Cuando Raed llegó en la entrada, el recepcionista lo miraba con la misma mezcla de curiosidad y recelo. Raed no le dijo nada; salió directo hacia su auto.
Al encender el motor, notó un vehículo estacionado a lo lejos, demasiado discreto para ser casual. Frunció el ceño. Su instinto de depredador no fallaba: alguien estaba vigilando. Pensó en Flavio. ¿Sería capaz ese idiota de mandar a alguien a seguirla?
La respuesta, para él, era obvia.
Deslizó la mano bajo el asiento y sacó su pistola cromada, un arma de alto calibre que reflejó las luces de la calle. Condujo hacia el costado del auto sospechoso, se bajó y, sin dudar, apuntó al hombre que estaba dentro. Este apenas alcanzó a soltar el cigarrillo de los labios cuando escuchó la voz helada del juez:
—¿Quién eres? ¿Qué haces aquí? Habla, o aquí mismo te dejo derretido como una vela.
El hombre levantó los brazos, aterrado.
—S-señor… soy guardaespaldas de la señorita —balbuceó—. El señor Volkanosky paga mis servicios. Debo mantener distancia, eso es todo.
Raed apretó la mandíbula.
—Baja del auto. Y rápido. Con quién más estás… dame pruebas de lo que dices, o te juro que voy a matarte por rufián.
El hombre obedeció, temblando.
—Mi teléfono… podemos llamar a Volkanosky. Él se lo confirmará.
Raed le hizo una seña con la pistola. El sujeto marcó un número en el que aparecieron las iniciales de “V.”. Segundos después, una voz ronca contestó desde el bullicio de la mansión.
—¿Qué pasa, Azulejo? ¿Sucede algo con mi hija?
El juez bajó el arma con lentitud, acercándose al oído del guardaespaldas.
—Dile que marcaste por accidente.
El hombre obedeció sin pestañear.
—Disculpe, señor, se activó el teléfono por error. Todo está en orden.
Del otro lado, Volkanosky lo regañó con furia y colgó.
Raed, ahora más calmado, guardó su arma y lo miró como si nada.
—Escúchame bien —dijo con una frialdad gélida—. Si algo pasa aquí, aparte de Volkanosky, me llamarás a mí. ¿Entendido?
Le dictó su número y se lo hizo guardar en el teléfono.
—Sí, señor —respondió el guardaespaldas, recuperando un poco el color.
Raed le palmoteó el hombro como si fueran viejos conocidos. Luego subió a su coche y se marchó. En su mente había una certeza que lo endurecía: Flavio no era la única amenaza. Y si cualquier hombre, ya sea un guardaespaldas o el mismo Flavio, osaba faltarle el respeto a Catrina, no dudaría en arrancarles los brazos con sus propias manos.
Pero las horas pasaron, y llegó el día siguiente. Catrina despertó a media mañana. La luz se filtraba en ráfagas por las gruesas cortinas de lino, pero la habitación se sentía como una mazmorra. La cabeza le latía como un tambor de guerra, cada pulso un recordatorio cruel y doloroso de lo que había hecho la noche anterior. El recuerdo del beso, una mezcla de furia, vino y deseo, era una espina clavada en su memoria.
Con movimientos pesados, tanteó sobre la mesa de noche hasta encontrar un vaso con agua y una pastilla. La tragó sin preguntar siquiera qué era; su única preocupación era acallar esa punzada insoportable. Se quedó quieta unos segundos, esperando un alivio que no llegaba, y luego se obligó a levantarse. Su cuerpo se sentía como si lo hubiera arrollado un camión.
El agua caliente de la ducha se deslizó por su cuerpo como un bálsamo imperfecto. Cerró los ojos y apoyó la frente contra los azulejos fríos. El eco de sus palabras, sus provocaciones, su beso, resonaban en su cabeza.
—Eres una idiota alcohólica de mierda —murmuró, golpeando con la mano abierta la pared.
El eco de sus palabras la hizo estremecer. No era la primera vez que cometía una estupidez bajo los efectos del alcohol, pero aquella… aquella era insuperable. Recordaba con una claridad punzante los besos. Sus labios buscándolo. La manera en que Raed, ese alemán arrogante y distante, había respondido con una furia tan contenida, una frialdad que dolía más que una bofetada.
