Capítulo 2

1424 Words
Mi padre me había regalado el suéter que llevaba puesto cuando cumplí dieciséis años. Era simple, color rosa pálido, pero tenía un valor sentimental que ni el tiempo había podido borrar. Lo más irónico era que, con toda la fortuna que me dejó, ahora ni siquiera podía comprarme uno nuevo. Julian controlaba absolutamente todas mis finanzas. Y lo peor de todo es que nunca lo noté. Nunca me di cuenta de que en todos esos años… él jamás me compró nada. Para ser honesta, tampoco se lo pedí. Nunca fui el tipo de mujer que exigía lujos. Era la esposa perfecta: cocinaba sus comidas favoritas, mantenía la casa impecable y soñaba con el día en que me dijera que íbamos a tener un hijo. Era la dueña de una corporación multimillonaria, pero no tenía idea de cómo funcionaba ni interés en hacerlo. Julian Hawthorne era el centro de mi universo. Lo único que importaba. Y él… me traicionó de la forma más cruel posible. --- Finalmente, me recompuse y me sequé mis lágrimas, no quería verme patética frente a la gente al salí del baño. El suéter seguía empapado, pegándose a mi piel. Cada paso que daba atraía las miradas ajenas, miradas llenas de curiosidad y compasión disfrazada. “¿Por qué demonios no usé uno n***o?”, pensé, maldiciéndome en silencio. Al doblar la esquina, mi corazón se detuvo. Julian estaba allí, con ella. Conversaban con su abogado, tan tranquilos, tan felices. En cuanto me vieron, se detuvieron. —¡Oh, Dios mío! ¿Se echó agua encima? —gritó Fiona, su amante, con esa voz chillona que parecía disfrutar del espectáculo. Las risas contenidas de los presentes fueron como cuchillos. Julian se cubrió la boca con una mano, fingiendo disimular la sonrisa, pero la burla en sus ojos lo delataba. Una voz dentro de mí me suplicó que me marchara, que no les daría el gusto de verme caer otra vez. Pero mis pies no respondieron. Sentí cómo el suelo se volvía inestable bajo mí. —Cariño —dijo Julian con un tono ensayado, lo suficientemente alto para que todos escucharan—, no tenemos tiempo para esto. Recuerda que tenemos una boda que planificar. El aire se me escapó del pecho. Una punzada de vértigo me obligó a sostenerme de la pared. Todo giraba. No podía comprender cómo alguien a quien había amado tanto… podía disfrutar de mi miseria. Le di mi corazón. Le di mi alma. Le di mi vida entera. Y aun así, él decidió aplastarla frente a todos. Sentí unas manos firmes en mi espalda. Era Gabriel, mi abogado. —Valeria, deberías irte a casa —dijo con voz baja pero firme. Una lágrima cayó por mi mejilla, helada. Lo ignoré y volví la vista hacia Julian. Él lo sabía. Sabía que todavía lo miraba. Y, para rematar su espectáculo, se inclinó hacia Fiona, la tomó por la mandíbula y la besó con descaro, frente a mí, frente a todos. —¡Bastardo! —rugió Gabriel, empujándome suavemente para alejarme de la escena. Me guio hacia la salida. Mi cuerpo temblaba, pero ya no era por tristeza… sino por una mezcla de humillación y rabia contenida. —¿Qué pasó, Valeria? ¿Por qué estás empapada? —preguntó Gabriel mientras caminábamos hacia el vestíbulo. Tartamudeé, buscando una respuesta que no doliera tanto. —E… eso fue un accidente —murmuré, apenas audible. Él suspiró y trató de sonar animado. —Ven con nosotros, Valeria. Quédate en casa un par de días, hasta que todo se calme. Antes de que pudiera responder, escuché la voz cálida de Sabrina, su esposa. —Dios mío, Valeria… —dijo al verme. Se quitó el abrigo y lo colocó sobre mis hombros con ternura—. Toma, ponte esto. Sus ojos se llenaron de compasión. No supe si agradecerle o romper a llorar. Solo asentí y murmuré: —Gracias… gracias por todo. Ambos fueron increíblemente amables conmigo. Quizás demasiado. Y eso, en ese momento, dolía más que cualquier palabra cruel. No quería seguir recibiendo más compasión, ni favores, ni caridad. Sabrina y Gabriel habían hecho más de lo que cualquiera haría, y cada gesto amable suyo me recordaba lo rota que estaba. Ni siquiera había tenido contacto con Sabrina desde que terminamos