La Hambre de un Juez

1277 Words
El silencio de su apartamento era tan frío como el aire de la calle. Catrina durmió poco esa noche. Se sentía vacía, como si la noche anterior no hubiera sido una cita, sino una confirmación de su soledad. Las palabras de Evan la perseguían. "Catrina, aquí un oficial me dijo quién es tu padre… yo no quiero problemas de ese calibre, por eso agradezco mucho que aceptaras salir conmigo, porque en serio me gustas, pero no puedo verte más. No después de esto." El eco de la llamada le taladraba los oídos. La decepción era un veneno lento que se le metía en el alma. Quiso gritar, gritar por tener aquel apellido maldito, por pertenecer a un mundo que la condenaba al aislamiento, que le arrebataba la normalidad, una y otra vez. Pero no lo hizo. La rabia, como siempre, se enquistó en su interior. Se levantó con la misma frialdad que la había acompañado toda la noche, su rostro inexpresivo como la nieve de las montañas rusas. No desayunó. No saludó a nadie en La Tejedora. Era un manojo de decepción, pero su coraza de hierro, que llevaba tres años fortaleciendo, no se resquebrajó. Al mediodía, el momento de ir a la mansión de los Richter llegó como una sentencia. Su tía Tamara habló casi todo el camino, pero Catrina apenas y la escuchó. Su mente, de forma inconsciente, se preparaba para la inevitable confrontación. Se recordaba a sí misma que los hombres, buenos o malos, no eran más que meros accesorios en su vida, peones en el juego de poder de su padre. La mansión de los Richter se sentía como un sepulcro de lujo. El silencio, la opulencia, todo estaba perfectamente ordenado. Catrina se dirigió al salón principal, donde se encontraba el maniquí con el vestido de Celine. Su único propósito era el vestido. El único lugar donde podía ser ella misma, la Maestra Tejedora, era con hilos y agujas. Sus dedos, ágiles y precisos, se movieron con una concentración que le permitía silenciar el caos de su mente. Cosía pequeñas perlas en el encaje, cada puntada un acto de control. El vestido parecía hecho para una portada de revista de reinas, un símbolo de la perfección que ella buscaba, pero que no podía encontrar en su propia vida. De repente, una presencia. No un sonido, no un susurro, solo la certeza de que no estaba sola. El aire se hizo más pesado. Raed. Su arrogancia se anunciaba con su sola existencia. La inmovilidad de Catrina era su única respuesta. Él, con las manos en los bolsillos, se acercó lentamente, su voz profunda rompiendo el silencio. —¿Dónde está Celine? —preguntó a la espalda de Catrina, su mirada de hielo clavada en la nuca de ella. —Buenas tardes, Raed —respondió Catrina con la misma voz neutra de toda la mañana, sin voltearse—. Ellas salieron por unas zapatillas. Regresarán pronto. Raed entendió. La Tejedora había quedado sola en la mansión. Su sonrisa se afiló. Esta era su oportunidad. Con pasos lentos y silenciosos, se acercó a ella hasta que su imponente altura invadió el espacio personal de Catrina. Se detuvo justo detrás de ella. Pudo oler el perfume a seda y jazmín, y el dulce aroma de su piel. El pulso se le aceleró. —¿Quieres sentir a un hombre, Catrina? —susurró, su aliento cálido rozando la nuca de ella—. Por eso aceptas cenas con hombres que no se atreverían a tocarte. ¿Por qué quieres a un hombre bueno si uno como yo te puede hacer gritar de placer en el mismo infierno? Catrina se estremeció. Su mente, por un segundo, se sintió como un papel arrugado. El roce de su voz, la cercanía, la promesa implícita de una pasión tan oscura como la de él. Pudo sentir las manos de Raed rodear su cintura, con la firmeza de un depredador que ya tiene a su presa. Una mano en cada cadera. El contacto la paralizó, una mezcla de miedo, disgusto y una punzada de un deseo salvaje y prohibido que la hizo temblar. Pero entonces, su mente se recompuso, fría como el hielo que él decía poseer. Recordó el informe que había leído. "Raed Richter. Soltero. Cero relaciones formales. Un depredador que utiliza su carisma y su poder para obtener lo que desea. Las mujeres, para él, son meros adornos". Esas palabras se convirtieron en su armadura. No se iba a derretir, no se iba a romper. Él no era más que un hombre, un tipo de hombre que ella ya conocía bien. —No es eso, Raed —dijo, su voz tan firme que la sorprendió a sí misma—. Los hombres son meros adornos. Un apellido con deseos. Y creo que yo soy como ustedes: también estoy llena de deseos, pero no de algo, sino de mucho… de más de lo que se debe conocer y poseer, tal vez. Soy una mujer poderosa, Raed, y nada inofensiva. Por eso siempre declaro y peleo mis guerras. Y como le dije a Flavio, estoy hambrienta por volver al juego, por tener quizá algunos amantes antes de que me vuelvan a condenar con otra farsa, otro matrimonio por negocios. La respuesta fue larga, directa, un cuchillo lanzado con la precisión de un maestro. Raed sintió que una fiera se despertaba dentro de él. La rabia pura le apretó el corazón. Mientras Catrina le hablaba, él apretó sus caderas con más fuerza. Pero ella no le dio la satisfacción de mostrar debilidad. No se movió. No volteó a mirarlo. Su cuerpo, inmóvil bajo su agarre, era una fortaleza que él no podía penetrar. —Interesante —dijo Raed, su voz grave y cortante. Sus palabras se cortaron. Escuchó la puerta y los pasos. Su hermana había llegado. Él la soltó al instante, como si fuera una brasa que le quemaba las manos, y se retiró de ella. Cuando estaba al otro extremo del salón, sirviéndose un whisky, las mujeres entraron con paquetes. Catrina volteó con una sonrisa, las mejillas apenas sonrojadas, y sin un ápice de nerviosismo. Inspeccionó cada una de las zapatillas como si su único pensamiento en el mundo fuera el zapato correcto para el vestido. Raed se tomó el trago de golpe y se fue a su habitación, sintiendo un infierno por dentro. Se dejó caer en el sillón de su despacho, el whisky ardiendo en su garganta. Su mente estaba en un torbellino. Había creído que la tenía. La había acorralado. La había tocado. Pero ella, sin moverse, sin mirarlo, lo había humillado. Lo había reducido a una simple pieza más en su tablero, un "adorno". ¿Qué quieres de un hombre? ¿Qué deseas de mí? El Juez, el hombre que controlaba la vida y la muerte, se sintió impotente. Ella le había hablado de un hambre que él no entendía. Un hambre de poder, de conocimiento, de posesión. No era un deseo carnal lo que ella buscaba, sino algo más profundo. Y él lo tenía. Él era el poder. Él era el conocimiento. Él era la posesión. Se levantó de un salto, la cabeza le daba vueltas con la nueva certeza. La batalla no era por su cuerpo, sino por su mente. Ella le había dicho que quería un juego. Él se lo daría. Pero sería su juego. El matrimonio de Celine, las alianzas de la familia Volkanosky… todo se disolvió en el silencio de su habitación. La única verdad, el único motor de su vida en ese momento, era la mujer que acababa de desafiarlo. “Dímelo, Catrina. ¿Qué quieres? Dímelo, y te lo daré.”
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