Dicen que algunas vidas empiezan como maldiciones, pero la de Catrina Volkanosky fue una paradoja desde su primer aliento. Nació en el gélido frío ruso, en una Nochebuena marcada por la sangre y el llanto.
La mansión de mármol y oro de los Volkanosky, siempre tan silenciosa y hermética, esa noche se convirtió en el escenario de un drama tan antiguo como la vida misma. Cornelia Vaiden, la mujer del capo, una letal creadora de venenos, se aferraba a la vida con un grito ahogado. El aire olía a pino recién cortado, a sangre y a un perfume de lilas que se diluía en la agonía. Murió en un torbellino de gritos que nadie en aquella casa se atrevió a escuchar. Dejó tras de sí un vacío inmenso, un perfume metálico de dolor y una criatura diminuta que lloraba como si llamara a la muerte de regreso.
En el salón principal, el árbol de Navidad parpadeaba con luces doradas que se reflejaban en los ojos de un hombre roto. Can Volkanosky, el capo más temido de la mafia rusa, ese al que sus enemigos llamaban el "Tigre de Moscú", cargó por primera vez a su hija. Sus manos, que habían empuñado pistolas y destrozado vidas, temblaban. Nadie en aquella mansión de mármol lo había visto llorar jamás. Pero esa noche, bajo las luces festivas, lo escucharon desgarrarse en sollozos. Perdió al amor de su vida, a su cómplice perfecta, y ganó a una hija que, desde su nacimiento, se llevó lo más valioso que tenía.
Entre lágrimas que caían sobre el rostro diminuto de la pequeña Catrina, Can le susurró:
- Te bautizo como ella... como la Catrina, mi dulce calavera. Mi única herencia.
Su rostro se endureció, sus ojos se hincharon por el llanto, y una herida invisible se abrió en su corazón, una herida que la niña, por el resto de su vida, cargaría como una doble condena: amada como el último tesoro de su padre, odiada en silencio por haberle arrebatado a su madre.
La infancia de Catrina transcurrió entre los muros de la mansión, un palacio de cristal que se sentía como una jaula. Apenas veía a Can, siempre ausente, hundido en negocios oscuros y en el alcohol. Su vida era una sombra que se movía por los pasillos a la madrugada, volviendo de alguna trampa o de una fiesta interminable. Pero Catrina no estaba sola.
Su abuela Lucinda, elegante y frágil, la cuidaba con un amor cauteloso. En sus ojos cansados se veía la historia de una vida quebrada por obedecer siempre a los hombres de la familia. A menudo le susurraba:
- Eres la sangre de mi sangre, mi niña. Pero debes ser fuerte. Este mundo no perdona la debilidad.
Para Lucinda, Catrina era un recordatorio constante de su propia sumisión, un espejo que le devolvía el rostro de una niña que, como ella, había nacido para ser amaestrada.
Su tía Tamara, apenas tres años mayor, se convirtió en hermana y compañera de juegos. Crecieron juntas, inseparables, cómplices desde la niñez. Tamara, con su espíritu rebelde y risueño, era el único rayo de sol en la fría mansión.
- Vamos, Cat, a los jardines. Que el viejo Can no nos vea.
Solía decir. Eran sus pequeñas escapadas a la libertad, a jugar a las princesas en un mundo donde el cuento de hadas siempre terminaba en tragedia.
Can, pese a todo, nunca dejó de proveerles lo mejor: educación de élite, lujos y seguridad. Pero su amor se demostraba solo en forma de regalos caros o en la sombra de los guardaespaldas que vigilaban cada paso de la niña. Como un padre ausente, se aseguraba de que su hija tuviera todo menos su presencia.
En las noches silenciosas, cuando el eco lejano de los disparos llegaba desde alguna calle de Moscú, Lucinda solía mirar a su nieta. La observaba dormir, con la luz de la luna bañando su rostro inocente. "Esta criatura...
", pensaba para sí, "está destinada a algo más grande… o más terrible."
Porque Catrina, desde pequeña, no era como las demás. Había en ella una fuerza silenciosa, una rebeldía contenida, como si la vida y la muerte se hubieran dado la mano en su nacimiento para moldear su destino. Aunque en su sonrisa parecía frágil, en su mirada azul —grande, intensa, casi desbordante— ardía un fuego imposible de ignorar.
La hija de la Nochebuena había llegado. Y con ella, comenzaba a tejerse la telaraña de una historia que nadie podría detener. La tejedora, aún sin saberlo, ya estaba en el juego.