el instituto. Años sin saber una de la otra… y aun así, cuando me vio en la corte, llorando como una niña perdida, apareció como un ángel caído del cielo. No tenía abogado, ni dinero, ni esperanza, pero ella me prometió que su esposo tomaría mi caso sin cobrarme nada. —¿Estás con nosotros, Valeria? —preguntó Sabrina con voz suave, sacándome de mis pensamientos. Tragué saliva y forcé una sonrisa. —Gracias, de verdad, por todo lo que han hecho por mí. Pero… me temo que no podré ir con ustedes —murmuré, intentando sonar firme. —No, no, ¿a dónde vas? Yo insisto qué te quedes con nosotros unos días por favor —insistió Sabrina, dando un paso hacia mí—. Vienes con nosotros, y punto. —Por favor no insistas —dije con la voz quebrada—, ya han hecho demasiado. No quiero ser una carga para ustedes. Tengo un ático en el norte, me quedaré allí unos días. Estaré bien —dije recuperando la voz para sonar mas serena aunque estuviera mintiendo. Gabriel frunció el ceño. Su mirada me atravesó como si leyera cada palabra falsa que salía de mi boca. Sabía que no tenía ningún ático, ninguna propiedad, nada. Él conocía los detalles de mi ruina mejor que nadie. —Es de un amigo —añadí rápidamente—. Me pidió que cuidara el lugar mientras está fuera del país. Otra mentira. Una más. Me estaba volviendo experta en inventar refugios imaginarios. —Eso es una buena noticia —dijo Sabrina, con un suspiro de alivio, girándose hacia su marido—. Gabriel, podemos llevarla. Negué enseguida con la cabeza. —No hace falta, en serio. No quiero seguir molestándolos. Ambos me miraron con compasión. Sabía que sus intenciones eran buenas, pero su bondad comenzaba a asfixiarme. No podía seguir viéndome reflejada en su lástima. Después de insistir varias veces los convencí de irme sola, logré despedirme. Les mentí una última vez, asegurando que tenía a dónde ir, y me alejé antes de que pudieran seguirme. Minutos después, subí al primer taxi que encontré. —¿A dónde, señora? —preguntó el conductor, mirándome por el espejo. —Siga conduciendo hacia el este —respondí con voz apagada, mientras las lágrimas volvían a deslizarse por mi rostro. El coche avanzó durante casi una hora. Las luces de la ciudad se fueron desvaneciendo hasta convertirse en sombras borrosas. El silencio se volvió pesado, solo interrumpido por el sonido del limpiaparabrisas y mi respiración entrecortada. Finalmente, el conductor habló: —Señora, necesito una dirección. No puedo seguir dando vueltas. —En la avenida 12… Pineville —murmuré, apenas audible. Unos minutos después, el taxi se detuvo. Miré por la ventana: el barrio era tranquilo, demasiado familiar. El lugar que alguna vez había sido mío. —Son cuarenta y cinco dólares, señora —dijo él, sin mirar atrás. Metí la mano en mi bolso. Nada. Lo revisé una y otra vez, como si el dinero fuera a aparecer por arte de magia. Ni una moneda. El corazón me cayó al estómago. El conductor me observó a través del espejo retrovisor. Su expresión se suavizó. —Está bien, señora. No se preocupe, el viaje corre por mi cuenta —dijo en voz baja. —Lo siento mucho… pensé que tenía algo de dinero —me disculpé, sintiendo cómo la vergüenza me quemaba la garganta. —No pasa nada. Pero bájese, por favor —respondió, intentando mantener la calma. Seguí buscando en el bolso, desesperada por no parecer una limosnera. —Lo siento… —susurré—. Mi vida es tan… triste. El hombre soltó un gruñido frustrado, golpeando suavemente el volante. —Le dije que no importa. Bájese, señora —repitió con un tono más brusco. El timbre de su voz me estremeció. Me recordó los gritos de Julian, los insultos, las humillaciones. Las lágrimas, inevitablemente, volvieron a correr por mi cara. Él pareció notarlo. Su expresión cambió, y su voz se volvió más suave. —Ey… señora. Dije que el viaje es gratis. No pasa nada. Asentí, temblando, y abrí la puerta del coche. —Gracias… —susurré antes de bajar. El taxi arrancó lentamente, frente a lo que alguna vez fue mi hogar.
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD