El temor de dar explicaciones sobreviene intenso cuando mis hijas, Victoria y Valentina, llegan a casa después de la escuela.
Durante las primeras horas estoy segura de que ellas no notan que algo anda mal.
Benjamín se fue a trabajar, eso me da tiempo para pensar.
A mis niñas no les extraña que su padre siga fuera, es normal que se ausente, pero una vez que entra la noche, es Valentina quien se acerca a preguntar por él.
Me encuentro en la cocina tomando un vaso de jugo de naranja recién exprimido. Oírla provoca que casi lo escupa.
Giro a verla veloz, más de lo normal. La descubro ya en pijama y luce somnolienta.
—Va a llegar más tarde. Tiene mucho trabajo —le respondo a secas. Me siento demasiado atareada como para darle falsas explicaciones.
—¿Se pelearon? —pregunta enseguida.
¡Debí saberlo! Valentina es perspicaz. Seguro mi cara le dice más de lo que creo que refleja.
—No, para nada. —Titubeo y avanzo hacia ella—. Todo está bien. —Acaricio su cabello lacio y corto.
A pesar de que son gemelas idénticas, a partir de los once años empezaron a buscar maneras de verse diferentes. Hace poco, Valentina decidió cortarse el cabello como yo. Su hermana, por el contrario, quiso dejarlo largo.
Mi hija se retira a su habitación sin decir una palabra más, pero antes me dirige una mirada de recelo.
Por dentro siento fastidio al pensar en lo que vendrá.
Estoy segura de que Valentina va a ir directo a la habitación de su hermana para contarle sus sospechas.
Ambas interrogarán a su padre, sin duda.
A Benjamín no se le dan bien las mentiras, o eso pensaba yo. Es débil ante dos niñas que saben manipularlo. Por eso, voy directo al patio para marcarle yo primero y así me evito reclamos.
Antes, me aseguro de cerrar bien la puerta corrediza de cristal.
Él responde mi llamada al primer timbrado.
—¿Amor? —dice el muy cínico.
Me incomoda que siga creyendo que puede dirigirse a mí así.
—Tus hijas te van a escribir. —De pronto, empiezan a rechinarme los dientes sin querer—. Más te vale que no les cuentes… tu bajeza.
Benjamín se queda callado un momento.
Por poco y cuelgo la llamada, pero es su pausado respirar el que me hace aguardar.
—Si no les has contado, es porque no estás convencida… —lo dice con voz más baja. Parece que intenta que no se le quiebre—. Estoy a dos cuadras de la casa. Hablemos, Maya. por favor. —Una vez más, suplica de la misma forma con la que solía convencerme cuando me enojaba—. A las niñas les afectará un divorcio. Están en una etapa complicada, más para Victoria. Vendrán los novios, el peligro de los vicios y las malas amistades.
Sin duda, él sabe dónde darme. Aunque, en realidad, sí tiene razón. Las niñas se encuentran en la pubertad, la cual está siendo más tormentosa para Victoria. Se ha hecho gruñona y su mal humor a veces es desesperante. Valentina tampoco se salva, pero lo maneja mejor que su hermana.
Lo medito un instante. A pesar de que no me agrada, accedo.
—Te espero en el patio. —Cuelgo sin más. En otras circunstancias le diría que lo amo, que venga con cuidado, pero eso se terminó.
En lo que él mete el carro al estacionamiento, contemplo la turbia agua ennegrecida de la alberca. Sonrío sin querer cuando aparece en mi mente el recuerdo de la primera vez que las niñas se quedaron con mis padres. Quisimos disfrutarlo. Bebimos, bailamos solos y terminamos teniendo sexo en la orilla de la alberca. Repetimos dos veces más. Fue inolvidable. Pronto la sonrisa se desdibuja porque se interpone la asquerosa imagen del momento en el que lo descubrí engañándome.
Siento la presencia de Benjamín detrás de mí. El sonido de las llaves que suele cargar en la mano cuando llega me lo confirma.
No puedo avanzar hacia adelante porque estoy de pie en el borde de la alberca.
Él aprovecha y sus brazos me aprisionan.
