Frank sentía que el dolor le abría un hueco entre la espalda y el pecho. Era como si llevara una garra filuda en el pecho, que constantemente le arañaba la carne hasta punzarle los huesos. El resto de su cuerpo, pasmado por el desconcierto, se mantenía en una escalofriante rigidez, encarcelado bajo el yugo de la culpa y del remordimiento. El frío que sentía le recorría la ancha espalda desde la cabeza hasta los pies. Nunca en su vida había sentido un frío semejante a ese. ¿Por qué sentía la ausencia absoluta del calor? ¿Por qué le parecía que estaba desnudo enfrente de toda esa gente? Le costaba trabajo respirar con normalidad y apenas lograba mantenerse en pie. Le dolía cada inhalación y le parecía que el alma le abandonaba el cuerpo con cada exhalación. Sentía que el dolor le dejaba la piel en carne viva, expuesta a cualquier infección. Quizás, algún día la herida cicatrizaría, pero sabía que debajo de esa costra siempre se ocultaría el pus.
Aspiró nerviosamente el humo del cigarro y dejó caer la cabeza. Los ojos se le repletaron de lágrimas, pero se negó a soltar el llanto. Entonces inhaló profundo y el olor de su padre le golpeó el olfato como un puño. El viejo, como siempre, olía a tabaco, a whisky, a perfume barato. Pero, aun por sobre esa intensa mezcla de olores varios, Frank podía percibir su intenso hedor a podredumbre.
Con un gesto rabioso, tensó el mentón y apretó los dedos al bruñido crucifijo. Nuevamente aspiró el humo del tabaco y levantó la mirada. Unos pasos más allá, cerca de una tumba, divisó que un hombre echaba la última paletada de tierra sobre la fosa de su madre. Parpadeó, y sintió que el aire se adensaba alrededor. Dilató las fosas nasales y aspiró una profunda bocanada de aire. Pensó en su madre, en su miserable muerte, en toda esa asquerosa tragedia. Las preguntas se le sucedieron en tropel, demasiado rápida como para poder razonarlas. ¿Se había sentido sola en el momento de su muerte? ¿Había sentido dolor? ¿Había dicho su nombre antes de fallecer?
El odio lo asaltó como una repentina enfermedad: el estómago se le enroscó y sintió que el asco lo empujaba a vomitar. Con la boca repleta de la baba amarga de la náusea y pálido como un muerto, apretó los puños en un claro gesto de frustración. Por culpa de un desgraciado asesino inhumano, había perdido a su madre y ya no la volvería a ver. Pero conocía el rostro de ese bastardo y sabía su nombre a la perfección: Dino Caputo, el mal nacido de Dino Caputo. El corazón le galopó bajo el pecho y los dedos le temblaron de ira. Quiso matarlo con sus propias manos. Anheló empaparse la ropa con su asquerosa sangre y ver cómo el bastardo dejaba de respirar. ¿Por qué no había logrado reaccionar? ¿Por qué no lo había matado? Si lo hubiese hecho en su momento, ella no estaría enterrada en ese lugar.
Sintió el impulso de gritar a viva voz, pero su voz murió asfixiada en su garganta. Entonces dilató las fosas nasales y echó la cabeza hacia atrás. En su rostro, pálido como una lámina traslucida, brillaron sus ojos rabiosos. Semejaba un peligroso animal a punto de atacar.
De improviso, se escuchó un grito:
—¡Por tu culpa está muerta, maldito bastardo cobarde!
Frank parpadeó y miró hacia atrás. Entre un mar de rostros, divisó la pálida cara de Max. Estaba delgado, ojeroso, y el traje n***o que vestía le hacía parecer un escuálido cuervo. A juzgar por el cabestrillo que le protegía el pecho y el rictus de dolor que le deformaba el gesto, la herida de bala aún no sanaba del todo.
Con la indiferencia que le caracterizaba, Frank le rehuyó la vista, aspiró una bocanada de humo y se miró las botas. Max, rojo de ira, sintió que Frank le había propinado un brutal puñetazo en el rostro.
—A ti te hablo, maldito cobarde— rabió entre dientes—. Si hubieses disparado hace un mes atrás, mi madre seguiría con vida. Por tu culpa está muerta. Tienes las manos manchadas con su sangre.
Frank parpadeó, pero siguió en la misma posición. En ese momento, se oyó la carrasposa voz del viejo:
—Calla, imprudente. Respeta el funeral de tu madre y guarda silencio.
Max miró al viejo con incredulidad. Con las fosas nasales dilatadas se dio la media vuelta, dispuesto a retirarse. De improviso, volvió sobre sus pasos, se aproximó a su padre y lo encaró:
—¿Por qué lo proteges? Sabes muy bien que tu esposa murió por culpa de él.
