...El árbol de Navidad de la familia Vane no es un adorno; es una demostración de poder. Mide tres metros y medio, es un abeto importado que raspa las vigas del techo de la sala principal, cargado con tantos cristales de Swarovski y luces doradas que mirarlo directamente hace doler los ojos.
Sofía, con una copa de vino tinto que se balancea peligrosamente en su mano derecha, observa el árbol con la misma fascinación con la que uno miraría un accidente de tráfico; porque, todo es perfecto, asquerosamente perfecto.
—El ángel está torcido —dice una voz a su espalda.
Sofía no se sobresalta, ya está acostumbrada a la forma en que su madre, Eleanor, se materializa en las habitaciones sin hacer ruido, deslizándose sobre las alfombras persas como un espectro con manicura francesa.
—A mí me parece que está bien, madre —responde Sofía, dando un sorbo largo al vino. El líquido baja caliente, como un bálsamo necesario para soportar la noche.
—No, no lo está, se inclina dos grados a la izquierda— Eleanor pasa junto a ella, dejando una estela de perfume caro y laca para el pelo. Con movimientos secos y precisos, ajusta la figura en la cima del árbol
—El caos empieza por los detalles, Sofía. Si permitimos que el ángel esté torcido, ¿qué sigue? ¿Comer con las manos?— Sofía aprieta el tallo de su copa. «O que tu hija menor se corte las venas en la bañera», piensa, pero la frase se muere en su garganta, ahogada por años de entrenamiento en la disciplina del silencio.
Es 24 de diciembre en Snow Hills y afuera, la tormenta del siglo está enterrando el mundo bajo metros de nieve blanca y pesada. El viento aúlla contra los ventanales blindados de la mansión, un sonido gutural y violento que contrasta con la música suave de jazz que inunda la sala; pero, dentro, la temperatura está regulada a unos constantes veintiún grados. Huele a canela, a pino y a cera de velas caras y no hay rastro de polvo, ni de desorden, ni de vida real.
—¿Dónde está papá? —pregunta la chica, cambiando de tema antes de que su madre encuentre otro defecto en la decoración.
—En el despacho, cerrando una llamada con Tokio. Ya sabes cómo es — responde Eleanor mientras se alisa una arruga invisible en su vestido de terciopelo verde esmeralda —La economía global no se detiene por el nacimiento del niño Jesús.
Sofía reprime una risa cínica. Su padre, Richard Vane, probablemente está mirando por la ventana con un vaso de whisky en la mano, esperando que la tormenta amaine para poder huir al club de campo, lejos de esta mansión asfixiante. Cualquier cosa es mejor que estar aquí, en esta casa que se siente más como un mausoleo que como un hogar.
Hace exactamente trescientos sesenta y cinco (365) días que Lucía murió.
Hace exactamente un año que esta sala se llenó de paramédicos con botas sucias de nieve y policías que hacían preguntas incómodas en voz baja;
pero hoy no hay fotos de su hermana, no hay una vela encendida en su memoria y su nombre no se ha pronunciado en todo el día. Esa es la regla tácita de los Vane, “lo que no se nombra, no existe". Han borrado a Lucía con la misma eficacia con la que limpian una mancha de vino en el mantel.
—Deberíamos poner un cubierto más —dice Sofía de repente. Las palabras salen antes de que pueda filtrarlas.
Su madre tensa la espalda y gira la cabeza lentamente, ofreciéndole a su hija una mirada que podría congelar el infierno.
—¿Disculpa?
—Es Nochebuena, mamá. —La voz de Sofía tiembla levemente, pero se mantiene firme. Tiene veintisiete años, es socia de un bufete de arquitectos en la capital, maneja presupuestos millonarios, y sin embargo, bajo la mirada de su madre, vuelve a sentirse como una niña torpe —Es el primer año sin ella. Deberíamos… no sé. Hacer algo; al menos, recordarla.
—Sofía— dice la mujer con un tono suave y peligrosamente dulce —no vamos a arruinar la noche con melodramas. Tu hermana decidió irse, esa fue su elección, una elección egoísta que casi destruye la reputación de esta familia; así que, no vamos a invitar a sus fantasmas a cenar. Si quieres llorar, hazlo en tu habitación, pero en esta mesa se sonríe. ¿Entendido?
La joven traga saliva y siente la rabia en el estómago.
—Entendido.
Las puertas dobles de roble se abren y entra el padre, con el rostro enrojecido, señal de que lleva bebiendo desde antes del mediodía.
—Las carreteras están cerradas— anuncia, con voz grave retumbando en la sala —el quitanieves municipal no pasará hasta mañana, por lo que, estamos aislados.
—¡Qué romántico!— exclama Eleanor, forzando una sonrisa brillante —sólo seremos nosotros tres. Como la gran familia que somos.
—Vamos a cenar —ordena Richard —tengo hambre.
El comedor es una sala cavernosa dominada por una mesa de caoba tan larga que uno casi tiene que gritar para que le escuchen desde el otro extremo, la mesa está puesta para tres y la porcelana es de Limoges, la plata brilla bajo la luz del candelabro.
El silencio es tan denso que el tintineo de los cubiertos suena como disparos, mientras progenitores actúan invadidos por el espíritu de las fiestas. Sofía corta su trozo de pavo con movimientos mecánicos, mira la silla vacía frente a ella, el espacio donde debería estar Lucía, con su risa nerviosa y sus ojos demasiado grandes, le provoca náuseas.
«Te odio por dejarnos», piensa Sofía, mirando el asiento vacío. «Y te odio más por dejarme sola con ellos».
—El pavo está un poco seco —comenta Richard, con dificultad.
—Es la receta de siempre, querido —responde Eleanor, sin probar bocado —quizás es tu paladar el que está…
PUM...