Mi primera intención es soltarme, pero no sé qué tiene mi todavía esposo que prefiero solo voltear la cara cuando intenta darme un beso.
Llevo puesta una bata de dormir larga y sin escote.
Él se quitó antes el saco del traje. Su camisa blanca es suave, pero no planeo recargarme en su pecho, a pesar de que me invita a hacerlo.
—Estoy aquí, cariño. —Usa su tonito amoroso.
Trueno la boca.
—No actúes como si nada pasara.
Benjamín se aferra al abrazo.
Levanto la cara.
Sus ojos se encuentran con los míos y, en ese breve intercambio, noto una mezcla de culpabilidad y vergüenza.
—Maya, te lo pido por lo que más quieras, dame una oportunidad. Lo que viste fue…
De inmediato me lleno de rabia, y solo por eso me muevo a un lado para soltarme.
Con el dedo índice lo apunto.
—¡Ni siquiera se te ocurra darme pretextos! —Mis traicioneros ojos se llenan de lágrimas y los detesto tanto—. ¿Cómo pudiste?... —Para mi mala suerte, la voz ya no sale más. El dolor de su infidelidad regresa al doble de intenso. Vaya que lastima, y mucho.
Benjamín permanece cerca de mí.
—Fue un error, mi vida. Te prometo que jamás cometeré una falla así …
—¿Un error? —Lo interrumpo y me mofo—. Un error es hacer mal un depósito, chocar el carro, olvidar nuestro aniversario —aprovecho para hacer referencia al último aniversario de bodas, el cual olvidó—, no es cogerte a una empleada. No, eso no fue un error, Benjamín. Fue una decisión consciente. No fue como que te caíste y tu pene entró sin querer en su va.gi.na. —Estoy tan ofendida y con ese sentimiento me sostengo—. Pides que te perdone, pero ¿cómo voy a confiar en ti otra vez?
Dejo la vista puesta sobre él.
Benjamín aprieta un puño y se le tensa la mandíbula.
Solo dejé encendidas tres lámparas, pero alumbran lo suficiente para contemplarlo. La luz de la luna baña su piel apiñonada. Desde que lo conocí, me encantó todo de él. Aun con el paso de los años, sigo causándome estremecimientos si analizo cada una de sus facciones.
¡En serio lo aborrezco por haberlo arruinado todo!
—Soy un pendejo, me equivoqué, te lastimé, lo sé. ¡Perdóname! —Sus manos unidas a la altura de mi cara lo vuelven más convincente—. Pero, por favor, deja que te demuestre que no voy a equivocarme de nuevo.
Cruza por mi mente la idea de aceptar, pero la rechazo después.
—No, no tengo ganas de que me demuestres nada. —Me giro hacia la alberca—. Es que no sé si voy a poder olvidar lo que vi.
Observo mi tenue reflejo. Es tan lamentable. Resulta que estoy peor de lo que supuse. Parece que envejecí en solo unos días.
Siento la mano de Benjamín sosteniéndome el hombro.
—Estoy dispuesto a hacer lo que sea para arreglar las cosas. Como te propuse antes, podemos ir a terapia, o a la iglesia. Podrás revisar mi celular cuando quieras. Seguiré tus condiciones.
Regreso a encararlo.
Ahora lo que aborda mis pensamientos es lo que Ceci comentó cuando vino a verme.
—¿Lo que sea? —le pregunto, vacilando.
—Sí, lo que sea —responde sin siquiera detenerse a pensarlo bien.
«Una probadita no te caería mal», pienso al visualizarme en la cama con otro hombre.
—No… no sé. —Me encuentro confusa, es un mal momento para tomar decisiones.
—Te amo solo a ti. —Sujeta suave mis antebrazos—. No te pienso perder.
Niego con la cabeza. Es demasiado pronto para pretender que nada pasó.
—Necesito meditarlo. —Con tres pasos salgo de su alcance—. Mientras, te puedes quedar en el cuarto de invitados —le digo, mientras avanzo lento hacia la entrada de la casa—. A ti te toca explicarles a las niñas. Está de más recordarte que no les digas la verdad. No te conviene.