El viejo lo miró con evidente enojo.
—No protejo a nadie, pues ambos son mis hijos. Cállate y muestra respeto por los muertos.
Max lo escrutó con un desprecio implacable: miró la frente rugosa, los ojos cansados, la insipiente barba canosa. Sintió que el poco dominio que le quedaba de sí mismo se le disolvería en un arrebato de ira. Quizás por odio o tal vez por temor, desvió la mirada de su padre y miró a la pequeña multitud que se había congregado alrededor. En los rostros de los hombres percibió el miedo y el desconcierto mezclados. Entonces la rabia, ese sentimiento que jamás había tratado de doblegar, lo sacudió.
—Son todos unos malditos cobardes—gruñó—. Si yo hubiese estado cuando mataron a mi madre, habría acribillado a todos esos bastardos. — Volvió la vista hacia su padre, lo miró de arriba abajo y le espetó—: La vejez te tiene enfermo. Ya ni siquiera eres un hombre.
Asombrado por la violencia del insulto, Frank se volvió a mirarlo. Max, rígido como una estatua y con las manos empuñadas, permanecía a unos centímetros de su padre. El viejo miró primero a Frank y luego a Max. Entonces se abalanzó sobre este último y le propinó un bofetón con una fuerza tal que le partió el labio a la mitad.
—Nunca más te dirigirás a mí de esa manera — le dijo con voz torva — .No olvides quien soy, muchacho.
Max se llevó una mano a la cara y se volvió a mirarlo con ojos desorbitados. Una huella colorada le inflamaba el pómulo y la sangre le brotaba por un extremo del labio. Con un gesto rabioso, soltó un escupitajo sanguinolento al suelo y miró a Frank de soslayo. Frank también lo observaba, y en su cara se asomaba el desprecio. Entonces Max se inclinó sobre el suelo, cogió un puñado de tierra y se abalanzó sobre él.
—¡Tú, maldito cobarde, deberías estar bajo tierra y no ella! —le gritó, arrojándole la tierra a la cara. Frank volvió el rostro hacia el costado y entrecerró los ojos. Max retrocedió un paso y lo miró como si no lo conociera. —Un día, no muy lejano, me lo vas a pagar.
El viento acreció.
Entonces se oyó la voz del viejo:
—¡Sáquenlo de acá!
En una exhalación, un par de hombres tomó a Max de los brazos y se lo llevaron en andas del lugar. Max trató de zafarse de sus captores, pero no lo logró. Todavía estaba débil y la tristeza que sentía era demasiado inmensa.
El viejo miró a Max y luego a Frank. Frank, desafiante, alzó la barbilla. Y, como cuando era un adolescente, lo miró con un desprecio implacable y volvió la vista al frente.
ººº
En el salón, una enorme habitación amueblada con amplios sillones de cuero y alfombras gruesas, un grupo de hombres bebía alcohol y fumaba. Las botellas de whisky se esparcían por el suelo y la comida se mantenía servida sobre las mesas. Olía a tabaco, a sudor, a alcohol. La lluvia caía sin parar y el viento arremetía contra las ventanas. La leña crepitaba quedamente en la chimenea, y la luz vacilante del fuego alumbraba el pálido rostro de Max.
De improviso, las puertas se abrieron de par en par y el viejo ingresó en la habitación a paso cansino. Max ni se inmutó, pero el resto de los hombres se levantó rápidamente del sillón. El viejo, vestido pulcramente de n***o, alzó una canosa ceja y miró alrededor.
—Saquen esas botellas de acá y enciendan la luz—ordenó.
Antes de que los hombres pudiesen reaccionar, la figura de Frank apareció bajo el umbral. Se había quitado la corbata, el saco, y llevaba una botella de ron en la mano. Iluminado por la tenue luz de la chimenea, su rostro adquiría un cariz aterrador. Estaba desmelenado, ojeroso, y parecía que los pómulos le sobresalían del rostro. Tenía los labios sumamente apretados y una extraña veta de rencor comenzaba a oscurecerle los ojos. Era otro. Los hombres se miraron entre sí, pero no murmuraron palabras. Entonces uno de ellos se aproximó hacia él y le dijo:
—¿Necesitas algo, Frank?
Frank le lanzó una mirada esquinada, pero no respondió.
Entonces Max, enterrado en el sillón, intervino:
—Un par de pelotas. —Soltó una risita estridente que reprimió enseguida.
Nadie más rio.
