22. CORRUPCIÓN

1799 Words
LIZZY Esto es tan aburrido y a la vez humillante. Mi hermana dándome lecciones. Si hubiera sabido que terminaría así, me habría interesado más por las lecciones que aquella aburrida mujer trataba de impartirme. "Si sonríes demasiado, pensarán que eres insegura. Si no sonríes, dirán que eres orgullosa. Lo mejor es quedarte quieta. Muy quieta." Eso fue lo que me dijo Margareth esta mañana, mientras me corregía la postura con la misma calma con la que ordenaría una tropa. Sus palabras me hicieron dudar por un segundo de lo buena que es la corte. ¿De verdad eso es así? Me pregunto si por eso mi hermana se muestra tan fría. Tal vez esa distancia suya no es altivez... sino armadura. Luego espanto ese pensamiento. Imposible, si eso fuera así, nadie querría pertenecer al palacio y ser m*****o de la familia real no sería un honor. No obstante trato de imitar su elegancia, pero cada gesto me sale forzado. Cada movimiento se ve antinatural. Me inquieta no poder lograr ese equilibrio del que ella habla —esa línea invisible entre lo encantador y lo imprudente—. Aunque, siendo sincera, creo que ni ella misma lo ha alcanzado. El ensayo había sido largo, agotador, y yo solo quería que terminara. Margareth, por supuesto, estaba perfecta: cada paso, cada reverencia, cada palabra. A su lado, yo parecía un pajarillo torpe tratando de volar con las alas mojadas. Durante una pausa, se inclinó hacia mí y susurró: —Si sonríes demasiado, pensarán que eres insegura. Si no sonríes, dirán que eres orgullosa. Lo mejor es quedarte quieta. Muy quieta. Asentí, aunque por dentro me encogí un poco. ¿Muy quieta? ¿Eso es lo que debo ser? ¿Una estatua bien vestida? Pero antes de poder preguntar, la puerta del salón se abrió. El aire cambió. Las voces se apagaron. La reina había llegado. Todos se inclinaron, y yo sentí cómo las piernas me temblaban. Su Majestad era exactamente como la recordaba: alta, imponente, con una belleza que no necesitaba adornos. Su presencia llenaba el espacio, no por lo que decía, sino por lo que no decía. —Continúen —ordenó suavemente, y la música se reanudó. Yo traté de recordar mis pasos, mis manos, mi respiración. Cada movimiento me parecía una prueba. No quería fallar. No podía. Cuando por fin el ensayo terminó, la reina caminó hacia nosotras. El murmullo de los sirvientes y cortesanos se extinguió, dejando solo el sonido de sus tacones sobre el mármol. Primero habló con Margareth, claro. Siempre con ella. —Has mejorado aún más desde la última vez —dijo la reina, observándola con una sonrisa apenas perceptible—. Tu porte inspira respeto. Margareth inclinó la cabeza con su elegancia habitual. —Es un honor, Su Majestad. Yo traté de parecer tranquila, pero sentía que el corazón me golpeaba el pecho. Entonces la mirada de la reina se volvió hacia mí. —Y tú... Lizzy, ¿verdad? —S-sí, Su Majestad —balbuceé, haciendo una torpe reverencia. Su sonrisa fue breve, casi amable. —Eres encantadora. Muy... dulce. Su tono fue pausado, y no supe si debía sentirme halagada o avergonzada. "Dulce" no sonaba a algo fuerte. Sonaba a frágil. A débil. Como una flor de cristal. —Aún es joven —intervino Margareth con voz templada—. Pero tiene un encanto natural, ¿no cree, Su Majestad? Yo sentí cómo mis mejillas se encendían. Otra vez ella hablando por mí. Otra vez ella, la perfecta. La reina asintió, sin apartar los ojos de mí. —Encanto, sí. Aunque a veces el encanto necesita sostenerse con carácter, querida. —Su Majestad... —atiné a decir, pero ella ya se había girado hacia otro grupo, cerrando el diálogo con un simple gesto. Me quedé allí, de pie, con la sensación de haber sido medida, pesada... y encontrada ligera. Más tarde, mientras la reina se despedía, anunció que asistiría a mi próxima reunión y que invitaría a algunas familias influyentes. Todos parecían felices. Papá incluso me besó la frente, orgulloso. Pero dentro de mí algo se había quebrado. La reina admiraba a Margareth porque la veía fuerte. Porque nunca dudaba, nunca tartamudeaba, nunca temblaba. Y yo... Yo era todo lo contrario. Esa noche, frente al espejo, observé mi reflejo con atención. El vestido color marfil me hacía ver aún más pálida. Mis cintas eran suaves, mis tonos apagados. Mi mirada, dócil. Recordé a la reina con su porte imponente. Recordé a Margareth, siempre erguida, siempre tan segura, usando tonos que jamás me habría atrevido a escoger: rojo, zafiro, dorado. Colores que gritaban poder. Quizás por eso las escuchaban. Quizás por eso las respetaban. Tomé una decisión. Si quería ser vista, si quería ser escuchada, debía cambiar. Tal vez la fuerza no se tiene: se aprende. Y yo iba a aprenderla. Fui hasta el armario y busqué entre mis vestidos. Entre los tonos pastel, el rosado y el blanco, encontré uno que casi nunca usaba: un vestido color vino, con bordados dorados. Lo había considerado demasiado atrevido. Ahora lo veía distinto. Deslicé los dedos por la tela y sonreí con determinación. —Quizás, Su Majestad —susurré a mi reflejo—, la dulzura también puede tener filo. ♥♦♥♦♥♦♥♦♥♦ Esa noche, mamá me llamó a su habitación. La encontré sentada