Capítulo 2 - Sugerencia

2965 Words
Ningún lujo puede hacerte olvidar el dolor de un engaño. Lo sé ahora que recorro con la vista la sala de la casa. Es tan bonita. La decoramos juntos Benjamín y yo. Decidimos que imperaran los blancos y los grises claros. Así fue en toda la casa. Nuestros gustos conviven en cada rincón. Este es mi hogar, nuestro lugar seguro donde compartimos el diario vivir. Nos mudamos en cuanto nos casamos. No hemos tenido otra dirección marital. Aquí nacieron nuestras hijas, aquí lloramos y festejamos tantas cosas. Aquí somos… fuimos felices. Al menos eso creía yo. ¿Cómo pudo él ser capaz de hacer lo que presencié? No tengo la capacidad de procesarlo, a pesar de que sigo bebiendo y ya pasaron más de veinticuatro horas. Mis hijas regresan hasta mañana. Tengo tiempo de seguir perdiendo la cordura. No quiero ser consciente de mi realidad y pienso alargar el momento lo más que pueda. Tengo el mismo vestido puesto, quizá lo mejor sería ducharme e irme a dormir, pero decido permanecer en la sala. La tengo hecha un desastre. ¿Qué importa? Ya se arreglará; algo que no se puede hacer tan fácil con mi vida. Pasa otro día más. Sé que amanece porque la luz me molesta, aunque no planeo levantarme del sillón. Es el empujoncito persistente en el hombro lo que me despierta. Por un segundo pienso que es Benjamín y mi primer instinto es soltar un manotazo. Por suerte la persona logró esquivarlo. El perfume de mujer que alcanzo a oler me dice que no es él. Aclaro la vista para confirmar quién se atreve a perturbar mi tiempo depresivo postinfidelidad. —¿Ceci?, ¿qué haces aquí? —Se trata de una de mis mejores amigas. Tal vez la mejor de todas. Compartimos código postal y pasa de visita muy seguido por mi casa. Suele hacerlo cuando se aburre o quiere contarme algún chisme. Sucede que no se lleva con varias de las vecinas. La consideran “vulgar” porque ella no nació siendo adinerada. Su matrimonio fue el que le dio todo lo que ahora goza. A mí sí me agrada bastante, aunque puede llegar a ser un tanto “impertinente”. Sea lo que sea que quiera, no estoy para nadie. Vuelvo a acostarme y me cubro con la manta que tenía. —Nada de dormirte. ¡Despierta! —Ceci jala de un tirón la tela que me protege—. Tu chófer me fue a buscar a mi casa. Tienes a los empleados preocupados. Dicen que no dejas que se queden a trabajar. Ella me toma el brazo para que me levante. A tropezones me conduce. Quiero que se vaya y me deje en paz para seguir hundiéndome en mi pesar. Paso por uno de los espejos y me observo. Estoy horrenda con el pelo revuelto y el maquillaje corrido. Ceci me lleva hasta el comedor. Es de doce sillas. Ahí encuentro ya un plato servido. Mi amiga hace que me siente en una. —Come. Es consomé. Reniego como niña. Jugueteo con la cuchara. No tengo apetito, y menos de consomé. —Come, terca. Te va a dar una gastritis que no te cuento. —Hace una mueca de dolor. Ella tiene razón. El estómago pasa factura con ese tipo de malpasadas. Me acabo obligada el consomé. En realidad, no estaba nada mal. Solo que mi boca tiene la amargura impregnada. Ceci se acomoda en la silla de un lado. —Ahora sí, dime ¿qué te pasó? De nuevo siento ganas de llorar. Lo hago sin contenerme. No me interesa guardar las apariencias ante ella. —Benjamín me engañó —lo confieso a la primera. Decirlo en voz alta me lastima más de lo que imaginé. Los ojos de mi amiga se abren más. —¿Te engañó de mentirte o de…? —¡De tener sexo con otra, mensa! Cecilia se tapa la boca enseguida. —¡No! —Alarga de forma dramática la última letra y suelta el aire—. No te lo creo. —Créelo. Yo misma lo vi. —Llevo veloz el dedo índice al costado de uno de mis ojos—. Estaba ahí, de “perrito”. —Me tiembla la barbilla. Tengo ganas de seguir llorando—. A él ni le gusta hacerlo así. —Eso sí no te lo creo. —Ceci sonríe un poco—. A todos los hombres les gusta de perrito. —A él no. —Resuello—. O no conmigo. Recuesto la cabeza sobre la mesa. La horrenda imagen no se irá, aunque lo desee con todas mis fuerzas. —¿Cómo lo descubriste? —Pasó como de película cliché —le cuento sin levantarme del todo—. Fui a su oficina y lo encontré ahí, con una empleada. Nada más faltó la música dramática y mis gritos de “¡qué haces cogiéndote a la empleada!”