Dejo a Benjamín solo con sus propios remordimientos.
Voy directo a mi recámara, la que era nuestra.
Allí, me quedo sentada en el borde de la cama. Miro fijo al suelo mientras las lágrimas caen silenciosas. La habitación está sumida en un silencio infausto, pero lo interrumpo con mis inevitables sollozos. El anillo de casada sigue en mi dedo, el cual tiembla un poco, como si también estuviera afectado por los estragos de la promesa rota.
Los ruegos de mi esposo parecen insignificantes en comparación con la herida recién abierta en mi corazón.
—No puedo creerlo todavía —digo para mí.
Ya no lucho por contener la avalancha de emociones que cargo.
Tantos planes, tantos momentos inolvidables, tanto que hemos compartido, y ahora... ¿qué va a pasar?
Sé que será otra noche en la que me quedaré dormida llorando. La duda es ¿cuántas más faltan para terminar con esta pena?
La semana que transcurre me hundo en la tristeza. A pesar de que trato de disimular ante mis hijas y los empleados, estoy segura de que se dan cuenta de la distancia que mi esposo y yo mantenemos.
Así, llega el siguiente jueves. Por igual me propongo quedarme en cama, pero la señora Yolanda insiste en que baje a desayunar. Aunque no se lo digo, ella es un soporte en estos días difíciles.
Hago caso con pocos ánimos y encuentro la mesa ya servida. Me siento sola. Mis hijas ya terminaron. Empiezo con el pan francés, al que le pongo moras encima. El café expreso es más que necesario para alivianar el desvelo que permanece.
Las niñas salen de sus habitaciones listas para irse a la escuela. Se despiden de mí con un beso. Yolanda les da sus loncheras y se retiran. Se ven tan bonitas con sus uniformes color vino del colegio francés que su padre paga. ¿Seguirá pagándolo si nos divorciamos? Esa solo es una de tantas preguntas que me abordan.
Dos minutos después escucho que tocan el timbre. Pienso que a alguna de mis hijas se le olvidó algo, pero es Cecilia quien entra después de que la señora Gloria le abre.
Está vestida con ropa deportiva anaranjada y lleva una gran sonrisa en los labios rojos.
—Vi a las gemelas en la entrada. Las llevaba tu chófer. ¿No quisiste ir? Tú siempre las acompañas —pregunta extrañada.
—Hoy no tuve ganas. —Pero la realidad es que no las he acompañado desde lo de su padre.
Ceci me observa de pies a cabeza.
—¿Todavía no estás lista? —se queja.
Yo sigo con mi ropa de noche y no planeo quitármela.
—¿Lista para…? —Ahí lo recuerdo—. ¡Ah! Lo siento, se me olvidó que hoy íbamos a salir a correr.
—Me imaginé que me dejarías plantada.
Mi amiga se sienta resignada en la silla del costado. Al recargar los brazos, llama mi atención una marca en la parte posterior del antebrazo. Es ovalada y difícil de ignorar por su tamaño.
—¿Y ese moretón? —la cuestiono—. ¿Otra vez te caíste?
Ella se soba.
—Me lastimé con una pesa en el gimnasio. Se ve más aparatoso de lo que fue.
—Ya te dije que vayas al médico —la reprendo. No es la primera vez que le pido que se atienda. Suele ser descuidada con su salud—. A lo mejor tienes algo en la sangre.
Ceci truena la boca.
—Ay, no es para tanto. Solo soy de piel delicada. Lo bueno que no soy blanca rosita como tú, se me marcarían peor.
—Rosita. —Sonrío—. Cuando dices eso me imagino a Miss Piggy de los Muppets.
—Me gusta. Tiene estilo.
Las dos nos reímos. Solo Cecilia es capaz de alegrar mis ratos más amargos.
De pronto me percato de que he sido poco educada.
—¿Qué quieres que te prepare Yola para desayunar?
—Tú adelante, yo ya desayuné. —Señala mi pan y la fruta picada. En ese instante se pone seria, incluso podría decir que misteriosa—. A que no adivinas qué conseguí.
