Capítulo 25 – Cuidadosos

1994 Words
Por la mañana las gemelas no me dirigen la palabra desde que las despierto hasta que las dejo en la escuela. Seguro ya suponen que corrí a su padre. Tengo que prepararme para lo que viene con ellas. Me dispongo a retirarme de la escuela, aunque doy un par de vistazos para ver si encuentro a Sergio. Conduzco yo porque para lo que voy a hacer necesito privacidad. Es hora de ir con el abogado. Aaron dijo que llegaría por su parte, así que me dirijo a la ubicación que tuvo la cortesía de compartirme. Demoro casi una hora en llegar. Antes de entrar, me echo otro vistazo en la ventana de mi auto. Elegí una blusa blanca sencilla con mangas de tres cuartos y una falda negra en forma de campana que llega más debajo de las rodillas. Traigo el cabello recogido. Parezco oficinista, pero es mejor dar una impresión de seriedad. En el piso donde se encuentra la oficina del abogado Carlos Luján dominan los colores oscuros y huele a sándalo. Aspiro lento la fragancia dulce, es agradable… Cargo una carpeta rosa con el acta de matrimonio. La observo de reojo. Duele recordar cuántas ilusiones tenía cuando la firmé. En aquellos tiempos creí que jamás tendría que romper mis promesas, y ahora… todo se destruyó. Mi cuñado llega dos minutos después que yo. De inmediato se aproxima a mí. Viene vestido con un traje sastre gris y trae un portafolio. —Ten confianza. Carlos es uno de los mejores abogados —vuelve a repetir—. No tienes por qué preocuparte. Nos acercamos juntos a la secretaria. Es anciana, tiene el cabello blanco bien rizado y muestra un semblante amigable. —Tenemos una cita con el señor Luján —comenta Aaron. La secretaria se acomoda las gafas. —Claro, déjenme revisar —responde la señora. Todavía usa una agenda escrita a mano. No demora en asentir—. Por favor, tomen asiento, el licenciado los recibirá en unos minutos. —Luego levanta la bocina del teléfono alambrado. Vamos hacia la pequeña salita de piel color marrón. Jugueteo con un aro de oro que traigo puesto y me trueno uno a uno los dedos. —No sé si puedo hacer esto —confieso cabizbaja—. Este divorcio está arruinando mi vida. El hecho de que dude incluso en un lugar así lo empeora todo. Aaron coloca su mano sobre mi hombro. —Alisha ya me contó lo que Benjamín le hizo. No hay nada que arregle un matrimonio así. —Niega con la cabeza—. Él ya no tiene respeto por nada ni nadie. Se me cae la cara de vergüenza cuando me entero de que mi hermana se atrevió a confesarle lo que pasó con el infeliz de mi marido. En ese momento, el abogado Luján sale de su oficina. Primero saluda a Aaron. Me alivia comprobar que se conocen. Después se dirige a mí con un educado apretón de manos. —Usted debe ser la señora Rivera. Gracias por venir. Por favor, pasen. —Extiende el brazo hacia su oficina. Llama mi atención que en la pared están colgados varios amuletos. Es raro que un hombre que se dedica a ese oficio sea supersticioso. En medio hay un gran escritorio de madera y a los lados dos estanterías llenas de libros. El aroma a sándalo es todavía más intenso allí. Aarón aguarda a que me siente primero para hacer lo mismo. Noto que el abogado Luján es un hombre grande y con un semblante serio. —¿Cómo están hoy? —nos pregunta. —Un poco nerviosa, la verdad —digo—. Este divorcio va a ser… complicado. —¿Complicado? —El abogado frunce el ceño—. ¿A qué se refiere con “complicado”? —Tengo una herencia importante que mi esposo pretende dividir. Estamos casados por vienes mancomunados. —Le entrego el acta de matrimonio. —¿De cuánto hablamos? —pregunta mientras