MARGARETH
Por fin respiro.
Aquellos complicados y pesados ropajes han sido cambiados por una bata ligera que, aunque fea a mi gusto, resulta extrañamente cómoda.
La seda áspera roza mis hombros desnudos y por primera vez en todo el día siento mi cuerpo libre.
Echo de menos dormir en short y camiseta de tirantes. Echo de menos el Netflix. Y, por encima de todo, echo de menos aislarme con mis audífonos y una lista de reproducción hasta hacer creer que los problemas no existen... aunque sea por un rato. Eso sí que me ayudaría a pensar.
Me dejo caer sobre la cama. El dosel se mece levemente, como si la mansión respirara conmigo. No puedo dejar de repasar lo ocurrido: la explosión, los gritos, y ellos —ambos— jugando con mi mente.
Mi cuerpo todavía guarda la memoria del instante en que Riven me atrajo contra su pecho: la calidez de sus brazos, la fuerza que me protegió, y ese zumbido extraño cuando su piel rozó la mía. ¿Magia, instinto o locura? No lo sé. Solo sé que no puedo borrarlo.
Cierro los ojos y reprimo un rubor. No debería pensar en eso. No debería dejar que me afecte. Él es, en el fondo, un recurso: una pieza que, si se me antoja disfrutar, lo haré con cálculo y estrategia.
Me levanto descalza. El mármol está frío bajo mis pies y cada paso me trae de vuelta a la realidad: el baile se arruinó, el salón quedó hecha un caos y mañana todo el palacio hablará. De mí. Y de él.
Pienso en Liam: en su voz distinta, en esa mirada que me regaló y que nunca ofreció a la Margareth anterior. Repaso una y otra vez cada gesto, cada frase, buscando definición.
En la versión original del libro, la fiesta que me presentaba no tenía esta importancia: la historia saltaba del compromiso a los diez años directamente a la fiesta de quince de Lizzy. Nunca imaginé un ataque ni que Liam, de pronto, inclinara su atención hacia mí. Todo cambia.
Y ahora debo pensar en Lizzy.
Tiene trece y es la luz de los ojos de mi madre. Papá la quiere, pero en comparación su trato hacia las dos es equitativo, pero mamá piensa que por mi culpa la reina no aceptó a Lizzy en la corte. Yo no tuve nada que ver en eso, solo no insistí para que la perdonaran, es todo.
Liam volverá una semana antes del quince de mi hermana. Por protocolo tendrá que acompañarme a la fiesta familiar donde la presentaremos. Allí la conocerá, y ese encuentro, según el libro, desatará algo entre ellos. Estoy segura de ello: los sentimientos que Liam cree estar construyendo por mí se disiparán cuando mire a Lizzy. Yo me convertiré en un estorbo.
Esa noche soñé con la ejecución de Margareth. Volví a sentir el odio y la tristeza en su pecho y lloré. Las lágrimas se sintieron calientes en mi piel pero sirvieron de algo. No me estoy comportando como la villana. Casi parezco una damisela en apuros y no puedo permitirme ser eso.
Mi buen juicio está comprometido.
Por eso fue tan difícil resistir la tentación cuando Riven se presentó en mi puerta con aquella propuesta... su manera de pagarme el baile que me debe.
Un diablillo susurraba a mi oído que, después de tantos años, merecía permitirme algo imprudente. Algo loco. Algo mío.
La sonrisa contenida de ese hombre, combinada con la peligrosa calma de su mirada, gritaba pecado.
¿Y cómo no desear pecar con el villano?
Patética.
Se supone que yo también soy una villana.
Yo debería tener el mismo poder que él.
Debería ser capaz de tentarlo tanto —o más— de lo que él me tienta a mí.
Pero en ese instante lo comprendí.
La diferencia entre nosotros es abismal.
Su presencia domina el aire, mientras la mía apenas comienza a aprender a respirar.
Y eso... me ardió el orgullo.
Dos años.
Solo dos años para fortalecerme.
Y entonces, cuando vuelva a encontrarme con Riven, será él quien pierda la razón por mí.
Y en cuanto a Liam...él fue mucho más fácil de manejar.
Decidí aprovechar la visita de la abuela. Le pediré que me lleve con ella una temporada —si mis padres y la reina lo permiten—. Necesito ese tiempo para prepararme, para practicar lejos del ruido y del peligro. No creo que se nieguen. No me quedan textos nuevos que aprender; lo que necesito ahora es práctica, y esa práctica no se realiza en medio de una guerra.
CONDESA ELOISA
Veo con orgullo y preocupación la vida de mi nieta mayor, Margareth.
Nuestro lazo se ha estrechado en los últimos años, y no es un secreto para nadie que es mi favorita. Incluso la prefiero al tonto de mi hijo.
Se supone que cuando muera él heredará el condado, pero si dependiera solo de mi juicio, se lo dejaría a Margareth sin dudarlo. De no ser, claro, porque ese título es incompatible con el de reina. No se puede gobernar el país y cuidar del Condado al mismo tiempo. Qué lástima: ella lo haría mejor que él.
Margareth me recuerda tanto a su difunta madre, aunque tiene mis ojos.
La repentina muerte de Sophia fue un golpe que aún me duele.
Mi nieta era apenas una bebé cuando ocurrió, y mi idiota hijo, incapaz de criarla solo, se volvió a casar casi de inmediato.
