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2320 Words
Cameron estaba recostado en su cama con la laptop sobre las piernas y la mente en blanco. No tenía idea de cómo acercarse a la chica con nombre de huracán y la ocurrencia de Miranda de arreglarle un neumático le parecía ridícula, un cliché de los novelones a los que se había vuelto asidua. Además, primero tendría que pinchárselo, aunque eso no era problema. Prefería averiguar algunos intereses de Katrina y ver por dónde le entraba, para no estropearlo todo. ¡Qué pena no poder robarle los pensamientos y depender de que los tuviera para leerle la mente! Ese poder en particular nunca lo tuvo, porque estaba asociado con el lado oscuro y las entidades negativas, demonios, elementales y algunos ctónicos. Por supuesto, su hermano lo dominaba a la perfección y lo utilizaba para su conveniencia cada vez que se exponía en el plano físico y algún mortal veía o experimentaba más de lo debido, generalmente tras tener sexo con él, su deporte favorito. Cerró la portátil y notó que empezaba a amanecer a través de la ventana en forma de arco de su cuarto. La luz que se colaba por los cristales era impresionantemente bella, con delicados tonos naranjas que poco a poco se iban convirtiendo en claridad. Entre las pocas cosas que le gustaban de su destierro estaba disfrutar de lo que era común para los mortales, incapaces de ver las maravillas que el Hacedor había creado para ellos. Y no se trataba únicamente del libre albedrío, eso era un premio de bienvenida, «puntos extra» del plan de fidelización a su reino. Los había rodeado de magia en constante movimiento, de creación en progreso, los había envuelto en la Vida. A ratos entendía la amargura de su hermano ante semejante preferencia y su rabia por todo lo que oliese a mortal. Pensó en la oscuridad absoluta del Inferos y las tinieblas permanentes que rodeaban a los recluidos, al frío eterno al que fueron condenados y que se les metía en el cuerpo, destrozando poco a poco su materia. No sabía de dónde el retorcido de Dante se había sacado que te freías en el infierno, cuando en realidad era un plano gélido, poblado de sombras.  Quien le sembró en el cerebro la idea del Inframundo no quería que supiera cómo eran en realidad las cosas. Así como el reino del Hacedor estaba lleno de luz creadora de vida, el Inferos lo estaba de la oscuridad que la destruye, un completo agujero n***o. Puesto en pie, se sacó por la cabeza el jersey con el que llevaba más de veinticuatro horas, dispuesto a darse un mundano e innecesario baño de agua caliente. Desmaterializó el resto de su ropa y caminó desnudo hacia la ducha, que se encontraba dentro de una habitación austera de aire industrial, separada del cuarto por una puerta de granero corrediza.  Al igual que el resto del apartamento, el piso era de cemento pulido color gris, mismo material que revestía las paredes de la ducha estilo riad. Se reflejó en el amplio espejo sobre el mostrador del lavamanos y notó que no tenía muy buen aspecto. No le hacía falta dormir, pero sí necesitaba regenerarse, porque estaba en un cuerpo físico, inmortal, pero de carne y hueso. Tenía algunas modificaciones para ayudarlo a sobrellevar la vida en el plano terrenal, como la rápida regeneración del tejido y la ausencia de dolor cuando sufría heridas. Nunca le daba ni un resfriado y tampoco era necesario que se alimentara por la vía regular, si bien su cuerpo absorbía perfectamente las moléculas de los alimentos. Algunos de sus congéneres bebían como cosacos, porque el licor les adormecía los sentidos y les hacía más llevadero el tiempo que pasaban lejos de los Círculos Superiores, pero él prefería el cigarrillo. Cuando inhalaba el humo de su pequeño vicio se imaginaba que al soltarlo las volutas lo llevaban al Quinto Cielo y recorría con la memoria las estancias en las que había habitado por muchísimo más tiempo del que llevaba en la Tierra. Era su hogar. Si fuera posible, diría que estaba cansado, pero esa sensación no se encontraba entre las que podía experimentar, por lo que concluyó que estaba hastiado, esa sí que tenía cabida en su situación actual. Suspiró profundamente y dejó que sus tatuajes se mostraran bajo la luz de la lámpara de metal sobre su cabeza, mientras su aura irradiaba energía incandescente y desplegaba sus alas en toda su envergadura, tan enormes que tocaban