. —Mis lágrimas vuelven a correr. Ceci me masajea la espalda. —Ay, amiga. Estoy impactada. —Ya sé. A ti como Darío no te hace esas estupideces, por eso te impresiona… —El repentino silencio me lleva a levantar la cara para verla. Descubro que su semblante cambió de pronto por uno afectado—. No me digas. ¿Te fue infiel? —la pregunta sale impertinente, pero sé que tenemos esa confianza—. ¿Por qué no me contaste, desgraciada? Ella se encoje de hombros. —Fue hace tres años. —Intenta disimular que le sigue doliendo—. Se metió con una abogada que lo asesoraba. Jura que solo fue una vez, pero siempre dicen eso. —Pero lo perdonaste —remarco lo obvio. Ahí me desvía la mirada. —Sí. La verdad, se humillo mucho. Fue detallista. Esplendido con sus regalos. Además, no quise volver a la casa de mis padres. Si me divorciaba iba a tener que trabajar. ¿Te imaginas? Ya me desacostumbré. ¡Es cierto! Aunque sea en la empresa de mi padre, pero me vería orillada a volver a la oficina. —Eso mismo me va a tocar a mí. ¡Ay, no! —Hago un puchero. Ceci sigue sobándome y su voz se hace más dulce: —A lo mejor lo de Benja y la empleada fue solo un desliz. Ningún hombre listo dejaría ir a una mujer como tú. Ahora me toca dar una confesión vergonzosa. —Él ya no me toca. Siempre llega cansado a la casa y se queda dormido. No le importa que yo tenga ganas. —Es cierto. A mi esposo dejó de interesarle mi placer y ni siquiera puedo decir desde cuándo comenzó. —Es la rutina en la que caemos todos. ¿Sabes qué nos ha servido a Darío y a mí para revivir la pasión? Los juguetitos. —Sonríe pícara—. Tenemos varios. Si quieres te recomiendo unos. —Todavía no decido si vamos a intentar arreglar las cosas. Además, ni me lo ha pedido. Que tal y lo que quiere es irse con la pájara esa. Ceci suelta una risita. —Estoy segura de que te va a suplicar que lo perdones. Te apuesto que no tarda en venir a suplicarte. —Ya veremos. —Trueno la boca—. Cambiemos el tema. Me harté de pensar en él. —Está bien, sirve que te cuento un chisme que supe. A que no sabes quién volvió del extranjero. —¿Quién? —Tu querida Mabelita Mora. Eso sí me alegra. Mabel fue una gran amiga en mi adolescencia. Compartíamos tantas cosas en común. Me costó trabajo acostumbrarme a su ausencia cuando se marchó. —¡Mabelita! Tiene más de diez años que no la veo. —Giro a ver a Ceci—. No entiendo por qué te cae tan mal. Es muy linda cuando la conoces. Ceci truena la boca. —La siento muy doble cara. Espero que haya cambiado. Para mi mala suerte se mudó a la casa de su difunta madre. Esa propiedad se ubica a solo una amplia cuadra de distancia de la de Cecilia. —¿Sabes si sigue casada? —Sí. Con el mismo bobo ese. No me acuerdo de su nombre. Al esposo de Mabel lo conocí muy poco. Fueron novios de distancia por un par de años antes de que le pidiera matrimonio, pero debo reconocer que el término “bobo” sí le calza. —Ni yo. Qué buena noticia. —Suspiro sincera—. Después la voy a visitar. Ahorita no estoy de ánimos y no pienso dejar que me vea como estoy. —Te acompañaría, pero haré lo que esté a mi alcance para evitar encontrármela. —Tarde o temprano te la vas a topar. Ceci hace una mueca burlona. —Fingiré que no me acuerdo de ella. —Amiga, amiga. No cambias. Las dos reímos. Eso me sirve para respirar mejor. Después de todo, su visita no es tan