Catrina cumplió dieciocho años con la misma mezcla de orgullo y rebeldía que la había acompañado desde niña. Había aprendido a sonreír en cenas de gala, a comportarse como la hija de un capo temido, y a moverse con la elegancia que su abuela Lucinda le había inculcado. Pero en su interior, seguía siendo distinta. No soñaba con coronas ni alianzas que la ataran a un trono. Soñaba con ser dueña de su propio destino, de una vida donde las decisiones fueran solo suyas.
Esa ilusión de libertad se quebró la tarde en que su padre, Can Volkanosky, la llamó a su despacho. El lugar siempre había tenido un aire solemne, cargado con el humo de sus cigarros y el olor metálico de las armas que custodiaban las paredes. Catrina se sentó frente a él, sus manos entrelazadas sobre las rodillas, con la premonición de que lo que fuera a escuchar cambiaría su vida para siempre.
—Hija… ha llegado el momento —dijo Can, con la voz grave, casi apagada—. Los negocios requieren de lazos fuertes. No siempre se cierran con dinero o balas… a veces, se sellan con sangre y apellido.
Los ojos azules de Catrina brillaron, pero no de emoción, sino de una desconfianza que ya le era familiar.
—¿De qué me hablas, papá?
—De tu matrimonio —respondió él con una naturalidad pasmosa, como si hablara de un contrato cualquiera—. Te casarás con Flavio D’Arsène, el heredero de una familia francesa con la que necesitamos consolidar nuestras alianzas en Europa. Es apuesto, educado y, lo más importante, su linaje nos abrirá puertas que no podemos comprar. Será un buen socio.
La rabia le recorrió el cuerpo a Catrina como un veneno lento. El control que había aprendido a ejercer se resquebrajó por un instante.
—¿Y si yo no quiero? —preguntó con una voz tan fría que podría haber congelado el humo en el aire.
Can la miró fijamente. En sus ojos había un rastro de cariño, pero también la dureza de un hombre que no estaba dispuesto a negociar.
—No se trata de lo que quieras, Catrina. Se trata de lo que necesitamos. Así funciona este mundo. Un sacrificio por el bien de la familia.
Lucinda, que escuchaba desde un rincón, intentó suavizar la tensión, con la esperanza de que su nieta no sufriera la misma resignación que ella.
—Hija mía, el matrimonio no siempre es una condena. Quizás con el tiempo aprendas a quererlo… como yo quise a tu abuelo.
Catrina giró su rostro hacia su abuela con una mezcla de ternura y una ira contenida.
—¿Y acaso fuiste feliz, abuela? —susurró, con un tono que no buscaba una respuesta, sino que era una afirmación del dolor—. ¿O solo te acostumbraste a lo que tenías?
Lucinda bajó la mirada. Sus labios temblaron, incapaces de responder, porque la verdad de su vida estaba reflejada en la pregunta de su nieta.
El día de la boda llegó demasiado pronto. El salón estaba lleno de trajes oscuros, vestidos de alta costura, y copas de champaña que tintineaban sin cesar. Flavio, con su sonrisa arrogante y su porte elegante, parecía el esposo perfecto para cualquiera... menos para Catrina, que lo veía como un desconocido con el que estaba obligada a compartir una vida.
Cuando le tomó la mano frente al altar, ella sintió un frío profundo. No era un frío físico, sino el de una verdad que le helaba el alma: Esto no es amor. Esto es una transacción, pensó.
Flavio, sintiendo el desinterés de su futura esposa, se inclinó para susurrarle al oído con una sonrisa cargada de soberbia:
—Estás preciosa, Catrina. Espero que seas tan buena esposa como lo eres luciendo este vestido.
Catrina no respondió. Se limitó a mirarlo con esos ojos azules que parecían atravesarlo, dejando en claro que su espíritu jamás sería doblegado por él.
El matrimonio fue una tormenta desde el inicio. Flavio no tardó en mostrar su verdadero rostro: celoso, infiel y con un carácter violento cuando los negocios no resultaban como quería. Catrina soportaba las noches de soledad y humillación en silencio, pero no se quebró. Se dedicó a endurecer el corazón para que ninguna de sus traiciones la hiriera.
Una tarde, tras descubrirlo en la cama con otra mujer, le habló con una voz firme y gélida:
—No soy ciega, Flavio. Tampoco soy tonta.
Él rió, encogiéndose de hombros, seguro de que su apellido y su poder la silenciarían.
—Eres mía por apellido, Catrina. No necesitas nada más.
Ella lo miró con una calma que lo desconcertó.
—Te equivocas. Yo no soy de nadie. La única dueña de mi vida soy yo.
Esa noche, por primera vez, Flavio entendió que su esposa no era la muñeca sumisa que imaginó, sino una mujer con un fuego que no podría apagar. Los meses se volvieron insoportables. Flavio acumulaba traiciones, y Catrina acumulaba cicatrices invisibles.