Capítulo 2

3125 Words
UN AÑO ATRÁS —¡Eso! ¡Vamos! —me arrodillo en el piso y extiendo los brazos hacia adelante—. ¡Vamos, ven aquí! Mi corazón late a mil, desbocado. No puedo controlar mi emoción, ni mis lágrimas. Mi bebé con apenas un año cumplido está dando sus primeros pasitos; cortos y tambaleantes.  Está extasiado, pero también siente temor. Y lo que le brinda seguridad es verme a mí, dispuesta a irme de bruces al suelo con tal de evitar que él se caiga.  Mi hombrecito de piernas, brazos y cachetes regordetes sabe perfectamente que jamás, ni mami ni papi dejarán de brindarle seguridad.  —¡Eso, mi amor! —chillo, cuándo se acerca lo suficiente a mí, sonriente y victorioso.  No lo puedo negar, es igual a su padre. Es el vivo calco de Rashid Ghazaleh.  Con fuerza lo abrazo, beso sus mejillas y muerdo suavemente su mentón, despertando sus carcajadas.  Es un gran obstinado, como su progenitor, de ello no tengo dudas.  Se empecinó en largarse a caminar cuándo a duras penas logra mantenerse en pie más de unos minutos.  Lo lleva en su sangre.  La arrogancia le corre por las venas en cada ocasión que es adulado, mimado y consentido.  Es un seductor nato, también como su padre.  Seductor con Bruna, quien no se cansa de decirle que es hermoso y que está para comérselo a besos.  Y es manipulador y conquistador al extremo con todos. Que obtiene nuestra absoluta atención tan sólo mirarnos con sus hipnóticos y brillantes ojos negros, enmarcados en gruesas pestañas.  Definitivamente, mi hijo nos trae babeando.  Gala, Donatello y también Adolfo, cada vez que nos vienen a visitar no sólo aparecen con los brazos cargados de regalos, sino que cuando llega la hora en que les toca despedirse de su único nieto lo hacen entre quejas y lloriqueos; exigiéndome a mí, una empresaria, mamá y esposa de tiempo completo, hacerme el debido espacio durante el día para llevarlo de paseo a casa de los abuelos, ya que según ellos el tiempo de calidad es demasiado reducido.  Sus reclamos son bien difíciles de complacer pero a decir verdad, en el fondo entiendo su sentir. Es el efecto que produce Ismaíl en la familia.  Nos enamora con sus sonrisas galantes, sus risas genuinas, su inocencia tan pura y su forma de ir conociendo el mundo.  Mi pequeño rey, realmente nos tiene embelesados. A Bruna, a Kerem, a Meredith, a Stefano, y principalmente, embelesado a su padre.  Mi adorado magnate está vuelto loco con su hijo. Lo ama, lo venera, lo cuida como si fuera su máximo y más invaluable tesoro.  No existe nada más hermoso que verlos juntos. Son como dos gotas de agua.  Idénticos.  Y es que gracias a la llegada de nuestro primer hijo nos hemos consolidado como pareja, como matrimonio, como socios en el trabajo y como una familia feliz en la casa.  Ismaíl Ghazaleh nos trajo aprendizaje, madurez, nos hizo crecer de golpe y darnos cuenta que las estupideces siempre serían eso: estupideces; que había cosas mucho más importantes por las cuales preocuparse.  Con nuestro bebé todo se volvió más disfrutable. Desde hacer una papilla en la cocina hasta firmar un documento en la oficina.  Hemos crecido en sintonía con nuestro hijo, y por suerte en todos los ámbitos. Rashid inauguró un nuevo hotel y yo pude darme el lujo de abrir otro centro de estética integral en Milán, sin mi marido como garantía del negocio.  A base de sacrificio, permanente dedicación y amor por nuestro trabajo, fuimos creciendo. Creciendo, pero sin olvidarnos de que lo que vale el oro del mundo, es lo que suele acompañarme a la clínica en un cochecito celeste, en su cuna mientras yo hago vídeoconferencias, o en nuestra cama a medianoche, cuando lloriquea por dormir entre el calor de mamá y papá.  Tampoco nos olvidamos de seguir amándonos con esa intensidad de siempre. Con ese deseo y esa pasión que nos quemó vivos desde la primera vez que tuvimos relaciones. Con esa solidaridad y compañerismo del uno con el otro. Con esos celos absurdos pero lindos que nos llevan a discutir y a los dos minutos reír como idiotas.  No nos olvidamos de enamorarnos a diario, no nos privamos de un beso robado, de hacer el amor, de comer hasta reventar, de reír de cada travesura de Ismaíl o de salir a conocer el mundo.  