mala como supuse. Me veo en la necesidad de tomar una buena ducha. El maquillaje en las ojeras lo pongo generoso. Mis hijas no tardan en volver. No es tiempo de que sepan lo de su padre. Ya me inventaré algo para justificar su ausencia. Mis padres las pasan a dejar en la tarde. Por suerte, solo saludan y se retiran. No tengo ánimos de que se queden a conversar. Fingir normalidad cuesta demasiado cuando se te está rompiendo todo adentro. Para mi sorpresa, después de cenar, mando a las niñas a sus habitaciones. Estoy en el silencio del recibidor porque planeo remodelarlo, cuando oigo que mueven la perilla de la puerta. ¡Diablos, olvidé cambiar las cerraduras! Me apresuro a ir a intentar cerrar. Por supuesto que es Benjamín. El hace un esfuerzo por abrir y lo logra. Retrocedo en cuanto entra. —Maya, cariño, hablemos —me dice en un tono agudo. Trae un gran ramo de rosas rojas. No se le pudo ocurrir algo más original. —Lárgate, mentiroso, puerco —eso lo pronuncio susurrante. No sé si las niñas ya se durmieron y no planeo que nos encuentren discutiendo. Benjamín me persigue en el recibidor. —Amor, amor mío, no me dejes. Yo te amo. —Logra alcanzar mi brazo y me hace girar—. Te juro que te amo. ¡Dame otra oportunidad! Quedamos frente a frente, juntitos. —No te quiero ver aquí —pero eso sale sin sonar tan convincente. Su perfume, su cuerpo, su proximidad, a pesar de los años, sigue haciéndome caer. Benjamín cambia su expresión por la que ya conozco bien, la seductora, la que usaba cuando quería llevarme rápido a la cama. —Déjame quedarme y lo vamos arreglando poco a poco. —Me rodea la cintura con sus cálidas manos—. Vamos a terapia. Conozco a una psicóloga de parejas muy buena. —¡Que te largues dije! —Pero no me suelto de su agarre. —Ándale. —Trata de besarme, pero echo la cabeza hacia atrás—. Odio dormir en hoteles. Con tal de que me suelta, accedo. —Quédate en el cuarto de invitados. Es lo que te ofrezco. —Me libero y camino hacia atrás—. Y ni se te ocurra ir a molestarme. Benjamín sonríe victorioso. —Gracias, mi vida. —Me avienta un beso—. Eres la mejor. —Cínico —susurro molesta, mientras me alejo. Su breve e insulso intento de que lo perdone consigue lo impensable: hacerme dudar de separarme. Temprano salgo junto con las niñas. Me gusta acompañarlas a la escuela, además, no deseo quedarme en casa. De vuelta le pido a Héctor que vayamos a ver a Cecilia. Admiro el amplio patio antes de llegar a la puerta principal de la casa de mi amiga. El jardinero de Cecilia merece un buen sueldo por tener todas las plantas tan preciosas. Parece que entras a un pequeño paraíso. —Si gustas, ve a darte una vuelta. Me voy a tardar —le digo a Héctor después de bajarme—. Te llamo cuando me desocupe. —Lo que usted diga, señora. El chófer arranca la camioneta y yo entro a la casa. La empleada ya sabe que puedo pasar a buscar a Ceci. La encuentro sola, sentada en la mesa de la terraza con su pijama puesta y el cabello largo atado en un chongo. Está desayunando. —Amiga, toma asiento —me ofrece—. Voy empezando. Le hago caso. Me acomodo frente a ella. El panorama es precioso. Se ven los bien recortados rosales tan coloridos. Ahí el viento corre relajante. Su empleada no necesita que le digan que me lleve un plato con papaya y melón, y un té de manzana que sabe que me gusta. Apenas le doy un sorbo al té, le cuento lo que pasó porque me urge sacarlo: —Tenías razón. Benjamín me pidió perdón anoche. —Regresa a mí la lástima—. Pobrecito, sí se ve arrepentido. —Te dije. —Ceci se lleva triunfante un bocado de papaya—. Así son. Nada más sienten que te pierden y corren con la cola entre las patas. —¿Qué hago? —Frunzo los labios—. La verdad no quiero divorciarme. Vas a pensar que estoy estúpida, pero todavía lo amo al desgraciado. —Y tampoco me