Mari Cuando cerré la puerta de casa, lo primero que hice fue quitarme el uniforme y meterla en la lavadora. No por higiene. Ni por costumbre. Fue un acto de liberación pura. Como si al deshacerme del olor y manchas también pudiera quitarme el peso de todo lo que había pasado en menos de cinco horas. Silvia apareció desde el pasillo, con su taza de té de jazmín en una mano y una mascarilla de arcilla verde que le daba aspecto de marciana amable. —¿Ya? ¿Qué pasó? ¿Te despidieron o te ascendieron por accidente? —preguntó con una ceja arqueada y ese tono entre sarcasmo y ternura que la hacía insoportablemente buena en su trabajo como psicóloga. —Vomité sobre mi jefe. Luego me desmayé. Me desperté encima de una mesa de autopsias. —Arrojé la capsula de detergente en el tambor de la lavadora

