Las gemelas no vuelven a casa conmigo. Le he dicho a Alisha que las cuide un día más.
Ella acepta animada. Estoy segura de que presiente que tengo planes.
Durante el trayecto analizo mis opciones. Una y la que mis padres estarían gustosos de que tome es la de perdonar a Benjamín y hacer como que no sé nada. Esa queda descartada sin vacilar. La otra es confrontarlo y amenazarlo con que acaba con sus andanzas o se quedará en la calle. Tampoco tengo ganas de lidiar con otra oportunidad. Ya fui ingenua una vez, dos es un insulto a mi inteligencia. Y la tercera, la que traería escándalo y señalamientos, es la de pedirle el divorcio y tratar de dejarlo sin un peso. Veremos si Mabel sigue igual de contenta con un hombre pobre.
Desconozco qué hará Sergio, para él la situación es diferente. Está acostumbrado a que otros le metan mano a su mujer, incluso lo aprueba. A lo mejor hasta termina aceptando a Benjamín como uno más de su familia. Sea como sea, será su asunto. Parece que invoco a “míster Ferrero”, porque en ese preciso momento empiezo a recibir mensajes y llamadas de su parte. “Tenemos que hablar”, dice uno de ellos. Le respondo con un simple: “Te escribo mañana para quedar”.
Todavía no llego y ya he imaginado una y otra vez a mi esposo acosando a mi hermana. ¡No tiene perdón de Dios!
Una vez allí, me entero de que Benjamín no está. Llamo a Laura. Ella me informa que Benjamín se retiró de la oficina desde las cuatro de la tarde. Ya hasta está cerrada.
¡Desgraciado! ¡Debe estar revolcándose con Mabel!
Es inevitable que la rabia me invada. Mejor no le permito controlarme. Voy directo a dormir. Tampoco deseo topármelo.
Al día siguiente, después de que él se va a trabajar, camino hacia la puerta corrediza que da al patio. La abro de par en par.
Saco una caja grande donde venía la lavadora nueva y la coloco sobre el pasto.
—¡Desgraciado, malnacido, hijo de la chingada! —digo en voz alta.
Detrás siento una presencia.
Descubro que es la señora Yola.
—¿Quiere que le ayude, señora? —me pregunta.
—Sí —acepto avergonzada—. Y también llama a Héctor y a Rosa.
Mientras más manos tenga, será más rápido.
Voy a la habitación, abro el closet de mi esposo y saco primero sus preciadas camisas y sus costosos trajes. Van directo a la caja, sin orden ni cuidado.
La señora Yolanda saca los pantalones y la ropa deportiva.
En una bolsa de plástico metemos cinturones y zapatos. No pienso dejar ni una sola prenda de ese infeliz en mi casa.
Al final, son necesarias otras tres bolsas grandes.
Los relojes y joyería se quedan en la caja fuerte, a la que le cambio la combinación.
—Llama a un cerrajero —le pido a Héctor—. Dile que quiero varios cambios de cerraduras.
Héctor me observa orgulloso.
—No tiene que llamar a nadie, señora, puedo hacerlo yo. Dígame cuales cambio.
Le sonrío. Jamás olvidaré que él fue lo bastante caballeroso como para dejar en el olvido nuestro inesperado encuentro.
—Todas —indico—. Empieza con las principales. Ten. —Le entrego mi tarjeta de crédito—. Compra las más reforzadas y sofisticadas. No escatimes en costos. En la seguridad no hay que limitarse.
Antes de que Héctor se retire a hacer las compras, reúno a mis tres empleados en el patio, a un lado de la caja y las bolsas. Son los que son fijos en la casa y en los que tengo toda mi confianza.
—Les recuerdo que su lealtad es con la familia Rivera. El señor Benjamín ya no es bienvenido, ¿entendieron?
Los tres asienten. En ninguno detecto vacilación.
Después de eso, Yolanda y Rosa también se van.
Me quedo sola en el jardín.
De pronto, siento unas tremendas ganas de ir por el encendedor y prenderles fuego a sus pertenencias, pero me detengo. Los vecinos se darían cuenta del humo.
Que Benjamín agradezca que no las saqué directo a la calle.
Voy al escritorio y allí imprimo parte de las conversaciones que Sergio consiguió. En tamaño grande y a color. Detrás de una donde le jura que la ama, escribo con plumón n***o:
"Quiero el divorcio".