la lee. —Millones. —En ese instante imagino a Benjamín agasajando a Mabel con mi dinero—. ¡Millones que no pienso darle! —me apresuro a añadir. El abogado vuelve a verme. Supongo que fui muy intensa. —Comprendo. No será de común acuerdo —lo dice hacia Aaron, después regresa a mí—. El proceso de divorcio puede ser abrumador, pero para eso estoy aquí. Ahora, me gustaría que me contara un poco más sobre esta importante decisión, ¿cómo fue que la tomó? Un tanto apenada, comparto los incómodos detalles de cómo encontré a mi esposo cogiéndose a una empleada, y después lo de los mensajes con una “conocida”. Ambos escuchan atentos. El abogado Luján toma notas. Deseo tanto que Aaron no esté presente para así poder pasar a la parte donde nos metimos de swingers por mi iniciativa. Quizá lo haga después, sin él. El licenciado Luján asiente de vez en cuando. —Hay algunos desafíos importantes que enfrentaremos —dice una vez que termino—, pero confío en que encontraremos la mejor solución para usted. —Vamos a trabajar juntos para resolverlo —añade mi cuñado. Respiro profundo. Esto está por comenzar y se sabe que los divorcios así demoran incluso años. La reunión continúa dos horas más en las que ambos abogados se dedican a trazar una defensa. Salgo de allí agotada, dolida. Ojalá Ceci estuviera. Odio que siga lejos. Ella es la única en la que tengo la confianza suficiente para desahogarme. Cuando vuelva a casa tendré que enfrentar el juicio de mis hijas, sus señalamientos, quizá me acusen de echar a perder a la familia. ¡No! Prefiero evitarlo un rato más. Me encuentro en el estacionamiento. Saco el celular y busco en el w******p. Es el nombre de Sergio el que me detiene. Lo renombro como “míster Ferrero”. Sonrío al hacerlo. Tengo la enorme tentación de escribirle, de preguntarle cómo le va con su adorada esposa, qué pasa en casa... Apenas escribo un “Hola” junto con un emoji feliz, pero lo borro enseguida. Si él no me ha escrito, por qué yo lo haría. Guardo el celular y prendo el coche, pero la vibración me hace volver a sacarlo. Un revoloteo en el estómago me sorprende cuando compruebo que es míster Ferrero preguntando: “¿Qué escribías?”. Me doy un golpecito en la frente. Él se dio cuenta de que me arrepentí. “¿Nos vemos?, continúa. Mis dedos vacilan. Estoy segura de que, si mi recién contratado abogado supiera de este intento de desquite, me aconsejaría que lo abandone. Tal vez eso es lo mejor, ¡y lo mejor es que sea ya! “Sí”, le respondo. “¿Dónde?”, quiere saber. Seguro Sergio se decepcionó al leer mi mensaje donde lo cito en el café de Polanco que frecuento. Cambio la dirección del GPS. Cuando llego, encuentro a Sergio ya esperando. Trae puesto unos jeans y un suéter verde pistache. Sonríe en cuanto me bajo a alcanzarlo. Subimos juntos al elevador. Siento el roce de sus dedos en los míos. Para mi mala suerte, el café está repleto de gente, No es un buen lugar para hablar. Le propongo ir a otro lado. Al regresar al estacionamiento subterráneo, él me detiene frente a su camioneta. Quedó ubicada al fondo, en una esquina. —Pareces una profesora rebuena —dice seductor. Me tiene acorralada entre el cofre y su cuerpo, y acaricia mi mejilla. Por la forma en la que me ve se me contrae la entrepierna. ¡Esa profunda mirada me derrite! Casi de inmediato, el muy atrevido se aventura a besarme. No está tan iluminado por esa zona, pero en el otro extremo sí pasa gente. Quisiera tener la suficiente valentía para empujarlo, pero es que sus besos son adictivos. Solo quiero seguir probándolo… un poco más. —Sube —me pide y quita