Si algo aprendimos Rashid y yo, es que nunca, jamás, dejaremos de priorizar la felicidad y estabilidad de nuestra familia; por nada, ni por nadie.  —¡Mm-ma, baba! —balbucea mi pequeñín entre quejas, haciéndome parpadear porque he quedado absorta, sumida en mis pensamientos.  Su quejido lo conozco, y de sobra. En eso se parece a mí y bastante. Adora los mimos, pero en exceso es algo que lo pone fastidioso y a veces, cuando no está en un buen momento, de muy mal genio.  Esbozo una gigantesca sonrisa y me separo un poquito de él, para darle esa independencia que tanto reclama.  Me siento pésimo, pese a que le estoy sonriendo como la mamá más estúpidamente feliz del mundo. Si hace cuestión de semanas estaba meciéndolo entre mis brazos, ¿cómo es posible que ahora me exija independencia? Ismaíl cae de pañal al piso, pero con mucho esfuerzo logra ponerse en pie de vuelta.  Ya no puedo más, necesito compartir mi emoción y desasosiego con alguien.  —¡Meredith! —grito con euforia—. ¡Ven rápido Meredith, Ismaíl dio sus primeros pasos! —escucho los zapatos de mi nana favorita, acercándose—. ¡Pronto habrán zorras en la puerta de la casa preguntando por mi hijo! —abro bien grandes los ojos—. Me moriré del disgusto —gruño—. O me muero del disgusto, o las mato a todas.  —¡Ay, Nicci! —me reprende, poniéndose de cuclillas a mi lado y sonriéndole a señor seductor—. ¡Por todos los cielos, mi niña, apenas es un bebé!  ¿Pero qué dice?  La miro escandalizada. Definitivamente, Mer no entiende la magnitud del problema.  —¡Eso creía yo! Pero fíjate ahora, está dando sus primeros pasitos.  Como si mi osito de porte seguro, entendiera de lo que hablo, tambaleando avanza unos centímetros hacia mí.  Se ríe y los hoyuelos que se forman en sus mejillas me vuelven loca de amor y ternura. Aprieta sus manitas entre sí, enseñándome cuán ansioso está de chocar contra mi pecho para caer de pañal al piso.  Le divierte mucho hacer eso.  —Eres una gran exagerada —Meredith se ríe.   —¡Ay, no me digas que el tiempo no vuela! Ayer gateaba, hoy camina —Ismaíl llega a mí, beso sus cachetes y sosteniéndole lo dejo caer de cola al piso, con su pañal como amortiguador—. Es una pena que Rashid no lo haya visto. Enloquecerá cuándo vuelva de la junta y se lo cuente.  —Mi cielo —se aclara la garganta—. Hace como dos horas o más, que él está encerrado en el despacho.  Despacho.  Hicimos un despacho en la biblioteca, antes de que Ismaíl naciera.  —¿Más de dos horas? —frunciendo el ceño, cargo a upa a mi pequeño y lo dejo en su corral, rodeado de sus juguetes—. ¿Cómo es eso posible si tenía una reunión importante? —me callo, me acomodo el jeans ajustado que traigo puesto y camino hacia el refugio personal de mi marido.  —Nicci —interviene Meredith con cautela, siguiéndome de atrás—. Tal parece que no tuvo un buen día, así que... Se comprensiva.   Enarco una ceja y la miro por encima del hombro.  ¿Acaso mi linda y chismosa nana me ve como una esposa conflictiva?   —No voy a pelear —replico, tranquilizándola—. Sólo le voy a preguntar porqué no me avisó cuando llegó.  Aliviada, se da la vuelta y desaparece de mi vista. Yo por mi parte, abro lentamente la puerta de la biblioteca- despacho, y entro.  Lo hago como es mi costumbre; en absoluto sigilo y silencio. Deleitándome en mi hombre que se encuentra de espaldas, sentado y cabizbajo en la silla giratoria. Alejado del escritorio que adorna una pequeña parte de lo que en principio sólo era una biblioteca.   En puntas de pie me acerco, y lo sorprendo cuándo tocos sus hombros y beso su mejilla desprovista de barba.  —Habibi —susurra medio ronco—. Perdón por no avisarte que ya estaba en casa.   —Te perdono —beso su cuello, que huele al delicioso perfume Polo Azul, y le hago masajes en los hombros—. Pero por no avisarme te jodiste. Ismaíl dio sus primeros pasos y te los perdiste.  —¡Qué mierda! —se enoja—. ¿Me estás diciendo que nuestro hijo camina y yo me perdí de verlo?   —Seguirá haciéndolo y podrás verlo cien mil millones de veces —concilio—. Pero sí; ya camina —enfatizo, orgullosa de mi pequeño—. Y se veía muy tú.  Paro de hacerle masajes, me recargo en el filo del escritorio, a un costado y Rashid gira en la silla para mirarme con una sonrisa dibujada en la cara.  —Explícame eso de que se veía como yo.  