Contemplo el montón de cosas. ¡Lo hice! Mis padres pondrán el grito en el cielo, quizá papá deje de hablarme, pero se le pasará, sé que sí. Tengo suerte de que estén fuera. No lo sabrán hasta que haya avanzado a un punto irreversible.
Héctor dedica la mañana a cambiar todas las cerraduras. En una oportunidad en la que estamos a solas, le pregunto si tiene conocidos que puedan ayudarme en otro trabajito. Me refiero al tipo de conocidos de los que uno debe cuidarse.
Luego de insistirle, Héctor accede a llamar a tres de ellos. Les promete una buena paga si vienen hoy mismo.
Llegan antes de las dos de la tarde. Lucen tal como los imaginé. Incluso eso me es útil.
Una de sus tareas es conducir los coches que compramos con el dinero de la empresa.
Benjamín se irá con el que maneja, será una cortesía de mi parte.
Su amado Lamborghini Urus n***o se queda conmigo.
Alisha tiene una propiedad donde hay suficiente espacio para resguardarlos en la sombra.
Aaron, mi cuñado, es un abogado feroz. Benjamín no consideró ni siquiera eso. Voy a pedirle que lo ataque con todo lo que sabe.
A las cinco de la tarde vuelvo a recibir otro mensaje de Sergio:
“Maya, urge que platiquemos sobre lo que pasó. Respóndeme”.
Muerdo mi labio inferior mientras contemplo cómo redactar la contestación.
Después de unos momentos de reflexión, escribo:
“¿Podrías encontrarme en el Hotel Four Season hoy a las siete?”.
Espero la respuesta de Sergio. El corazón me late frenético, pero es una sensación vibrante.
Observo pendiente la pantalla del teléfono.
Él está escribiendo.
Cuatro minutos más tarde, llega la respuesta:
“Estaré ahí a las siete”.
Preparo lo que voy a llevar en el bolso, me ducho con esmero y después elijo un vestido color vino. Nada extravagante esta vez. Incluso uso poco maquillaje.
Al llegar al hotel, me dirijo a la recepción para alquilar la habitación. Tengo la extensión de la tarjeta platinum de Benjamín. Es sin límite. Pido la más cara que tengan.
La señorita me avisa que la Presidential Suite se encuentra libre y cuesta diez mil dólares.
—La quiero —digo, y le entrego la tarjeta.
Sin duda, es un cobro del que mi querido esposo va a darse cuenta.
Diez minutos antes de las siete ya tengo la tarjeta llave.
En compañía del bell boy subimos al piso más alto del edificio.
Se trata de una habitación de doscientos siete metros cuadrados con vista al arbolado Paseo de la Reforma. Está elegantemente amueblada en tonos cálidos. El baño es de mármol y cuenta con una acogedora sala de estar. El comedor incluye una amplia mesa para ocho personas. Vestidor privado… Y lo más importante: la cama king que se siente tan cómoda como caer en un montón de plumas.
En el bolso llevo velas de cereza. Comienzo a decorar un poco la habitación que ya de por si es coqueta.
El reloj marca las siete.
Como era de esperarse, Benjamín me llama por teléfono.
Primero respiro y procedo a responder.
—¿Hiciste hoy una compra de veintiocho mil pesos y otra de ciento sesenta y seis mil pesos? —me cuestiona en tono de reclamo.
Las cerraduras tampoco fueron baratas.
—Sí, amor —uso mi voz infantilizada—. Te tengo un regalo muy especial. Ven a la casa. Sé que te sorprenderás. No tardes. —Y le cuelgo sin más.
¡Benjamín sí que se sorprenderá!
Ahí es cuando por fin escucho el toque, el llamado que ansío.
En un espejo me doy un vistazo veloz y voy a abrir.
Sergio lleva puesta una playera verde oliva y unos pantalones negros.
Lo invito a pasar y cierro bien la puerta.
Él comienza a dar ligeras vueltas.
—Ya le dije, Maya, le pregunté a Mabel cómo pudo hacerme algo así —confiesa con la vista puesta en el suelo—. Encima me pide perdón, que fue un error, que no sabe qué le pasó. La típica, viste.
—Un error. —Río irónica.
—Yo ya no sé si es mejor mandar todo al carajo. —Sigue sin mirarme.
—Entonces, ¿ella ya sabe que sabes? —pregunto interesada. Esa es la información que requiero.
—Sí, sí, ya sabe. Aunque me aseguró que terminaría con eso.
Coloco mis zapatillas a un lado. Procedo a aflojarme las cintas del vestido.
—¿Le creíste? —continúo solo por cortesía.