—¿Qué? —Mi interés incrementa al verla tan concentrada en mi reacción—. ¡Dime! No hagas tanto suspenso que me dan ansiedad.
Del bolsillo deportivo que trae colgado en el pecho saca un sobre blanco. Me lo entrega y muestra una media sonrisa.
Abro el sobre de inmediato y saco un papel plateado brillante. La inspecciono. Se trata de una invitación:
Bienvenido a la Secret Society.
Exclusiva organización de estilo de vida swinger.
Ven a experimentar una atmósfera sensual y la oportunidad de explorar tu sexualidad.
¡El Secret Society Club es el verdadero santuario de infinitas posibilidades!
El texto sigue con información del lugar, fecha y hora, requisitos para poder entrar y una incómoda regla donde deja bien marcado que no se permite el acceso sin acompañante.
Ceci aguanta una risotada.
—Llamé al contacto que me pasó Karlita —susurra juguetona.
Quedo boquiabierta. No imaginaba que ella fuera así de desinhibida.
—¿Y tu esposo sabe?
—Fue él el que me pidió que hiciera el intento de conseguir los pases. Como soy una buena amiga, te conseguí esos para ti. —Apunta hacia la invitación que sigo sosteniendo—. Ahora que Benjamín está de arrastrado, seguro no se va a negar.
¡¿Pero qué dice?! ¿En serio cree que mi esposo aceptaría una propuesta de esas? ¡De ninguna manera!
—Todavía no sé si vamos a intentarlo. Es que… Tengo la imagen de la… mujer esa en su escritorio.
—Ya, ya, ya. Mejor no nos vayamos por ese rumbo. —Hace una mueca infantil—. Ándale, di que sí, vamos. Solo a ver. Si no te gusta, nos salimos.
Vuelvo a revisar la invitación. Si es nada más por conocer, tampoco es para tanto.
—¿Solo a ver? —confirmo.
Mi amiga suelta un suspiro y levanta los brazos.
—¡Sí! Entramos, nos damos una vuelta para ver cómo es el ambiente, y es todo.
Ella está tentándome.
En mi juventud traté de no cometer imprudencias, pero ya casada me arrepentí de no haber explorado más las mieles del mero deseo.
—Es que aquí dice que es obligatorio ir en pareja. No pienso decirle a Benjamín.
—Acompañante —aclara mi amiga—. No tiene que ser tu esposo.
—¿Y a quién voy a llevar? —pregunto, aunque Cecilia muestra una mueca pícara—. ¿Por qué haces esos ojos?
Ella guarda silencio un instante, se inclina hacia mí y con voz baja dice:
—Dile a tu chófer. Proponle que a cambio le pagas extra.
—¡¿A Héctor?! —lo suelto sin tener cuidado de que las empleadas me escuchen.
—¿De qué te espantas? Ya es un hombre adulto. —Se muerde el labio inferior—, y no está mal.
Conozco a Héctor desde que era un niño. Tenemos confianza entre nosotros, creo. Pero lo que Cecilia plantea es excesivo.
—Ay, no sé, amiga. Todo esto suena… raro.
Ella se levanta y después clava su vista sobre mí.
—Bueno, la fiesta es el sábado. Tienes dos días para pensarlo. ¿Lo harás?
—Lo haré—respondo dudosa.
—Me avisas. Te dejo, porque yo sí voy a ir a correr —lo dice en tono de reclamo.
—La otra semana vamos, lo prometo.
Ceci dirige su dedo hacia mí, pero está alegre.
—Vendré a sacarte de la cama si no. —Luego se da media vuelta.
La contemplo mientras camina.
Mi amiga es muy delgada y alta. Cuida su figura con especial dedicación. Incluso la gente le comenta seguido que luce de menor edad. La quiero mucho, aunque a veces su despreocupación me desespere.
Continúo con el desayuno, pero lo consumo lento. La invitación se quedó sobre la mesa y me llama a leerla varias veces. Al final, descarto la posibilidad. Si algún conocido se enterara de que fui, seré fuertemente criticada, y eso sí no lo voy a permitir.