Abandonó el condado y se instaló en la capital con su nueva esposa, como si así pudiera borrar los recuerdos de ella.
Por eso, cuando Margareth me pidió venir conmigo por una temporada, no lo dudé. Acepté antes de que siquiera terminara la frase.
Tengo mucho que decirle. Mucho que enseñarle antes de que el mundo decida por ella.
Y sobre todo... quiero hablar de lo que vi en esa maldita fiesta.
Soy vieja, no ciega.
He visto suficientes bailes, cortejos y matrimonios arreglados para saber cuándo una muchacha está enamorada y cuándo solo está actuando.
Esa noche, entre todo el esplendor y el caos, no vi a una Margareth enamorada del príncipe heredero.
Vi a una chica que medía cada palabra, que evaluaba cada movimiento, como si su mente trabajara más rápido que su corazón.
Y luego... vi otra cosa.
El segundo príncipe.
Riven.
Cómo se miraron. Cómo ella lo sostuvo sin apartar la vista, sin temblar ante el tan conocido demonio rojo.
Hay algo entre ellos, algo que no pertenece al juego político, sino a otro tipo de peligro.
Y eso me preocupa más que la guerra que hay afuera.
Quiero saber que pasa por la mente de esa niña.
Pero antes de todo eso, quiero verla descansar, respirar sin el peso de la corona sobre los hombros.
Aquí, en el condado, entre los rosales y el viento del norte, aún puedo protegerla. Tengo suficientes soldados para eso.
Aún puedo enseñarle a sobrevivir sin necesidad de ser reina...
porque quizás el trono no sea su destino.
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Dos semanas después, Margareth viajó conmigo.
—Gracias por ayudarme, abuela —dijo Margareth mientras se instalaba en su nueva habitación—. No recuerdo haber venido al condado antes. Es hermoso.
Sonreí con suavidad al escucharla.
Su voz sonaba cansada, pero al mismo tiempo, ligera... como si al fin pudiera respirar.
—Viviste aquí de pequeña —le respondí, acomodando un cojín sobre la cama—, pero eras muy pequeña para recordarlo.
—Ah... —murmuró, observando por la ventana el jardín cubierto por el rocío de la mañana.
—No importa —añadí—. Lo importante es que estás aquí, y estás protegida.
Dejé pasar un silencio, largo y medido. Luego, con la serenidad de quien prepara un golpe certero, le pregunté:
—¿Cómo va tu compromiso con el príncipe Liam?
Su cuerpo se tensó de inmediato.
No respondió al instante; caminó hacia la ventana, apoyó las manos sobre el marco de madera y respiró hondo.
Cuando al fin habló, su voz fue apenas un susurro:
—No estoy segura de querer continuar con él.
Ah, la honestidad. Pocas veces los jóvenes se atreven a pronunciarla sin medir las consecuencias.
Me crucé de brazos, observándola con detenimiento.
—¿Y el príncipe demonio tiene algo que ver con esa duda? —pregunté sin rodeos.
Margareth giró el rostro hacia mí.
Sus labios se entreabrieron, pero ninguna palabra salió.
Podía ver el torbellino de pensamientos en su mirada: culpa, confusión, y algo más... algo que no supe como interpertar.
Finalmente, dijo:
—Es complicado, abuela. Pero hay algo que debo contarte. Y necesito tu ayuda.
La seguí con la mirada mientras se alejaba un poco, alzando una mano.
El aire de la habitación cambió; una brisa ligera comenzó a girar a su alrededor, levantando el velo de la cortina y desordenando todo.
—¿Qué estás haciendo, niña? —pregunté, conteniendo mi sorpresa.
—Mostrándote lo que realmente soy.
Entonces el viento se arremolinó, obedeciéndola. Un remolino danzó en torno a ella, y por un instante, juraría que su cabello flotaba como si tuviera vida propia.
Cuando el aire se calmó, Margareth extendió los dedos, formando una especie de gesto con la mano, como si imitara un arma invisible.
—Y no es el único tipo de magia que poseo.
Antes de que pudiera preguntar nada, apuntó hacia el roble que crecía junto a la fuente, al otro lado del ventanal.
Un destello pálido cruzó el aire.
El sonido fue sutil, pero suficiente para que yo diera un paso atrás.
El árbol se cubrió de escarcha en un solo segundo.
Cada hoja, cada rama, quedó atrapada en una fina capa de hielo.
El silencio que siguió fue casi insoportable.
Podía oír mi propio corazón latir, pesado, incrédulo.
—Nadie lo sabe, abuela —dijo ella con calma, sin apartar la vista del árbol—.
—Y necesito entrenar.
La observé.
No era la niña que recordaba.
Frente a mí estaba una joven poderosa... peligrosa, incluso.
Pero sobre todo, estaba mi nieta.
Y por los dioses, si el mundo intentaba tocarla, quemaría medio reino antes de permitirlo.
Me obligué a recuperar el aliento y compuse mi expresión, como si acabara de recibir una simple confidencia.
—De acuerdo, Margareth —dije, con esa voz que mi hijo aprendió a temer y que la corte aún respeta—.
—Entonces entrenaremos. Pero lo haremos a mi manera. Y nadie, ¿me oyes?, nadie debe saberlo.
Sus ojos brillaron con alivio... y con algo más.
Determinación.
—Sabía que podía confiar en tí —dijo con alivio.