dan ganas de ser la comidilla de la gente. Ceci le da un sorbo a su té. Deja la taza y me mira maliciosa. —Si regresas, ponle condiciones. Tráelo cortito. Que te de sus contraseñas y horarios. —No. —Niego también con la cabeza—. Qué pereza. Se me hace muy tóxico andar detrás de cada cosa que hace. —Eso sí —reconoce pensativa. Después de un par de segundos, sus ojos se abren de golpe—. Tengo una idea… —Enseguida parece arrepentida—, pero mejor no. —Ahora me dices —le exijo. A Cecilia se le colorean las mejillas. Es de piel medio clara y el rubor se le nota más con toda la luz que nos rodea. —Es que tú eres algo espantadiza. En definitiva, no me iré hasta que me diga lo que pasa por su cabeza. —Ya me dio curiosidad. No seas mala. ¡Dime! Mi amiga lo medita otra vez. Al final, se acomoda en su silla. —Hace una semana me encontré a Karlita Antúnez —una conocida en común. De las pocas personas que no hace a un lado a Ceci—. Estaba comprándose un bolso. La acompañé porque andaba aburrida. Luego nos fuimos juntas a comer. Con dos copitas de vino se le soltó la lengua y me contó que hace un tiempo la invitaron a una fiesta. —Baja el tono de su voz para proseguir, como si nos estuvieran espiando—: Fue con su esposo. La realizaron en una casona de Polanco. —¿Y? —No comprendo qué tiene que ver eso con el futuro de mi relación. Ceci se recargó en la mesa de hierro y susurró divertida: —Resulta que no le avisaron qué tipo de fiesta era. —¿Qué tipo de fiesta era? —Mi interés está puesto en sus labios. —De swingers[1] —lo murmura. —¿De swingers? —pregunto también en voz muy baja. Ella asiente y se suelta a reír nerviosa. Conozco lo que significa, pero nunca llamó mi atención investigar más sobre esa práctica que en el pasado consideré obscena. —La pobre salió espantada cuando vio que sus amigas se empezaron a meter a los cuartos con los maridos de otras. —Imagino su cara. Ceci me observa diferente. —Podrías proponerle eso a Benja. A ver si aguanta. —¿Quieres que le pida que seamos swingers? —pregunto impresionada. —No. Nada más asústalo. Llévalo a una de esas fiestas. Que sienta de cerca el miedo de saber que tienes oportunidad de estar con otro hombre. Contemplo sus palabras. ¡Pero no! Benjamín jamás aceptaría una cosa así. —Aunque quisiera, ¿cómo voy a saber dónde las hacen? —eso lo comento solo por seguirle la corriente. Ceci vuelve a sonreír. —Amiga, me subestimas. Karlita linda sigue teniendo el contacto. Acompaño su risita. —¡Eres una atrevida! Se me hace que la que quiere ir es otra. Espero que ella niegue enseguida, pero, al contrario, la veo vacilar. Quedo boquiabierta. —A lo mejor sí me animo —reconoce y no me mira de frente—. Por ver no pasa nada. —De un segundo a otro, parece que sale de sus pensamientos—. Como te digo, prueba a tu marido. Dale una probadita de lo que te hizo. Una vez más, niego con la cabeza, varias veces para que no quede duda. Incluso me quedo tan seria que sé que luzco incómoda. —Ni loca haría eso. Ceci sabe cuándo parar conmigo. —No te enojes. Solo es una sugerencia. Así dejamos de lado el tema y seguimos desayunando como si nada. Una vez en casa, compruebo que Benjamín no está. Quiero ducharme. Prendo unas velas, el incienso, saco las sales de baño y me meto a la tina. A pesar de lo que le dije a Cecilia, lo cierto es que sí me dejó pensando en lo de la fiesta. Llevar al límite a mi infiel esposo, que sienta la angustia, aunque sea una pequeña parte de la que yo sigo sintiendo, no vendría nada mal. *********** [1] Los swingers son aquellas personas que llevan una relación de pareja estable, sin embargo, tienen la apertura para tener relaciones sexuales con alguien más. Esto es meramente físico, es decir, sin involucrar sentimientos.
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