el techo y ambos extremos del baño. Su sello angélico dominaba verticalmente el lado izquierdo del cuello, tatuado con mixtura de sangre de dragón y polvo de turmalina, y en el antebrazo derecho portaba un conjuro de protección. Tenía pocos para su rango y condición, pero siempre había sido conservador, hasta con las marcas que identificaban a su estirpe desde el inicio de los tiempos. Sam, sin embargo, era un muestrario de tatuajes. Llevaba fórmulas mágicas e invocaciones sobre toda la parte superior de su cuerpo, oraciones de poder al Hacedor y mantras de protección contra los enemigos. La mezcla de sellos y oraciones era impresionante e intimidaban al más valiente con solo verlos, porque irradiaban poder y se movían sobre su cuerpo con voluntad propia, en una danza hipnótica. Para los que tenían oído paranormal, era posible escuchar los hechizos y oraciones en lenguaje angélico, como un cántico rítmico y hermoso. Se dio un rápido duchazo y materializó ropa limpia sobre su cuerpo. La verdad que no había mucha diferencia con lo que vestía el día anterior, su paleta de colores era limitada y estaba siempre entre el blanco, el n***o y el gris. Un poco aburrido, concluyó. Se sentó en la isla de la cocina e hizo uso de sus poderes paranormales para servirse un vaso de leche de soya, mientras se reía de sí mismo y su afición por la comida vegetariana, muy snob de su parte, pues había vivido épocas en donde un guerrero respetable debía comerse una vaca entera sin siquiera eructarla. Ahora le apenaba pensar en los animales.  Cuando les llegaba su hora final en los mataderos y se quejaban angustiosamente al presentir la muerte, podía escucharlos con claridad desde cualquier confín de la tierra en el que se sacrificara un animal. Lo torturaba tanto su clariaudiencia, que apagaba el interruptor para no enloquecer. Por lo visto, tenía razón Miranda. Se había humanizado más de la cuenta y eso seguro no era lo mejor para alguien como él. —Bueno, hora de trabajar, ya tuve mi dosis de auto compasión del día —se dijo en voz alta mientras creaba una esfera de búsqueda con un movimiento de mano. En ella se veía la Tierra desde la estratósfera y se concentró en Katrina para ubicarla. Recordó el aroma de su cabello castaño y rápidamente apareció dentro de la esfera que tenía frente a él, caminando por la calle con paso apurado. Llevaba una gabardina gris sujeta a la cintura con un cinto del mismo color y una pañoleta lavanda en torno al cuello. Su abultada mochila negra se movía rítmicamente sobre la espalda al compás de su rápido andar y llevaba un vaso humeante de café en su mano derecha. El guardián a******o no estaba por ninguna parte, raro pensó, porque la noche anterior no se le despegaba. —A ver, Katrina, qué estás pensando… Cerró los ojos y una avalancha de imágenes golpearon el tercer ojo de Cameron. ¡Vaya si estaba confundida! Hubiera querido no tener acceso a ciertos pensamientos en particular, pero no tuvo tiempo de filtrarlos antes de que entraran como una tromba en su mente. Una buena parte de las cavilaciones de la chica giraban en torno a su encuentro s****l con el hombre del aura azul, Adrian Sanders.  Cameron arrugó el ceño al sentir un extraño estremecimiento recorriendo el cuerpo de la chica, una sensación que no podía identificar. Se sentía como una oleada de calor, seguida de una contracción en el estómago y agitación de la respiración. Su corazón tenía una arritmia, pero no percibía daño físico o algún tipo de dolencia en ella. Le ardieron las mejillas y dio un sorbo al café caliente, tomando el vaso de cartón con las dos manos.  —Se llama excitación—dijo una voz femenina a sus espaldas—. La gente se pone caliente. Cameron giró para encontrar tras de sí a una chica delgada de unos veintitantos años, con el cabello corto estilo garzon y un atuendo de cuero n***o que la hacía parecerse a la protagonista de Matrix, sólo que rubia. —Hola, Samsara, qué gusto que irrumpas en mi casa sin aviso. ¿Qué te trae por aquí? Pensé que estabas atrapada sin salida en un camafeo—. Cameron no parecía feliz de verla. La chica se le acercó y pinchó la esfera con un dedo, desmaterializándola. —Vengo a ayudarte, guardián, porque tus habilidades con los humanos son muy limitadas. Miranda me liberó para que te echara una mano con la misión «Chica Dorada». —Su nombre es Katrina —acotó con sequedad —y no