Pronto, las luces de las lámparas iluminaron la habitación. Frank, desde su altura, miró a su hermano. Max tenía manchas de sangre en la cara y en la pálida carne de la mejilla se veía la huella amoratada de la mano del viejo. Frank meneó la cabeza, caminó unos cuantos pasos y se echó en un sillón. Entonces abrió la botella, bebió un largo sorbo y suspiró. Enseguida, volvió la vista hacia el viejo y endureció la expresión.
— Diles que se larguen— le dijo, y su cara apenas cambió.
Había algo duro, hostil en el tono. El viejo bajó las cejas y lo observó: miró los ojos endurecidos, las fosas nasales dilatadas, el mentón contraído. Ese no era el Frank que conocía. Era otro.
Max, ajeno al razonamiento de su padre, miró a Frank y le espetó:
—Pero ¿quién mierda te crees…?
—Calla—le interrumpió su padre con voz tajante—. No abrirás la boca hasta que yo te permita hablar.
La orden, enmarcada por el desprecio en la voz, sonó intimidante. Max dilató las fosas nasales y miró al viejo con un gesto delirante. Indiferente a la rabia de su hijo, el viejo miró al resto de sus hombres y les dijo:
—Denme un tiempo a solas con mis hijos.
Los hombres asintieron y se retiraron enseguida.
Al comprobar que nadie más podía escuchar la conversación, Frank se reacomodó en el sillón, miró a Max fijamente y le dijo:
—Es la última vez que permito que me culpes por la muerte de mamá. —La frialdad de sus ojos oscuros sumada a la tensión de la quijada, resultó intimidante. Max lo miró sin parpadear. Frank se llevó una mano a la quijada, se lamió los labios y agregó—: Si alguna vez vuelvo a escucharlo de tu puta boca, será la última vez que logres hablar.
Max, boquiabierto, miró primero a su padre, luego a Frank.
—Pero ¿Qué mierda crees…?
—¿Lo entendiste? —le interrumpió Frank con voz tan fría como sus manos—. ¿Entiendes que si vuelves a culparme, te cortaré la puta lengua de raíz? —No había alzado la voz y su rostro no demostraba ninguna emoción.
Max chasqueó los labios con rabia, pero no se atrevió a replicar. Sintió cómo el odio y la envidia le estrujaban el corazón hasta cortarle la respiración. Enrojeció y frunció duramente el ceño. Entonces el viejo, quien se había mantenido en silencio, intervino desde su asiento:
—Ya lo entendió.
Frank se volvió a mirarlo y bajó peligrosamente las cejas.
—No he terminado—acotó. Desvió su atención hacia su hermano, encendió un cigarro y continuó—: No me importa si me odias o no, pero nunca más volverás a demostrar en público que esta familia no es lo que aparenta.
Max parpadeó como si no lo hubiese oído.
—¿De qué hablas, imbécil?
Frank endureció aún más la expresión y miró a Max con atención: vio las pestañas claras, la cobriza barba que le cubría la redonda barbilla, los pequeños ojos azules, la delgada boca partida. Miró el cuerpo pequeño y frágil, las manos finas, los dedos cortos. Max era la viva imagen de su difunta madre. Suavizado, quizás, por el recuerdo de ella, inhaló una profunda bocanada de humo y murmuró:
— Hablo de nuestras diferencias. Si quieres demostrar que me desprecias, hazlo en privado; donde nadie más nos vea. Pero el resto del mundo debe creer que estamos más unidos que nunca.
Max, algo avergonzado, tragó saliva y asintió. Frank miró alrededor y reconoció el orden y el toque de su madre en cada rincón de la habitación. Una vez más aguantó la culpa por su madre muerta con un carraspeó y agregó:
— Y en cuanto a los Caputo, los quiero a todos muertos.
El rostro de Max se iluminó.
—¿A todos? —le preguntó con una nerviosa sonrisita.
Frank lo miró de soslayo y contestó:
—Sí, todos: tío, sobrinos, primos, nietos. Quiero terminar con su asqueroso legado. No quiero que los recuerden.
Entonces el viejo, quien había contemplado la escena en silencio, lo miró como si no lo conociera.
—Iniciarás la guerra, muchacho, por una cuestión personal. Tú quieres venganza y eso podría llevarnos a perder todo.
Frank esbozó una sonrisa extrañamente retorcida. En sus ojos, oscuros como la noche, se asomó un relámpago de rencor.
—O podrías quedarte con todo el negocio—replicó. Echó la colilla del cigarro en la botella, apretó los dedos al crucifico y continuó—: Lo que hizo el bastardo de Dino Caputo fue una cobardía. Si te hubiesen matado a ti o a este otro, yo no habría movido ni un puto dedo. Ustedes estaban metidos en esta mierda hasta el cuello, pero ella no.