—Sería un imbécil. Esta no es la primera vez… ¡Qué situación de mierda!
Me acerco a él, atrapo su cara y lo callo con un apasionado beso.
Sergio lo corresponde.
Lo inspecciono curiosa.
Sus ojos están puestos en mí.
—Sergio, quiero que me hagas el amor —le digo directa.
Él se echa hacia atrás, pero después regresa.
Siento sus manos sosteniéndome la cintura.
—¿Ahora nos toca a nosotros? —Acerca mi cuerpo al suyo.
Paso el brazo por su cuello.
—Nos toca —susurro.
Nuestras respiraciones se coordinan. Ya nada más importa. Ni Benjamín, ni Mabel, ni el qué dirán.
Juntos vamos hacia el área donde está la cama.
Allí, nos comemos a besos, nos tocamos y despacio nos despojamos de nuestras ropas uno al otro.
Por fin veo su cuerpo desnudo. Está atlético, justo como me gustan.
Estoy sentada en la cama y con Sergio de pie. Tengo su m*****o a la altura de la boca. El tamaño de su pene me parece menor al que imaginé, pero tampoco se trata de un Manuelín. Servirá.
La vez del intercambio él se dedicó a complacerme. Es mi turno.
Abro los labios y empiezo a recorrerlo con la lengua, desde la punta hasta los testículos. Lo hago lento, dibujando pequeños círculos.
Su cara de éxtasis me anima a metérmelo todo.
Siento que él me acaricia el cabello y empieza a empujar mi cabeza.
Me arrepiento segundos más tarde, cuando se le pone durísimo.
Sergio tiene un pene de sangre, esos aumentan considerablemente su tamaño cuando están erectos. Se le hincha tanto que tengo que hacer un esfuerzo para poder tenerlo dentro.
No sé cuánto tiempo estoy así, pero es delicioso escucharlo gemir. Gime de verdad, y me encanta.
—¡La puta madre! —dice gozándolo—. Lo haces de maravilla. Si sigues voy a acabar en tu boca —avisa resistiendo.
Acelero el ritmo. Deseo que lo haga. En el punto más intenso, su líquido caliente inunda mi boca. Lo trago completo.
¡Sí, ha valido la pena soportarlo!
Sergio se deja caer sobre la cama.
Me acuesto a su lado.
—Todavía falta —advierto—. Es que estás bien bueno. —Acaricio su pecho.
—Vaya, muchas gracias, pero viniendo de vos, con este par de piernas que tenés, ¡ah! —sale un suspiro halagador y procede a masajearme los muslos.
Comprendo que requiere de un rato para reponerse, aunque no se demora tanto como supuse.
Veloz se posa encima de mí. Va besándome y me pasa su lengua tibia por el cuello. Sus manos acarician mis pechos, los pellizca, succiona delicioso mis pezones. Una mano baja a mi sexo.
Estoy tan húmeda.
La cara de deseo que tiene es hechizante.
Cuidadoso, comienza penetrarme con dos dedos.
Se liberan mis gemidos de placer.
—¡Cógeme ya! —le pido ansiosa.
Llevo demasiado tiempo esperándolo, la paciencia se me agota.
Abro las piernas, invitándolo a pasar.
Sergio primero me frota con la punta de su m*****o. De repente, su mirada se enciende y entra bestial, la clava en lo más hondo de mi v****a. Me posee fácil, sin dolor, estoy bien dilatada.
Hago movimientos con la cadera hacia adelante y hacia atrás.
No tardo tanto en sentir la ola orgásmica. ¡Me ha traicionado la intensidad! Aun así, la disfruto a detalle.
Rápido nos disponemos a cambiar de posición porque él todavía sigue firme. Me pide subirme encima, lleva sus manos a mi culo y me abre las nalgas.
La presión de nuestros cuerpos nos hace comprobar la calidad del colchón.
Sujeto su m*****o y lo introduzco.
Esa oscilación con la que lo deleito lo excita más, se le nota.
Amo cuando sostiene mis pechos, los acaricia.
No paro de menear frenética las caderas, hasta que él llega al esperado orgasmo.
Adoro que demuestre su placer, no se censura.
Dejo su pene dentro y me recuesto encima. Así, nos fundimos en otro apasionado beso.
Estamos sudando de éxtasis puro.
Quedamos tumbados en la cama, lado a lado, aguardando el siguiente encontronazo.
Sergio no va a llegar esta noche con Mabel, de eso me encargo yo.