necesito tu ayuda. Bien puedes regresar por donde viniste. Eres un dolor de cabeza y la verdad no me apetece tenerte cerca —agregó mientras señalaba la puerta en señal de que se fuera. —Estamos de malas—dijo Samsara con un mohín en la boca—. ¿Añoras tu hogar, mi ángel venido a menos? Los ojos de Cameron se encendieron con un brillo feroz que dejaba ver la poca gracia que le hacía el comentario sarcástico de su inesperada visitante. En un intento por no dejar que su energía se dispersara en forma de rayos por toda la cocina, volvió a materializar la esfera para ver a Katrina en su camino al trabajo. En esta ocasión, tuvo el cuidado de desechar los pensamientos de energía de baja vibración, para no seguir viendo lo que no quería ni entendía. Samsara parecía divertida con la situación y se colocó al lado de Cameron, al que malamente le llegaba por debajo de los hombros.  —¡Vaya revolcón que le dieron!—dijo abanicando la mano como si apagara un fósforo—. ¡El tipo ese es un ejemplar magnífico! ¿Ya averiguaste de dónde salió?, porque ese aura no tiene un pelo de humana. —No, no sé de donde salió ninguno de los dos, me toca sonsacar a la chica, que parece tiene poderes poco tradicionales y tal vez en su subconsciente sepa con quien se mete en la cama—. Cameron cerró la esfera con un movimiento de muñeca y se dio la vuelta para quedar frente a Samsara. —¿Y se puede saber cómo vas a ayudarme? —le dijo cruzándose de brazos y apoyando el peso del cuerpo sobre su pierna derecha, en actitud retadora. —Pues, para empezar, puedo ir a visitar la galería de arte del tal Adrian Sanders.  ¿Sabías que tiene una? Antique Arts Gallery, bastante reconocida, por cierto. Comercia con todo tipo de piezas, pero se especializa en arte antiguo. Samsara lo miraba con satisfacción, demostrando que había hecho la tarea antes de venir a verlo sin anunciarse y sacarlo de quicio con su presencia. La verdad que Cameron nunca la había tolerado, porque generalmente venía tomada de la mano con el Caos y le tocaba a él arreglar los entuertos que desencadenaba. Pero esta vez lo ayudaría, se lo debía. —¿Cuál será tu excusa, princesa? Con esas pintas nadie va a creer que te interesa el arte. —Eso no es problema, Gargamel —dijo la chica con cara de asco, mientras cambiaba su atuendo con un chasquido de dedos.  En lugar del traje de cuero n***o, ahora llevaba una falda plisada beige y una chaqueta de tweed ceñida al cuerpo, botas de tacón y unos lentes de moldura de carey.  Espigada y elegante, cualquiera diría que se trataba de una rica heredera en busca de una pieza de arte interesante para añadir a su colección privada.  Lástima que siguiera viéndose demasiado joven, a pesar del maquillaje y el collar largo de perlas. —Suerte con el semental—le deseó Cameron mientras le hacía un gesto de que se marchara con la mano.  Samsara se subió los anteojos con el dedo corazón para disimular una seña obscena y, cruzando los brazos, se marchó tal cual había llegado. Una vez solo, Cameron trató de sacarse de la cabeza las imágenes que le habían llegado de la mente de Katrina. Jamás había tocado otro cuerpo con el suyo, a menos que fuera durante una batalla para matarlo, golpearlo o algo parecido, así que no podía entender cómo la gente era capaz de mezclarse de esa manera, de invadir sus campos áuricos y traslaparlos, contaminando su energía con la del otro. Sabía que algunos de los suyos lo hacían todo el tiempo y había escuchado historias sobre el éxtasis al que podía llevarte este tipo de encuentros, pero nunca lo había experimentado por sí mismo ni se creía capaz de hacerlo. También estaban los íncubos y los súcubos, vampiros de energía que se alimentaban de otros mientras tenían relaciones sexuales y los dejaban secos como una naranja después de exprimida. Ni lo uno ni lo otro le entraba en la cabeza. Esta misión iba a ser un reto para él, si lo único que iba a salir de la mente de esa chica eran escenas de sexo desenfrenado con el tal Sanders. ¿Y si Miranda tenía razón y llegaba a gustarle su apariencia? Tampoco quería saber lo que Katrina deseara hacerle a él, so pena de explotarse ante la sola idea de ser tocado con semejante alteración de la energía. «Definitivamente, no tengo habilidades terrenales» —pensó—. «No sé qué hago en este plano, estoy más jodido de lo que suponía».
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