Un hombre prohibido. El hermano de Celine, la futura esposa de su padre. Todo en esa ecuación estaba mal. ¿Qué podía ofrecerle él? Nada más que esa estampa helada, tan imponente como irritante. Y, aun así, algo dentro de ella se encendía cada vez que lo recordaba. Un deseo que luchaba contra la lógica, una atracción que la aterraba.
Se envolvió en una bata ligera y bajó las escaleras descalza, siguiendo el olor a especias. En la cocina, Florinda lavaba unas verduras, con su delantal floreado y el cabello recogido en un moño apretado. Aquella imagen hogareña le arrancó una sonrisa a Catrina, un oasis de normalidad en medio de su caos interno.
—Nana… —dijo con voz perezosa, apoyándose en el marco de la puerta—. Tengo hambre. Algo que me devuelva el espíritu. Dame de comer o moriré.
Florinda volteó de inmediato, clavando en ella una mirada severa.
—Voy a alimentarte, sí, pero lo que no voy a permitir es que vuelvas a dar semejante espectáculo, Catrina. —Su tono era firme, como cuando la reprendía de niña—. El señor Richter tuvo que subirte en brazos como si fueras una muñeca. ¡Qué vergüenza! Una señorita de tu educación, una mujer de negocios, apareciendo ebria como un papel arrugado.
Catrina se encogió de hombros, fingiendo indiferencia, aunque por dentro ardía de vergüenza. Se dejó caer en una de las sillas del comedor, y con un gesto teatral dijo:
—Nada, nada, fueron unas copitas de más. Además, ¿de qué te quejas? El alemán tiene bastante cuerpo y temple para cargar esta flor. No creo que se le haya cansado ni siquiera un músculo.
El sonrojo se le escapó sin remedio, recordando fugazmente el roce de sus brazos fuertes al sostenerla. La piel de gallina se le erizó en el cuello.
Florinda suspiró y dejó el cuchillo sobre la tabla, apoyando las manos en la cintura.
—No tienes remedio, Catrina. Cumples años, pero no maduras. Algún día, niña, esa boca ligera tuya te va a meter en problemas más grandes que los que puedes manejar.
Catrina rió bajito, pero no pudo borrar la imagen de Raed depositándola en la cama, serio, distante… y sin embargo tan presente que la hacía sentir observada todavía.
Mientras comía lo que Florinda le sirvió, la cocina parecía un refugio cálido. Pero en el fondo de su mente, la vergüenza y la atracción se mezclaban como una resaca aún más difícil de curar que la del alcohol. Sabía que había cruzado una línea, que había despertado algo en Raed que no podía controlar. Y la pregunta que la atormentaba era:
¿qué haría él ahora que había probado su veneno?
Pero Catrina no salió en todo el día. Su apartamento, usualmente un templo de orden y control, se había convertido en su celda. La luz filtrándose en ráfagas por las gruesas cortinas de lino solo servía para acentuar el martilleo en su cabeza. La resaca era un castigo físico, pero la vergüenza, una tortura silenciosa, era lo que realmente le quemaba el alma.
El malestar no cedía con nada, y eran pasadas las tres de la tarde cuando al fin se sintió mejor. Se dispuso entonces a coser el vestido que preparaba para su abuela Lucinda, para la boda de su padre. Con la aguja en la mano, se sentó en su mesa de trabajo, pero sus dedos se pinchaban una y otra vez con los alfileres. La voz, los ojos y hasta el perfume de Raed no se iban de su mente. Cada puntada era un recordatorio de lo que había hecho la noche anterior.
El recuerdo siempre volvía: como si el viento que entraba por la ventana susurrara su nombre. Raed. La imagen de sus labios sobre los de ella, el sabor a furia contenida, la dureza de su cuerpo… todo era tan vívido que la hacía estremecer.
Así permaneció, sumergida en su soledad, hasta casi las ocho de la noche, cuando Florinda golpeó la puerta de su estudio.
—Niña, tienes visitas.
