Tres días más tarde, Sebastián salió temprano a trabajar. Fueron días de calma y tranquilidad. Sarah se sentía feliz de estar nuevamente con el amor de su vida. Ella se quedó pensando en Sebastián, en sus besos, en sus palabras. Ahora estaba preocupado de ella, como lo hacía al principio, como cuando eran muy jóvenes. Y recordó…
Miguel Vicuña y su padre eran muy amigos uno del otro, desde niños, se criaron juntos, por lo que, al casarse y tener familia, compartieron mucho tiempo juntos. David, Sebastián y ella eran como hermanos, reían y se divertían haciendo travesuras diferentes cada día. A medida que fueron creciendo Sarah comenzó a sentir diferente y a mirar con otros ojos a Sebastián. Y él también lo hizo, porque poco tiempo después, él se le declaró. De eso hacía 10 años. Él la amaba y ella estaba perdidamente enamorada de él. A los 18 años, poco antes de irse de vacaciones con sus padres al crucero mortal, ella se entregó a él. Fue su primer y único hombre y, aunque no fue del todo agradable, el amor compensaba la falta de experiencia de ambos, ya vendrían más veces para aprender juntos el arte de amar.
—No quiero irme —le confesó ella a Sebastián la noche antes de partir, después de haber hecho el amor.
—Te estaré esperando ansioso —contestó él, besándola y abrazándola a su pecho.
—No quiero dejarte.
—Sólo serán unos días, así a tu vuelta estaremos ansiosos por demostrarnos todo el amor que nos tenemos…
—Sólo pensaré en ti —prometió ella.
—Yo también, mi bebé, te estaré pensando cada día.
La despedida fue dura y triste, ninguno de los dos quería separarse del otro. Abordaron en Valparaíso, el crucero era espectacular, mucha gente estaba en el puerto para ver el enorme barco; fue un hermoso viaje, con tiempo muy agradable, aunque Sarah no lo veía, para ella todo era n***o a su alrededor, extrañaba a Sebastián más que a nada. En su mundo el sol no brillaba. Nunca se habían separado por tanto tiempo, era la primera vez y justamente después de haberle entregado lo más preciado para ella, porque estaba segura de querer que él fuera el primero… y único.
Quince días después de haber salido de Chile, sus padres, cansados de ver a su hija sufrir, decidieron terminar el crucero en La Provenza y volverse a Chile. Pero no pudieron hacerlo. Una explosión en medio de la noche despertó a Sarah. Corrió al camarote de sus padres, pero ellos no estaban allí. Subió a cubierta, donde se suponía que ellos estarían “bailando bajo las estrellas”, y si abajo las cosas no estaban muy bien, arriba estaban peor. Todo estaba en el suelo, las ventanas habían explotado, el techo había salido disparado por el aire, gente herida y muerta por donde se mirara. Mujeres gritando histéricas y hombres intentando controlar la situación. Sarah se metió entre la gente buscando a sus padres que no se veían por ningún lado.
—¿Está herida? —le preguntó a Sarah uno de los hombres uniformados del barco.
—No, pero no encuentro a mis padres.
—Debe ir a la parte de atrás del barco, allá van los que no tienen problemas.
—¡Quiero encontrar a mis padres! —chilló histérica.
—Debe salir de aquí, señorita —ordenó el hombre, perdiendo la paciencia—, necesitamos trabajar tranquilos aquí.
La joven se dio la media vuelta, no podía seguir avanzando en la búsqueda de sus padres, ya que ese hombre y otro que apareció de la nada, le impedían continuar en ese lugar.
De pronto, otra explosión. Sarah se quedó de piedra al ver cómo la otra mitad del barco se hacía trizas y estallaba en llamas. Ella no había sido tocada ni por las explosiones ni por el fuego. Pero estaba aterrada. Una llama se movió rápidamente hacia ella, ella no le quitó la vista de encima, hasta que uno de los hombres que la quería fuera de allí, la agarró del brazo, diciendo algo en otro idioma y la echó hacia atrás. La llama no era llama, sino una persona quemándose viva. Cuando Sarah logró reaccionar, gritó histérica. Un poco antes, si ella se hubiera ido de allí unos segundos antes, sería ella la llama andante. Se sintió desfallecer. Todo allí era caos, la gente corría, gritaba, lloraba. Pero Sarah se mantenía estática. No podía moverse, aunque quisiera no podía hacerlo. Miraba todo a su alrededor, no había dónde ir, donde huir, ningún escape posible a esa pesadilla que estaba viviendo. Y estaba sola, sus padres no estaban por ninguna parte. Esperaba que estuvieran bien en alguna otra parte del enorme barco. Y pensaba en Sebastián. Debía estar con él, en casa, no en ese lugar. Ella no quería ese viaje.