Max sintió un repentino bochorno ante el sincero reproche de Frank. Los ojos se le repletaron de lágrimas. Él era parte de esa mierda y sus hombres habían iniciado la tragedia. El sentimiento de culpa que sentía crecía, día tras día: él también era responsable de la muerte de su madre, y el solo hecho de pensar en la forma en que había sido acribillada lo hacía sentir miserable.
El viejo se tomó un momento antes de hablar, midiendo sus palabras con cautela:
—Entiendo y comparto tu dolor, Frank. Pero tu madre no hubiese querido esto.
Frank lo miró con odio puro.
—Pero ella ya no está, ¿o ya olvidaste que murió acribillada en el mercado? — Su voz sonó fría, sin vida —. ¿A qué le temes? ¿A qué tu nombre sea enlodado y que todo el mundo conozca lo que realmente eres?
El viejo levantó la vista y miró a su hijo sin pestañear y sin soltarlo. Frank también lo miró y sus miradas se cruzaron por un instante. En los ojos de Frank se leía un inconmensurable rencor. El viejo le rehuyó la vista y se puso serio. Había descubierto que, hasta ese momento, no conocía el carácter de su hijo. Frank era decidido, inteligente y mucho más frío de lo que jamás hubiese imaginado. Pero no solo el carácter de Frank había quedado al descubierto: también sentía que él se estaba redescubriendo. Ahora, después de la muerte de su mujer, se sentía diferente: un hombre más cauto, dubitativo, incluso temeroso. ¿Acaso la vejez lo estaba convirtiendo en otro?
Un poco incómodo por su nuevo descubrimiento, bajó los ojos y susurró:
—Yo amaba a tu madre. Vitoria fue…
—No te atrevas a nombrarla—le interrumpió Frank abruptamente, apretando el crucifico de su madre entre la palma—. Recuerdo el cariño especial que le tenías, sobre todo cuando la golpeabas o la engañabas con prostitutas.
Espoleado por el desprecio en las palabras, el viejo se incorporó súbitamente del sillón y caminó hacia Frank hasta plantársele en frente. Frank, inmutable, encendió otro cigarro, echó la cabeza hacia atrás y lo miró por debajo de sus espesas cejas negras. Magno Montanari ya no era el mismo hombre de siempre. La vejez lo había transformado en un anciano disminuido y enclenque. ¿Dónde había quedado el hombre moreno y corpulento que provocaba ese temor irracional en la gente? Ajeno a los cuestionamientos de su hijo, el viejo bajó los ojos y lo miró desde su altura: vio los ojos oscuros, las cejas altivas, el mentón contraído, la severa boca torcida. Lo vio cómo era: duro, racional, inexpresivo.
—Todos hemos cometido pecados en nuestra juventud, incluso ella—le dijo con voz fría—. Pero, al menos, yo ya pagué por cada uno de los pecados que cometí.
Y no mentía: el punzante dolor que le había acompañado durante esos días era el golpe más grande que había recibido en su vida.
Frank asintió con un hosco gesto y aspiró el humo del cigarrillo.
—No me interesa conocer todos tus pecados de juventud; ya tengo suficiente con los que conozco. —Exhaló el humo del tabaco y se lamió los labios—. ¿Podríamos concentrarnos en asuntos más importantes?
El viejo le lanzó una mirada esquinada y comenzó a caminar por la habitación. Entonces Max, quien había contemplado la escena con asombro, se limpió las lágrimas y dijo:
—Yo apoyo a Frank. Hay que matarlos a todos.
El viejo detuvo el paso y se volteó hacia ellos. Entonces miró primero a Max, luego a Frank.
—Ya estoy viejo para esto.
Frank asintió.
—No te estoy pidiendo permiso. Solamente te estoy informando. Si no quieres ser parte de esto, entonces puedes hacerte a un lado. Tú sigue con tus negocios, que de lo otro nos encargamos nosotros.
El viejo, grave y formal, asintió con un hosco gesto. Frank apretó los dedos al crucifico y, en silencio, prometió: «Vengaré tu muerte, mamá, cueste lo que cueste».
Sin gastar más saliva, el viejo giró sobre sus talones y se retiró.
Frank colocó la botella en el suelo, se incorporó y miró a su hermano sin decir nada. Max se levantó del asiento, dio un paso, le aferró la muñeca y lo atrajo hacia sí. Entonces lo abrazó.
—Vengaremos a mamá, Frank, claro que lo haremos—le dijo entre susurros.
Frank le respondió el abrazo con un gesto frío, pero no replicó.
ººº