Mari
Dos semanas después del accidente del oso, mi vida había retomado su caótica normalidad… al menos en la superficie.
Me asignaron a una nueva comisaría. No una mejor. Ni más luminosa. Ni con una cafetera que funcione ni compañeros que sonrían o recuerden tu nombre. No. Me enviaron a una de esas estaciones policiales que parecen existir solo para completar el cupo de pesadillas urbanas. Olvidada por Dios, por el ayuntamiento y hasta por los mapaches del barrio. Una comisaría donde huele a sudor rancio, a papeles húmedos y a frustración enquistada. Donde los fluorescentes parpadean con crisis existencial y el barrio alrededor vive al borde del motín, como si estuviera esperando una excusa para explotar.
Una joya, vaya.
No necesitaba una investigación interna para saber que este "maravilloso" traslado venía con dedicatoria. Sin duda, mi antiguo jefe tuvo algo que ver. Porque a una agente con mi expediente —tres idiomas, título en Económicas, excelente comportamiento y cero sanciones— no la mandan a patrullar una cloaca urbana sin que alguien mueva hilos con saña.
Pero bueno. Mejor enfrentarme al crimen organizado que seguir escuchando las babosadas de ese comisario con pretensiones de Casanova, de miradas como dagas untadas en aceite y esas propuestas “sutiles” de pasar la noche juntos “para relajarnos”. No, gracias.
Sí, quise denunciarlo. Estuve a punto. Pero su anterior asistente —una chica con más experiencia en supervivencia institucional que en trabajo de campo— me detuvo antes de estampar la queja.
—No vas a lograr nada, Mari —me dijo con esa resignación amarga que solo da la experiencia—. Solo conseguirás ponerte una diana en la espalda. Nadie querrá escándalos. Además, él nunca te obligó a nada. No hubo fuerza física. No hay agresión, solo… insinuaciones.
—¿Insinuaciones? ¡El muy cretino me propuso que fuera su amante! —repliqué, furiosa.
—Sí. Y da pena su mujer. Y sus hijos. Y sobre todo, Mari, ten en cuenta quién es su suegro. Tú eres una agente más. Él es “intocable”.
Mi orgullo chillaba. Quería gritar, pelear, hacer justicia. Pero mi instinto de supervivencia le tapó la boca con cinta adhesiva. Así que me callé. Aunque no del todo.
Grabé una de esas “insinuaciones”. Una conversación donde, sin rodeos, me sugería una relación “ventajosa para ambos”. Cuando le mostré el audio al pedir el traslado, se rio. Se rio en mi cara.
—¿De verdad crees que alguien va a tomarse esto en serio? Lo van a ver como una broma, Mari. Una broma privada entre compañeros.
Y eso fue todo. Ninguna represalia para él. Ninguna justicia para mí. Solo un cambio de destino... al fondo de la ciudad. Donde hasta los mosquitos parecen armados.
Pero al menos, pensé, aquí nadie me invita a “tomar una copa en su despacho”.
Por ahora.
Me presenté el primer día con el uniforme perfectamente planchado, la carpeta con mi historial impecable y la esperanza moderada de que esta vez las cosas serían distintas.
Desde el primer momento, el ambiente fue denso. Masculino. Saturado de testosterona rancia y egos desmedidos. Las pocas mujeres que trabajaban allí llevaban ojeras, armaduras invisibles o ese aire resignado de “no me hables si no traes café o una orden judicial”.
Al pasar por la sala principal, no faltó el clásico comentario de bienvenida. Uno de los veteranos, con barriga cervecera y aliento a chorizo de cantina, soltó sin despegar los ojos del periódico:
—Por fin nos mandan algo bonito para mirar… ya era hora.
Risas. Palmaditas. Ninguna sorpresa. Otro, más joven y con menos filtro, añadió entre dientes:
—Espero que sepa usar la pistola… y no solo para chuparla.
Más risas. Yo apreté los dientes. No dije nada. Porque sabía perfectamente cómo funcionaba el juego: si respondes, eres la conflictiva. Si callas, eres la frágil. Y si te ríes… te toman por disponible.