La onda expansiva de una nueva explosión lanzó por los aires a Sarah, cayendo muy lejos de allí. El dolor se hizo patente en el momento. Su cuerpo ardía. Su pierna estaba en llamas. Rodó para apagarse como había visto que le ordenaban al hombre que se quemaba poco antes. Pero el dolor se hizo más intenso. Un cuchillo, un trozo de madera, algo, no sabía qué, se le incrustó en las costillas. Dolía demasiado y le costaba respirar. Alguien apareció a su lado. Un hombre. La sangre corría por su cara, estaba herido, pero de todos modos intentaba ayudarla.
—Tranquila, no se mueva —le ordenó con voz nerviosa.
—Me duele —se quejó ella en un hilo de voz.
—Tranquila… —el hombre estaba al borde del colapso y la miraba aterrado— tranquila, yo la voy a ayudar.
El hombre tomo una botella rota de alguna parte y con manos temblorosas levantó el cuello de Sarah para degollarla. Sarah gritó y el dolor punzante que sentía en sus costillas se traspasó a su vientre y le costó respirar, si se movía el dolor era peor. El hombre la soltó y huyó, ella se miró y tenía una estaca de madera enterrada en su abdomen. Debió dejar que ese hombre la matara. Ahora moriría desangrada y con dolor. Las lágrimas corrían por sus mejillas. ¿Por qué ahora no se desmayaba? Era la pregunta que se le repetía en su mente, debía morir de una vez.
—¡Sacre Bleu! Par ici! Elle est vivante!! —Gritó un policía muy cerca de ella— calme,Mademoiselle, Quel est son nom?
—Ayúdeme —contestó la joven en un hilo de voz, sin entender lo que el hombre le hablaba.
La ayuda ya había llegado, las sirenas y las carreras se oían por todos lados. Ya no habían explosiones, pero el dolor no menguaba, Sarah hubiese querido desmayarse, morir, para no padecer tanto, pero nada pasaba. El dolor era casi insoportable y la soledad de ese momento era peor.
Al policía se acercó una mujer con un maletín, después de maldecir en voz baja, sacó una jeringa y se la inyectó. Sarah se fue a n***o, olvidando el sufrimiento y el dolor.
Las lágrimas corrían copiosas por sus mejillas. Recordar todo aquello le dolía, le dolían los recuerdos, le dolía el cuerpo, parecía que todo el dolor físico volvía a su cuerpo al recordar. Pero lo que más le dolía era el recuerdo de cuando, al volver, Sebastián la rechazó, no quería una mujer marcada por esas cicatrices tan horrendas. Y lo entendía. Él era joven y guapo y ella ya había perdido su belleza… para siempre.
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Álvaro se paseaba nervioso en su oficina, llevaba dos días sin saber de Sarah y hoy era el día que debía volver a control para empezar a pisar con su bota de yeso. ¿La llevaría Sebastián o no le importaría? Estaba preocupado. Ni siquiera sabía si estaban juntos. O si la había golpeado nuevamente.
Tomó el teléfono y marcó el número de su mamá.
—Mamá, ¿puedes hacerme un favor?—la mujer, por supuesto no se negó— Necesito que le hables al doctor Santillana para saber si fue Sarah a verlo… Le tocaba control hoy y no he podido hablar con ella… Gracias… Te amo.
Álvaro esperó impaciente el llamado de su madre de vuelta, necesitaba estar seguro que Sarah se encontraba bien, con los cuidados que necesitaba, con lo que ella quisiera tener. Cerró los ojos. No podía quitársela de la cabeza. Siempre estaba pensando en ella. Tal vez se estaba enamorando de nuevo. Después de tanto asegurar que no, una chiquilla llegaba y lo ponía de cabeza. Y ella precisamente, no podía ser así, no debía ser así. El corazón de ella pertenecía a Sebastián y jamás pertenecería a él.
La llamada de su mamá no lo calmó en lo absoluto, no había aparecido ni tenía hora para ese día. Su madre le reservó una hora para la tarde, aunque en realidad la consiguió por ser su amiga y colega. Decidió él mismo ir por ella, no tenía su número de teléfono por lo que no podía llamarla, lo que hubiera hecho desde el primer día.
Cuando llegó al departamento, se encontró con Sebastián que también venía llegando y, al verlo, sonrió molesto. Se subieron juntos al ascensor y después de un incómodo silencio, Sebastián se volvió a Álvaro.
