Narrado por Pilar Montenegro
Ocho meses.
Ocho malditos meses encerrado en una celda como un animal y aún así ese hombre camina como si el mundo le perteneciera.
Desde que pisé la penitenciaría sentí las miradas pesadas, los murmullos, el olor a encierro y a secretos mal enterrados. Pero nada me preparó para enfrentarme a Santiago Álvarez.
El Diablo, lo llaman. Y no es solo por el apodo. Es la manera en que te mira: como si supiera lo que ocultas bajo la piel. Como si no creyera en nada ni en nadie.
Como si estuviera midiendo si vales la pena o no.
—¿Pilar Montenegro? —preguntó el guardia mientras abría la reja de la sala de entrevistas.
Asentí y ajusté el saco beige que llevaba puesto. Tacones firmes, coleta alta, mirada fija. No vine a rogarle a nadie.
Él estaba sentado, con las manos cruzadas, los brazos tensos y la barba crecida. Su cabello rubio desordenado le daba un aire salvaje. Ojos ámbar. Puro juicio.
Cuando entré, no se levantó. Ni un gesto de cortesía. Solo esa mueca arrogante que me hizo alzar una ceja.
—Así que tú eres la nueva salvadora —dijo con voz ronca—. Otra con traje caro y cara limpia que viene a decirme que cree en mi inocencia.
Me senté frente a él sin perder el control.
—No vengo a salvar a nadie, señor Álvarez. Vengo a hacer mi trabajo.
—¿Y cuál es ese? ¿Convencerme de que me porte bien y llore en la corte?
Le sostuve la mirada.
—Mi trabajo es sacarlo de aquí. Si me deja.
Él se rió, pero no fue una risa alegre. Sonó a desprecio, a burla, a cansancio.
—Nadie sale de aquí, doctora. Y si lo hace, no es por justicia. Es por miedo.
—Entonces me toca a mí dar miedo, ¿no?
Esa vez no se rió. Me miró como si no supiera si admirarme o aplastarme. Me dio igual.
Abrí la carpeta que traía y coloqué las copias de las pruebas preliminares sobre la mesa.
—Las pruebas son débiles. No hay huellas en el cuchillo. No hay testigos oculares. La escena del crimen fue alterada. Y su esposa… bueno, su esposa desapareció. ¿Por qué cree que nadie está preguntando por ella?
—Porque todos están muy ocupados culpándome a mí —gruñó.
—Exacto. Usted es el chivo expiatorio perfecto: hombre fuerte, temperamental, golpeó a la víctima. Caso cerrado.
Santiago bajó la mirada por primera vez. No era tristeza. Era rabia contenida.
—Lucía me destruyó. Me besó en la mañana… y me condenó en la noche.
Sentí una punzada. No de pena. Sino de conexión.
Había algo en su voz que no era mentira.
—¿Qué es lo que quiere, doctora? —preguntó de pronto, alzando la cabeza.
—La verdad —respondí sin titubear—. Y que me deje ayudarlo, aunque le cueste tragarse el orgullo.
Santiago se inclinó hacia mí. Su voz bajó a un susurro áspero.
—Usted no tiene idea del mundo en el que se está metiendo.
—Y usted no tiene idea de lo que soy capaz, señor Álvarez —le devolví el tono con calma—. Créame, no soy de las que se asustan fácil.
Hubo un silencio largo. Un segun
do que pareció una eternidad. Entonces, lo vi suavizarse apenas. Como si una grieta diminuta se abriese en su armadura de hielo.
—Está bien —murmuró al fin—. Le contaré todo. Pero con una condición.
—¿Cuál?
—No me trate como un pobre diablo. Trátame como un hombre inocente… hasta que el infierno nos alcance.
Y ahí lo supe.
No iba a ser un caso más.
Iba a ser un incendio.