Capítulo 23

1599 Words
Nicolae Dobrin era herrero. Trabajaba con su padre convirtiendo el fierro en adornos, trabajos de arte, herraduras y también hebillas, picaportes y bisagras. Su papá era muy respetado en Sfantu Gheorghe. Todos lo conocían y le pedían sus trabajos, porque no solo era responsable, sino tenía fino gusto, era minucioso, detallado y jamás falló en labor alguna que le encomendaron. Su hijo heredó esa minuciosidad. Los pequeños detalles lo absorbía cuando hacían chapas o picaportes y siempre buscaba lo diferente pero exacto, lo curioso pero excelente y lo servible a lo inservible. Esa misma curiosidad lo hizo buscar otros rumbos a Bucarest. Habían terminado sus estudios de economía pero quería más en su vida, soñaba en fortunas, empresas sólidas, metas lejanas y tenía anhelos de grandezas. Luego de entrar a trabajar como empleado en una poderosa firma importadora de autos, se enamoró de Helena Dumitrescu, la hija de la dueña de la entidad, y al poco tiempo contrajeron nupcias en una fantástica boda, con mucho estrépito e invitados. Helena era muy hermosa, rubia, de ojos celestes y despampanante figura y Nicolae alto, fuerte, guapo, macizo y sobre todo ambicioso y resoluto en todo lo que hacía. Eran la pareja perfecta. Al morir la dueña de la importadora, entonces Nicolae se hizo cargo del negocio y en menos de seis años ya era propietario de una gran fortuna. Nicolae, sin embargo, no podía tener hijos. Padecía de azoospermia. No producía espermatozoides. Helena no entendió razones. -Yo no me casé contigo para tenerte de adorno, le disparó es tarde que discutieron acaloradamente en la oficina de Nicolae, yo quiero tener hijos- Dobrin lo había hecho todo. Se trató con un millón de médicos, apeló a medicinas naturistas, incluso optó por la brujería en Transilvania pero jamás pudo superar el desequilibrio hormonal. Como era hija natural de Inga Dumitrescu, ella le quitó el manejo de la empresa y se divorció. Nicolae Dobrin quedó en la calle. Su resentimiento se hizo enorme. Quedó herido y se sintió miserable, con una herida abierta en el corazón y el alma rasguñada, jurando venganza. Fueron años malos para Nicolae, trabajando en oficios pequeños, metido en problemas policiales por robos y hurtos, y se enredó con gente de mal vivir. En medio de esa vorágine de resbalones y rodadas, peleas en bares, asaltos a transeúntes ebrios y noches de frío intenso, conoció a Mihai Lupescu, un oscuro personaje del submundo delictivo de Bucarest. -Está buscando gente para un trabajo sencillo-, le dijeron. Dobrin se presentó junto a otros tres sujetos. Lupescu era un tipo raro, encorvado, la nariz afilada, le faltaba un ojo y escupía cuando hablaba. Pero tenía mucho dinero producto de un negocio que a Lobrin le pareció una panacea: trata de personas. -Van a venir tres señoritas de Sudamérica. Quiero que las cuiden, las traten bien y las lleven a Ilfo, más allá del aeropuerto-, dijo Lupescu. les adelantó una buena cantidad de dinero a cada uno y les dio, también, una pistola. -Por si acaso-, echó a reír enigmático. La avioneta descendió en un descampado de Otopeni. Y en efecto, bajaron tres jóvenes mujeres que venían somnolientas, borrachas, desparramándose bajo abrigos de frazadas. Se chorreaban por el sueño y sus piernas se doblaban como alambres. -Están drogadas-, le dijeron a Dobrin. Las cargaron y las llevaron en brazos al camión que esperaba a unos metros. La curiosidad siempre campaneando en los sesos de Nicolae le hizo saber que las chicas habían sido secuestradas, dopadas y serían ofrecidas como prostitutas de alto vuelo por Lupescu en su finca en Ilfo. .¿Y le deja dinero?-, preguntó curioso. Uno de los sujetos echó a reír. -Cuando son árabes pagan millonadas-, estalló en carcajadas. A Dobrin ya no le disgustaban los negocios turbios, los malos pasos o estar al margen de la ley. Después de separarse de Helena se codeó con delincuentes de toda calaña y supo que el miedo es solo una mochila que estorba cuando se desea ser avezado. La hacienda de Lupescu no era muy grande tampoco, pero sí estaba escondido entre matorrales y arbustos enormes. A Dobrin le dijeron que habían hasta diez mujeres, y que eran ofertadas a jeques, mafiosos, delincuentes y millonarios excéntricos por horas de placer. A veces vendía una que otra pero era difícil por el temor a que interpol le siguiera el hilo. Aceptaba, en todo caso, solo si era un mandarín al margen de la ley en China, un jeque loco nómada en el desierto o un millonario demente con propiedades en las selvas africanas. Esas eran sus condiciones. Dobrin supo que Lupescu convertía a las mujeres en maniquíes vivientes: las dopaba dejándolas sin reacción, haciéndolas piltrafas humanas que satisfacían los requerimientos de esos hombres sin oponer resistencia, complaciéndolos