Así que respiré hondo, como tantas veces antes, y seguí caminando. Derecha. Digna. Invisible, pero perfectamente visible.
Porque ese era el verdadero uniforme en lugares como este: la piel gruesa y la lengua amordazada.
El comisario —un hombre a punto de jubilarse, con cara de estar jubilado desde hacía años y solo su cuerpo aún presente— no levantó siquiera la vista cuando firmó mi incorporación. Sus ojos seguían fijos en unos papeles arrugados, y con el mismo entusiasmo con el que se empuja una escoba rota, me arrojó un juego de llaves del casillero.
—Bienvenida al infierno, agente —gruñó, como quien recita un eslogan que ha repetido demasiadas veces—. Aquí o te curtes... o te mueres.
Encantador.
Me limité a asentir con profesionalismo. Es decir, tragué saliva, fingí que no me dolía el alma y apreté los dientes. Estaba decidida a no dejarme arrastrar por el ambiente rancio desde el minuto uno.
Tras la firma seca del comisario, el sargento —que hasta ese momento había sido parte del mobiliario institucional— se aclaró la garganta y habló, esta vez con menos ganas que un lunes sin café:
—Por cierto, Álvarez. La destinan al grupo de Homicidios.
Me detuve en seco, a medio paso del umbral. Me giré con lentitud, como si cada célula de mi cuerpo se negara a procesar lo que acababa de oír.
—¿Perdón?
—Que va a Homicidios —repitió, esta vez con algo que se parecía vagamente a resignación—. Tiene reunión en la Sala 2. Con el inspector William Morales.
Y ya está. Lo soltó como quien te dice “el baño está al fondo a la izquierda”. Ni una pizca de dramatismo. Ni un mínimo de advertencia de que acababa de meterme en la boca del lobo.
Homicidios. El grupo estrella. El más exigente. El más expuesto. El que siempre está bajo lupa. Donde cada palabra queda registrada, cada error se paga con expediente, y cada paso en falso puede acabar con la bala en la cabeza. Una maravilla, justo lo que necesitaba para estabilizar mi carrera después de un traslado forzoso y una crisis vocacional que aún me hacía cosquillas en el estómago.
Respiré hondo. Me ajusté el cinturón del uniforme con ese gesto que las mujeres en ambientes hostiles usamos para sostener algo más que la pistola. Caminé hacia la Sala 2 con paso firme, el sargento acompañándome unos metros detrás. Aunque por dentro… por dentro me temblaban hasta las pestañas.
Abrí la puerta y me congelé.
Él también.
Allí estaba. De pie, junto al pizarrón, explicando algo a otro agente. Uniforme impecable, rostro serio, ceño ligeramente fruncido… y esos mismos ojos verdes que no iba a olvidar, aunque viviera cien vidas. Los del tipo que se había despertado en mi sofá, con mi café en la mano y mi oso como arma homicida.
El hombre del oso.
El desconocido de la noche más absurda de mi existencia.
El inspector Morales.
Mi nuevo jefe.
Y como si el universo aún no estuviera satisfecho con su guion de comedia negra, el sargento que venía detrás de mí completó la escena con total naturalidad:
—Inspector Morales, ésta es la agente Álvarez. A partir de hoy queda bajo su mando.
Un silencio denso descendió en la sala. Todos los presentes —incluidos él y yo— procesamos esa información en tiempo real. Yo intentaba mantener la cara neutra, pero mis neuronas corrían como gallinas sin cabeza.
William Morales me observaba. Con atención. Con reconocimiento. Y con esa incómoda chispa en la mirada que decía: “Esto es real. Y no tengo ni idea de cómo actuar.”
Y yo... yo deseaba con todas mis fuerzas que no recordara el oso.
Pero por la expresión que empezaba a dibujarse en su rostro, tenía toda la pinta de que sí.
Yo tampoco sabía cómo actuar, inspector.
Yo tampoco.