Sin poder contenerme, ruedo los ojos.  —No te pongas engreído —le reprendo—. Aparte ya lo sabes. Se veía triunfante por poder demostrar que es capaz de hacer lo que se proponga.  Su mirada se fija en el bolígrafo del portalapicero—. Indudablemente... Somos dos gotas de agua. Nadie lo puede discutir.  Ladeo la cabeza y sin mediar palabra, durante un par de minutos me quedo admirando su rostro inexpresivo, ido, como perdido.  —Estás distraído —reparo en su escritorio sin poner mucha atención—. ¿Te pasa algo?   Mis ojos se pasean por el rectángulo de vidrio y finalmente se detienen en una carpeta abierta, con varias hojas recién impresas.  Nunca me suele despertar interés los documentos de Rashid, pero hoy, quizá por el fluorescente color amarillo de la carpeta, tengo ganas de echarle una ojeada aunque sé que no voy a entender mucho.  Estiro la mano para agarrarla pero anticipándose a mí, con agilidad el arabillo la toma y la guarda en un cajón.  —¿Qué ha sido eso? —pregunto desconcertada.  Se levanta de la silla, sujeta mis muñecas con firmeza y se acerca a mí.  —Son sólo problemas de trabajo —me responde—. Nada que un beso tuyo no solucione.  Sin convencerme, enarco una ceja.  —¿Qué clase de problemas?  —Nada cariño —me tranquiliza, sonriendo—. Son boberías de los hoteles. Ya te lo dije, no es nada que un beso tuyo no solucione.  Ignoro totalmente la diminuta y tenue alerta que tintinea dentro de mí y devolviéndole la sonrisa, rodeo con mis manos su cuello.  —Entonces te voy a dar todos los besos que sean necesarios con tal de quitarte esa cara que traes.  Su torso definido y tonificado, enfundado en una camisa de suave color mostaza, se pega al mío.  Hace unos meses; tal vez dos meses después de que Ismaíl nació, empezó a hacer rutinas de ejercicios tres horas y dos veces a la semana. Le han sentado de las mil maravillas. Perdió un par de kilos, pero su cuerpo luce espectacular.  Más apetecible que nunca.  —¿Qué tal si digo que quiero más que besos? —me provoca mientras sus dedos suben por mi espalda, tocando la tela de mi holgada camiseta rosa.  —Te respondería que eres un gran pervertido, y que tu hijo está al otro lado de la puerta.  —No mientas, gitana —me toma por la cintura—. A mí no me engañas, te mueres porque te quite toda la ropa —impone sus pasos sobre los míos y me lleva al sillón de tres cuerpos que ocupa la biblioteca—. Como soy tan benevolente ante los deseos de mi esposa —me empuja suavemente y caigo al sofá forma—, los voy a cumplir con mucho gusto.   Su cuerpo está sobre el mío. Sus manos tocan mi abdomen, suben por mis costillas y se detienen en mi brasier. Me aprieta con firmeza los senos, de forma que se acentúan en el escote de mi camiseta.  —El embarazo te dejó deliciosa —susurra, besando mi cuello.   ¿Deliciosa?  Mis bubis han aumentado de tamaño con el amamantamiento, pese a que Ismaíl ya no toma pecho. Mis caderas se ensancharon un poco y mi culo creció una talla... Pero Rashid no se cansa de decirme que su curvilínea esposa lo excita a toda hora del dia.  —¡Ey, basta! ¡Ey, eh! ¡Ismaíl está en su corral cerca de la puerta!  Soy puras quejas, pero lo cierto es que estoy intentando controlar mi propio deseo.  Sus manos tocando mis muslos y mi entrepierna incluso con el pantalón puesto, en mi interior está causando estragos. Hace subir la temperatura de mi anatomía en un pestañeo.  —Pues dudo que Ismaíl se escape del corral, se esconda de Meredith y alcance el pestillo —desprende los botones de mis jeans, y con mi ayuda, me los quita. Sus dedos rozando mi piel de una forma estremecedora, suben la tela de mi camiseta, así que me enderezo un poco y también me despojo de ella—. No vas a negarme un buen polvo, cielo —dice con ronquera—. No con esa lencería roja que me tiene loco, y que no me deja pensar en otra cosa más que devorarte de la cabeza a los pies.  Se saca la corbata, los mocasines y el pantalón de traje en cuestión de minutos.  Ahora está a horcajadas de mi cuerpo en bóxer y camisa.  Tomo una bocanada de aire.  Si algo me fascina sobremanera, es desabotonarle las camisas. Me excita su pecho, sus tatuajes, el vello que acompaña la ligera línea de su abdomen definido.  —Entonces hazlo —le provoco, dejando al desnudo su torso y rozando con mi dedo el elástico de sus calzoncillos—. Quiero perder la cabeza. Hazme... Perder la cabeza.  Una risita muy sexy escapa de su garganta. Se inclina hacia adelante, muerde la copa de mi sostén y pasa su lengua por mi pecho. Desde mi clavícula hasta el suave monte que forman mis senos apretados por el brasier.  Sus manos se hunden en mi cintura mientras las mías tocan su nuca, sus omóplatos, su espalda y con descaro, su bóxer.  Lentamente se lo bajo y su trasero queda mi deleite, a mi merced y a mi entera disposición —Estás muy osada últimamente —susurra, lamiendo con sensualidad mi cuello y el contorno de mi oreja.  —En realidad... Toco lo que es mío —replico entrecortadamente, pellizcando su nalga.  Sus dedos descienden por mi vientre y llegan a mi centro. Primero tocando mis pliegues y mi clítoris, haciéndome remover de gozo. Y luego hundiéndose en mí con tanta parsimonia que me tortura.  Sus susurros obscenos, eróticos y lujuriosos irrumpen en mis oídos cuando comienzo a disfrutar plenamente de su estimulación.  Me encanta que me haga esto. Es una puta delicia.   —Qué excitada estás, cielo —saca sus dos dedos de mi interior, toma una escasa distancia y sin dejar de mirarme se los lleva a la boca. Los chupa y con lascivia me sonríe, se aproxima a mí nuevamente, y me susurra—. No te imaginas cómo me pongo cuando te mojas así.  Muerdo mi labio inferior e impulsada por la desmedida pasión que prende en llamas mi ser, toco su m*****o, lo bombeo. Mi mano lo envuelve y ejerciendo una suave presión, lo pone duro y erecto.   Sus gemidos roncos danzan en mis tímpanos con un efecto afrodisíaco. Le gusta y no me detengo, lo sigo acariciando de arriba hacia abajo, rápido y después lento.  Rashid se apodera de mi boca. Su lengua busca la mía y me invade con un beso apasionado, cargado de ganas de ir por más.  —Tú no te imaginas cómo me pongo yo cuando te siento así —presiono mi cuerpo contra el suyo y me muevo de forma tal que su pene duro se roza entre mis pliegues y mi tanga empapada.   Otro jadeo; el suyo, fuerte, jodidamente y hipnótico envuelve el ambiente.  Hace a un lado mi calzón y la punta de su erección, volviéndome loca de placer, se desliza por mi centro sin llegar a penetrarme.  Cierro los ojos, saboreando esto que me encanta. Levanto mis piernas y las llevo a su cadera. No puedo aguantar, lo necesito dentro de mí, ya.  —Quiero que me cojas ahora —le ordeno en un susurro.  Abro los ojos. Los suyos destellan de picardía, deseo y excitación.  Apoya la mano a un lado de mi cabeza y sin alargar la dulce agonía me penetra de una sola vez. Fuerte, profundo, soltando un gemido gutural.  Es salvaje y lo amo de esta forma. Cogiéndome duro, sin delicadeza, enloqueciéndome al máximo.  Con mis latidos a mil y mi cuerpo ardiendo, me arqueo a él. Mis dedos se hunden en la piel de su espalda y mis talones, entre su trasero y sus muslos.  Me embiste con rapidez. Sus estocadas me queman por dentro. Me hacen jadear, transpirar, me roban el aliento y no me dejan pensar en nada más que el sexo fabuloso que estoy teniendo.   Gimo, muerdo mi labio inferior, me aferro a su anatomía. Su gruñidos bailotean en mis oídos y su ritmo aumenta; aumentan las embestidas y mi propio gozo.  La sensación de indescriptible placer me embriaga por completo. El orgasmo me consume justo cuando él alcanza el clímax, y me llena por dentro.  Mi interior vibra, convulsiona, se contrae, disfrutando al máximo de mi marido acabando dentro de mí.  Es liberar la tensión como un torbellino de sensaciones. Es jadear, transpirar y delirar con los espasmos de un delicioso y rápido polvo.  Recargo la nuca en el posabrazos del sillón. Estoy cansada, agitada y mi corazón late desbocado.  Rashid cae a mi lado, también exhausto y me aprieta contra su cuerpo.   —Te dije que tus besos y tu cuerpo son la cura a todos mis problemas —murmura jugando con un mechón de mi cabello.    Sonrío, me acurruco entre sus brazos y en calma nos quedamos acostados en el amplio sofá.  —Te amo —le digo, como tantas veces lo hago durante el día.  —Y yo a ti, Nicci —responde en un susurro casi imperceptible—. No te haces idea de cuánto te amo. 
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