en todo, igual a esas muñecas inflables que había visto en las tiendas eróticas, pero esta vez ellas eran de carne y hueso. -Es inhumano-, protestó a Lupescu. El lo miró con su único ojo, estiró la sonrisa y le escupió la cara. -La vida es inhumana-, le respondió riendo. Dobrin averiguó qué droga usaba, las cantidades que administraba, cómo se alimentaban ellas y cómo hacían sus necesidades, todo. Se preocupó también en saber sus rutas y sus contactos en Sudamérica para la importación de esas chicas. Además se agenció los móviles y e-mails de los jeques, mandarines, millonarios y locos que hacían tratos con Lupescu. Cuando Mihai se enteró que Dobrin había fisgoneando en su computadora, no se molestó. Lo llamó a su oficina y le invitó un vaso de socata y le dijo que no le gustaba la gente que es desleal. Dobrin sonrió. -No es deslealtad, es admiración-, le respondió. Era cierto, después de todo. Nicolae se había admirado no solo del perfecto funcionamiento de la maquinaria de Lupescu, sino también del millonario rendimiento del negocio. Dobrin veía desfilar las limusinas con los potentados sujetos llegando ansiosos de unas horas de placer y también veía los pagos en cuantiosas cantidades de dinero que recogían, noche a noche, los empleados de Mihai, en bolsas de polietileno y que guardaban en una bóveda de hormigón. También el cuidado excelso que brindaban a las mujeres, rodeado siempre de destacados galenos, muchos de ellos renombrados y famosos en Rumanía y que cobraban sumas cuantiosas no solo para la atención de las mujeres sino también para mantener su silencio. Lupescu le pidió cortésmente a Dobrin que se fuera. Le extendió mucho dinero y le rogó que no dijera nada de sus turbios manejos. Nicolae arrugó las cejas, estrujó la boca y se marchó enfadado. Pero Luspescu había ordenado que cuando Dobrin ya esté alejado fuera de la finca, lo ultimaran. Nicolae lo sospechaba. No podía haber sido la despedida tan fácil, así por así. Por ello que, cuando se retiró en su Dacia Logan, cargó una metralleta que había comprado unas noches antes y apenas fue cerrado, a mitad del camino por varios sujetos que lo esperaban sonrientes, los liquidó con una potente ráfaga, haciendo saltar sus carnes como esquirlas y reventando sus cabezas sin compasión. Un mes después, Lupescu se extrañó que no tuviera clientes ni llegaran los médicos y que sus esbirros brillaban por su ausencia. Las chicas empezaban a reaccionar a las drogas y se ponían histéricas y frenéticas, gritando y pidiendo auxilio. En ese laberinto, Mihai preguntó a su cocinera dónde estaba todo el mundo. -Se fueron con un tal Dobrin-, dijo ella. Lupescu sintió hervir su sangre en las venas y muchos rayos y truenos empezaron a rebotar en sus sesos. Tembló de furia. Llamó en su móvil a mil contactos pero nadie respondía. Esa misma noche llegó la interpol a su hacienda en Ilfo. Los efectivos se descolgaron de helicópteros y rodearon la casa. Lupescu llamó de inmediato a su contacto en la gobernación de Bucarest. -Interpol no puede intervenir en Rumanía. De inmediato vamos allá-, le dijo el contacto, pero ya era tarde. Tanya Tressor tenía apuntando su arma a las narices de Lupescu. -Mueve tu maldito ojo y eres cadáver-, le dijo la mujer. -¡Tenemos a las chicas!- , gritó uno de sus ayudantes. Tanya ordenó entonces a todos irse. Lupescu gritó, renegó, disparó su pistola, pero tal igual llegaron, los miembros de interpol se marcharon. Minutos después llegó Dumitru Belodedice, el gobernador. - ¡¿Dónde diablos se habían metido?¡-, ladró Lupescu. -Lo siento, Mihai, pero ya no trabajo para ti-, dijo, sonriente Belodedice. -¿De qué rayos hablas?-, insistió Lupescu, De repente oyó una voz detrás de Dumitru. -Que ahora yo soy el jefe-, dijo alguien festivo y triunfal. Era Nicolae Dobrin. Se alzó delante de Lupescu y mirándolo fijamente a su único ojo le aclaró, -a mí tampoco me gusta la deslealtad y tú ordenaste que me mataran pese a que te dije que te admiraba- -Tú llamaste a la interpol, hijo de perra-, renegó Lupescu. Fue lo último que hizo. Un certero balazo disparado por Dobrin se le metió justito en el ojo bueno que le quedaba a Mihai. Dobrin vendió la propiedad de Lupescu, se apoderó de todo su dinero y con Dumitru Belodeice, decidieron reanudar el negocio, de manera más camuflada, menos arriesgada y mejor planeada, con salidas menos frecuentes y sin arriesgar la salud de las mujeres. -Tengo el hombre indicado en Sudamérica-, le dijo contento Belodedice. Nicolae estaba en su gloria con los millones decomisados a Lupescu y la posibilidad de seguir sus huellas, acumulando, igualmente, una mayor fortuna con aquel increíble negocio de la trata de personas. -¿Quién es?-, preguntó. -Mariano Cornejo-, anunció Beloledice.
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