frente al espejo, peinándose con parsimonia. Su reflejo me observó antes que ella. —Ven, querida —me dijo—. Siéntate conmigo. Obedecí. Sus dedos, fríos y suaves, tomaron mi rostro. Y con una dulzura extraña, comenzó a hablarme de mis rasgos, de mi piel, de lo importante que es la inocencia... y de cómo eso puede hacer que un hombre pierda la cabeza. Yo no entendía a qué se refería hasta que empezó a contarme cosas. Cosas que las madres no deberían decir a sus hijas. Cosas que ocurren cuando dos personas están solas, cuando la ropa sobra... y el calor sube. Eso dijo ella. Yo solo asentía, sin comprender del todo. No podía imaginar una situación así, ¿en qué tipo de situaciones sobra la ropa? Habló sobre una flor roja que no debía dar antes del matrimonio, pero de que en algunas ocasiones es lo pertinente para tener a un hombre. Mi rostro ardía, y la cabeza me dolía como si todas sus palabras pesaran demasiado. —¿Por qué me cuentas esto, mamá? —logré preguntar al fin. Ella sonrió. Una sonrisa que no era amable ni cruel, solo... calculada. —Porque es hora de que empieces a ver el mundo con ojos de mujer —susurró—. Todas las jóvenes quieren lo mismo, Lizzy. Un hogar. Y en tu caso, al príncipe. Tragué saliva. El príncipe. —Observa cómo se miran las parejas —continuó—. Aprende la sutileza de un toque, el poder de una palabra dicha en el momento justo. Esa será tu ventaja. Sus palabras se me quedaron grabadas como una melodía incómoda. Al día siguiente, salí con mis amigas, pero no pude concentrarme. Reían, hablaban de vestidos y rumores, y yo solo pensaba en lo que mamá me había dicho. ¿De verdad existe ese tipo de guerra entre mujeres? ¿No existe otra forma de alcanzar la felicidad? Margareth no ama al príncipe, no lo valora y eso los hará infelices a ambos. Mi corazón dolía cuando veía a Margareth, tan distante, tan perfecta. Pero luego... lo veía a él. El príncipe. Su sonrisa. Su forma de inclinarse hacia mi hermana, tan atento. Y entonces, todas mis dudas se disolvían. Es por un bien mayor, me repito. Por su bien. ♥♦♥♦♥♦♥♦♥♦ La tan esperada noche de mi fiesta de quince, llegó. El príncipe pasó sorpresivamente a recoger a Margareth y ahí sentí envidia como nunca. No podía hacer nada, así que partí poco después con mis padres al palacio. La música comenzó y el salón se llenó de luces y murmullos. Mi corazón latía tan fuerte que sentía que todos podían escucharlo. Era mi fiesta. Mi gran presentación ante la corte. Y mi príncipe de ensueños estaba ahí: Liam. Su presencia hacía resplandecer aún más el lugar. Cuando me extendió la mano para invitarme a bailar, mis dedos temblaron. "Suavidad y mirada baja", recordé las palabras de mamá. "El contacto justo, la sonrisa en el momento correcto." Respiré hondo y traté de parecer calmada. Pero apenas nuestras manos se rozaron, una corriente me recorrió el cuerpo. Me sonrojé. Él sonrió con esa calma de quien está acostumbrado a que el mundo le pertenezca. —Estás hermosa esta noche —me dijo, con cortesía impecable. Mi garganta se secó. Intenté sonreír con elegancia, como lo haría Margareth, pero terminé diciendo algo ridículo: —Usted... digo, tú también pareces hermoso, digo... no, quiero decir... elegante. Su sonrisa se volvió más contenida, casi amable. Yo quería desaparecer. Pero entonces recordé lo que mamá me había enseñado: "La torpeza a veces también enternece a un hombre." Así que me aferré a eso y continué bailando, dejando que mis dedos se apoyaran apenas en su brazo, como si buscaran refugio. Quise mantener su atención con mis ojos, con mis gestos, con cada movimiento que había practicado frente al espejo. Creí que lo estaba logrando. Hasta que lo vi. Su mirada ya no estaba en mí. Sus ojos se habían desviado, fijos más allá del salón, donde mi hermana reía. Margareth. Siempre ella. Reía con un hombre alto, de sonrisa fácil y uniforme impecable. Él le decía algo que la hacía inclinarse hacia adelante, divertida, y el príncipe... el príncipe la miraba. Como si nada más existiera. Seguí bailando, aunque sus pasos se volvían cada vez más mecánicos. Mi pecho dolía. No quise mirarlo, pero la curiosidad fue más fuerte que el orgullo. Y cuando lo hice, su expresión me lo dijo todo: Había olvidado que yo existía. No lo imaginé, sé que no. Hace poco algo flotaba entre nosotros y era hermoso y ahora, no está. La melodía terminó. Él se inclinó apenas, con una cortesía tan seca que dolía más que una ofensa. —Gracias por el baile, señorita. Eso fue todo. Me soltó la mano y se alejó, dejando en mí un vacío tan grande que por un momento sentí que parte de mí se había ido con él. Mi corazón se apretó. El príncipe Liam era mi primer amor verdadero. Mi único sueño real. Y ella... mi hermana... Ese ser perfecto y lejano, tan sereno, tan fría, tan ensayada... Ella lo hará desdichado. Porque Margareth no ama a nadie. Ama los libros, las reglas, las sonrisas medidas. Pero no ama. Yo sí. Y aunque esta noche me duela, juro que no dejaré que se quede con él. A partir de ahora, pelearé por el príncipe. Por mi destino. Por el amor que me pertenece.
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