—¿Qué haces aquí? —Le preguntó de mal modo.
—Vine a ver a Sarah, debería ir a ver al doctor Santillana.
—No lo necesita —contestó con orgullo—, yo la puedo cuidar perfectamente.
—No eres médico, eres abogado —le recordó Álvaro.
—Lo sé, pero ella no te necesita ni necesita a nadie más que a mí.
—Debes llevarla a sus controles —insistió Álvaro.
—Eso es algo que yo decido —cortó con firmeza.
—No lo decides tú, lo decide ella y el doctor.
—¿Qué pretendes, Álvaro? ¿No crees que es mucho menor que tú para conquistarla? Bueno, al parecer a ella le gustan los hombres mayores, si fue capaz de ser amante de mi padre…
—Ella no estuvo con él.
—Qué seguro suenas. No confíes en ella. No lo merece.
—¿Por qué estás con ella si no le crees? ¿Si no confías en ella?
Sebastián abrió la puerta y entró dejando abierto para que Álvaro lo siguiera.
—¡Mira quién está aquí, Sarah, tu noviecito! —Gritó Sebastián una vez dentro.
—Sebastián, no soy su novio —replicó Álvaro entrando al departamento, la belleza del lugar se veía opacado por el desorden que allí reinaba, totalmente contrario a como lo vio hacía unos días atrás.
Sarah salió del cuarto saltando en un pie. Álvaro se adelantó a ayudarla y la llevó al sofá, Sebastián no hizo amago de acercarse para ayudarla, al contrario, se sentó en el gran sofá como si fuera el dueño del mundo.
—¿Qué hace aquí? —preguntó Sarah asustada más que nada por la reacción que Sebastián pudiera tener.
—Quiere verte, saber que te tengo bien cuidada —contestó Sebastián por él.
—Tienes que ir a control con el doctor Santillana —dijo Álvaro.
—Lo sé, pero…
—Ve con él. Eso es lo que quieres, ¿no?
Sarah lo miró con una tristeza infinita y Álvaro sintió lástima por ella y más odio contra Sebastián.
—Sebastián… —dijo ella con voz suplicante.
—Te lo vuelvo a preguntar —Álvaro estaba molesto— ¿Por qué estás con ella si no confías en su amor por ti?
Sebastián sonrió con ironía y se levantó de su asiento para pararse mirando afuera al ventanal.
—¿Quieres saber la verdad? Si estoy con ella es para sacarle toda la información posible de la muerte de mi papá, ella lo mató y necesito su confesión.
Sarah reprimió un gemido. Álvaro la miró, sus ojos estaban aguados, la llevó hasta el sofá y la hizo sentar.
—No puede ser cierto eso que dices —dijo Álvaro atónito
—Lo es. ¿Tú crees que yo podría estar enamorado de una mujer como ella? —Hablaba como si ella no estuviera presente— No podría ni siquiera hacer el amor sin sentirme asqueado, si tú la vieras… sentirías lo mismo que yo.
—Sal de aquí —ordenó Álvaro—, no puedes tratarla de esa manera.
—Tiene razón, Álvaro, nadie podría amarme, menos él. Es mi culpa —intervino Sarah.
Álvaro la miró un segundo y luego caminó con decisión hacia Sebastián.
— Vete de aquí y no te vuelvas a acercar a ella —amenazó—. Ella no merece que la traten así y no lo permitiré, ni de ti ni de nadie.
—Bueno, me sacas un peso de encima, es demasiado tedioso tener que cuidarla. Las pruebas del asesinato de mi papá apuntan a ella de todos modos, no necesito su confesión para pudrirla en la cárcel.
—No si yo puedo evitarlo.
—¿Serás su abogado defensor? —Preguntó riendo— Es un caso perdido.
—Ya lo veremos. Ahora vete de aquí.
Sebastián dio la vuelta, caminó en dirección a la puerta, miró a Sarah por un milisegundo y salió golpeando la puerta con fuerza. Álvaro se agachó frente a Sarah que lloraba desconsolada y asustada.
—Tranquila, pequeña, todo saldrá bien —le dijo él con ternura.
—Cuando fue el accidente, mi vida fue en picada, sentía que caía a un hoyo profundo y n***o que no tenía fin, y que Sebastián me dejara fue caer al vacío sin poder evitarlo —le confesó llorando mientras Álvaro acomodaba el cabello de Sarah detrás de sus orejas con cariño—, ahora me siento igual… siento que estoy cayendo nuevamente.
—Mírame, pequeña —le pidió con suavidad, ella lo miró con su rostro congestionado—. Yo no soy él. Yo no te dejaré caer.