Catrina pensó que sería su tía Tamara o su abuela Lucinda. Nadie más solía visitarla. Ella era una mujer solitaria, fría, amante del control, porque sabía que cualquier cosa podía quebrarla y no estaba dispuesta a llorar ni por hombres ni por vanidades.
Pero al abrirse la puerta no encontró a ninguna de ellas. Era Raed. Su presencia llenó el pasillo, su cuerpo una sombra imponente. No llevaba traje, sino ropa cómoda, las manos en los bolsillos, la mirada arrogante. Parecía que había invadido su santuario personal.
—¿Cómo estás de la resaca? —dijo con sorna, sus ojos de hielo escudriñando su rostro—. Vine a asegurarme de que sigues viva, que no te envenenaste anoche.
Las mejillas de Catrina ardieron. Recordaba los dos besos: uno en el auto y otro en su cama. Y si ella los recordaba, él también lo hacía, aunque la ebria hubiese sido ella. El solo pensamiento la llenó de una ira renovada.
—Estoy bien… nada que no quite una buena limonada con lágrimas —murmuró, volviendo a hundirse entre telas y patrones, tratando de ocultar sus nervios. Pero para Raed eran tan evidentes como el hilo que cosía.
Él se dejó caer en una silla, la invadió con su presencia. Tomó uno de los libros que descansaba en la mesa y arqueó una ceja.
—"La chica de servicio", de Megan Maxwell. —Dijo el título en un perfecto ruso, el acento extranjero dándole un toque más ridículo—. Vaya, eres una mente sucia, volkanoski. Quizás por leer estas cosas intentaste abusar de mí anoche. Pero debo aclararte algo: no soy un hombre fácil. No me dejo domar por una mujer que solo confiesa sus deseos cuando está ebria. Dime, Catrina… ¿me deseas? ¿A este nazi?
Lo dijo con una sonrisa burlona, clavándole su mirada helada. Era una provocación tan directa y brutal que la hirió en lo más profundo de su orgullo.
Catrina se levantó de golpe, la aguja aún en su mano, lista para la batalla.
—¿Qué pasa, Richter? ¿Nunca una mujer quiso poseerte y ahora te intimida que yo lo hiciera? Si viniste a reclamarme por dos simples besos, pierdes el tiempo. Cuando bebo hago estupideces, pregúntale a Florinda que ya me regañó temprano.
—¿Me estás diciendo que entregas tus besos a cualquiera cuando estás borracha? —replicó él, su voz se endureció, con un dejo de celos ocultos bajo la arrogancia—. Qué lástima, pensé que eras especial… o que yo lo era.
—Aquí lo único especial —contraatacó ella, su voz una navaja— es que tu hermana se casa con mi padre. Tú y yo debemos llevarnos bien para que esta familia florezca.
Raed la escuchó en silencio, con esa indiferencia que la exasperaba. El desinterés en su rostro era una burla. Hasta que se levantó. El juego había terminado.
Cruzó la habitación con paso firme, el sonido de sus botas contra la madera resonando como un tambor de guerra. Se sentó en el borde de la cama y, de pronto, alzó su brazo musculoso. Su mano se cerró con suavidad, pero con una firmeza de hierro, en torno al cuello de Catrina. Su aliento cálido le rozó el oído.
—Todavía no se me va la imagen… ni el deseo de cortarte la lengua —susurró con su voz grave, una amenaza que no necesitaba ser pronunciada en voz alta—. No vuelvas a probar una gota de alcohol mientras yo esté en Rusia, o pagarás las consecuencias.
Entonces la besó. Un beso largo, ardiente, que no le pidió permiso. Fue una toma, una posesión. Ella quedó paralizada, sin saber si odiarlo o rendirse a la furia que la recorría. Cuando por fin se apartó, le mordió el rostro, dejando una marca en su mejilla. Un reclamo, un castigo.
—No juegues conmigo, Catrina. Mi paciencia desapareció.
Y antes de que pudiera responder, se levantó como un pura sangre orgulloso y salió de la habitación. Dejó a Catrina ardiendo en deseo y furia, con una marca en la piel. Aquel cretino imposible de ignorar había vuelto a invadir su vida, y esta vez, había dejado una prueba innegable.