William Carlos, Bruno y Santi abandonaron la sala uno tras otro, como ratas agradecidas de escapar del barco. Me quedé de pie junto al pizarrón, borrando con fuerza cada trazo como si pudiera limpiar también la tensión que se me había incrustado en los hombros. Sentía su presencia. No necesitaba girarme para saber que la agente Álvarez seguía allí. Lo sabía. Estaba demasiado recta. Demasiado callada. Como si esperara una orden… o un disparo. La incomodidad se me anudó en la espalda. —Escucha, Álvarez —dije con voz seca—. No recuerdo bien lo que pasó aquella noche. Y te aconsejo que no te encargues de recordármelo. ¿Entendido? —Sí. Entendido —respondió, firme. —Así me gusta. Trabajo es trabajo. El resto… no importa. Mentira. Porque sí importaba. Aunque solo fuera para mí. Pero no ha