la alarma. Obedezco, aunque después caigo en la cuenta de que vine en mi coche. Una vez cerradas las puertas, Sergio retoma la sesión de besos. ¡Qué más da, ya estoy aquí! Después de un rato delicioso, desliza sus dedos en los botones de mi blusa y los desabrocha uno a uno. Quedo expuesta del torso. Soy presa fácil de los chismosos que gustan ir por la vida grabando todo. Ni siquiera eso ayuda a que emprenda mi retirada porque Sergio ya me acaricia los pechos y les da toquecitos a mis pezones. Me excito de golpe. Se me nubla el pensamiento. «Venías a dejarlo», me obligo a recordar. Pero el tener su lengua pasándose despacio por mi lóbulo de la oreja derecha no ayuda. —Déjame metértelo —me susurra. Retrocedo un poco. —¿Aquí? —pierdo el aire al preguntar. Es cierto que la camioneta apunta hacia la pared, pero cualquiera podría vernos si se acerca por el ángulo correcto y llamar a seguridad. —¿Nunca lo has hecho en un carro? —insiste. Su boca busca convencerme degustando mi cuello. —¿Crees que soy una adolescente primeriza? —me quejo sin fuerza. De pronto, él mueve el asiento hacia atrás todo lo que se puede y lo reclina. —Dale, mamita. Vení para acá de una vez. Es en ese instante que siento el jalón en las caderas. Ese lado “guarro” del argentino me encandila todavía más. No sé ni cómo llego tan rápido, pero ya me encuentro sentada sobre Sergio y él me sostiene de las piernas. Entre beso y beso procede a acariciar mis pechos, los chupa cuidadoso; su experimentada lengua sabe cómo hacerlo bien. Una de sus manos baja hasta mi ombligo y allí se queda provocativa. ¡Ardo tanto! No tiene idea de cuánto me fascina. Se me escapan un par de gemidos porque él toca el interior de mis muslos. Estoy tan húmeda que me saco la ropa interior y luego le desabrocho el pantalón. —¡Lo necesito adentro! —le pido ansiosa. Ya no me interesan los mirones o que nos lleven detenidos. Lo único en lo que puedo pensar es en su m*****o duro y en escucharlo jadear. Nos acomodamos como podemos, cara a cara, y, con mi ayuda, me penetra. Hunde todo, voraz. Suelto un gemido más alto. Me aferro a sus hombros, lo abrazo y empiezo a moverme. Al final, la falda de oficinista ayuda a cubrir el delito. Sergio me acaricia las nalgas, apretuja una, la golpea. —¡Que rico suenan! —dice de una manera posesiva. Luego me toma del cabello, lo despeina y me mueve a su antojo, hasta lo más profundo. Sigo encantada su ritmo. ¡Soy su sumisa y eso me provoca tanto! Con cada embestida siento un fuego que me recorre toda. Mi cuerpo se encorva y me tiemblan las piernas. Tal como imaginé, no aguanto más. Aprieto fuerte a ese candente hombre que me llena toda y acabo de una forma sublime. Él continúa penetrándome unos momentos más hasta que se viene adentro. ¡Ahí está su mueca de máximo placer! La capturo en la memoria. Triunfante, regreso a mi asiento. Los vidrios quedaron empañados. Solo falta que pegue la mano para convertirme en Rose DeWitt Bukater. —Entonces —Sergio habla con la respiración acelerada—, ¿qué ibas a decirme? Me pongo la ropa interior antes de responderle: —Ya se me olvidó. —Sonrío pícara, aunque enseguida se me borra porque es hora de volver a la realidad. Le doy un último beso y me bajo. Al menos se me quitó la ansiedad. Cuando enciendo el coche, Sergio se acerca a la ventana para decirme: “Mañana te llamo. Prepárate para el fin de semana”. Asiento con la cabeza y continúo mi camino. Supongo que, si somos en extremo cuidadosos, no hay por qué frenar nuestros deseos más salvajes, ¿o sí?
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