Mari. Estaba colocando las tazas cuando sonó el timbre. Un sobresalto me atravesó como un calambre. Miré el reloj: apenas habían pasado diez minutos desde la llamada con Steve. No podía ser él. Me acerqué a la puerta con cautela. Miré por la mirilla. Era Silvia. Abrí. —Hola —dijo al entrar, quitándose el abrigo sin mirarme—. Me olvidé las llaves en la clínica. ¿Estás sola? Asentí en silencio y regresé a la cocina. Silvia siguió hablando desde el pasillo mientras se desvestía, contándome cosas del trabajo, como hacía siempre que entraba. Pero hoy no la escuchaba. Tenía la mente en otro lugar. En una celda gris, fría, sin ventanas. Con William. —Imagínate —decía ella—, hoy vino un chico de diecisiete años. Guapo, brillante, de familia rica… y sin ninguna gana de vivir… Entró en la coci

