego a simple vista, aunque algunos de los símbolos no eran reconocibles para Adrian.
Katrina tomó el cetro de manos del hombre y pasó sus dedos delgados por la cornalina.
—¡Esto es algo maravilloso, Adrian, una pieza magnífica! —dijo sin quitar los ojos del cetro mientras recorría sus partes como si acariciase a un amante por primera vez, con fascinación y deseo.
—Me alegra que lo encuentres interesante, pero ¿es griego? —preguntó ansiosamente.
—No puedo leer el texto completo, puede ser un dialecto de alguna tribu griega antigua, seguramente premicénica, y por eso hay algunos símbolos que no concuerdan, por ejemplo, éste —dijo señalando un triángulo coronado por un círculo—. No había visto este símbolo antes, aunque, como te dije, el griego no es mi especialidad y puedo estar equivocada.
Katrina, se acercó el cetro a la cara, porque no traía sus anteojos en el bolso, para apreciar mejor los símbolos grabados en él y empezó a traducir.
—«Kai o ouranós tha anoíxei gia na ríxei ta paidiá tous: Y se abrirá el cielo para dejar caer a sus hijos» …o algo así. Eso es lo que dice en esta parte de aquí—dijo señalando con el índice al texto que se leía alrededor del engarce de la cornalina.
El rostro de Adrian se tornó serio con la traducción y sus ojos negros, generalmente impasibles, se habían tornado inquietos y un brillo refulgía como una llama en su centro.
—Lo pudiste leer completo, por lo que veo —dijo Adrian, mientras se colocaba tras ella para tener un mejor ángulo del cetro y lo que leía Katrina en ese momento.
—Esta parte sí, pero acá abajo no puedo completar la frase. Me faltan dos palabras para que tenga sentido. «Me to kleidí ton dýo pórtes tha anoíxoun: Con una de las dos llaves la puerta se abrirá…» No sé qué es este símbolo, luego dice «móno mía thélisi: Sólo uno volverá. Éna eínai to vasíleio: De uno será el reino» y luego tampoco reconozco este otro símbolo.
Katrina se echó para atrás un rizo que le caía sobre la cara con un movimiento de cabeza y miró a Adrian mientras le devolvía el cetro.
—Creo que eso es todo lo que puedo descifrar —le dijo encogiéndose de hombros—. Pero definitivamente es griego―agregó—, calculo que del mismo periodo que dijiste reinó Alkaios, por lo que es casi seguro que no te estafaron—concluyó soltando una alegre carcajada que no le hizo mucha gracia a su interlocutor.
—Muy graciosa, pero a mí nunca me estafan, querida. Tengo un ojo infalible para las antigüedades y más si son valiosas —se pavoneó Adrian mientras devolvía el cetro a su caja metálica como si se tratase de un bebé a su cuna.
Mientras lo hacía, Cameron pudo leer su pensamiento.
—«Deberías saberlo por experiencia propia».
Así que no era casualidad que estuviera con ella, había algo que la convertía en una joya valiosa para él y seguramente no se trataba del increíble dominio del griego antiguo que tenía la chica. Debía ser otra cosa.
A este punto, Cameron se había recostado cómodamente del rimbombante escritorio Luis XV que dominaba la habitación y miraba con atención la escena que se desarrollaba frente a él. La particular pareja había captado su atención y, definitivamente, necesitaba un cigarrillo para amenizar el momento. Lástima que se encontraba en su forma astral y no podía darse el gusto de fumarse uno, porque hubiera sido el complemento perfecto para la imprevista ruptura de su rutina.
El guardián a******o seguía pegado a su protegida y sólo se apartaba de ella cuando Adrian invadía el campo áurico de la chica. En realidad, el nervioso personaje no debía ser un ánima, porque de ser así podría verlo, y eso lo tenía muy mosqueado. Ninguno de esos tres encajaba en los parámetros de sus respectivas especies, sobre todo el hombre.
Mientras Katrina traducía con muy buen tino la escritura del cetro, notó un rictus en la comisura de los labios de Adrian, una contracción involuntaria. No parecía feliz con lo que la chica leía, como si supiera de qué se trataba el embrollo de las llaves y la puerta y no fuese precisamente lo que deseaba escuchar.
Todo su cuerpo se tensó y sus ojos relampaguearon con un brillo que Cameron ya había visto antes, cuando habitaba en los Círculos Superiores, hacía ya varios milenios.
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[1] En la antigüedad, el Ática estaba dividida en 4 tribus. Cada tribu estaba dividida en tres tritías, a la cabeza de cada tribu se hallaba un phylobasileus: "rey de la tribu".