Capítulo 3

2365 Words
Capítulo 3 El aroma de café recién preparado se introdujo en el sueño donde Harvey y yo galopábamos junto a una niña en un poni color blanco nieve. La niña se parecía a Pippa, pero la forma en que se manejaba era cualquier cosa menos joven. Ella seguía tratando de decirme algo, pero el viento hacía difícil oír. Enredé mis dedos en la melena de Harvey y me incliné para acercarme y distinguir lo que la chica en el poni blanco seguía tratando de decirme. De repente, sentí una sensación de caída. —¡Mierda! Cogí el poste de la cama, justo a tiempo para evitar caer al suelo. Mi corazón se aceleró. Todavía podía casi sentir el caballo debajo de mi trasero. Mis muslos me dolían donde los había puesto tensos mientras montaba un caballo castrado que había muerto hace seis años, en mi sueño. El aroma del café me llamaba desde la cocina. Miré por la ventana, por donde todo todavía estaba oscuro, y por un momento me sentí desorientada acerca de dónde había despertado. Poco a poco, la realidad se introdujo de nuevo en el sueño. Nutyoon. Habitación. Lunes por la mañana. Era hora de levantarse y ponerse a trabajar. Después de dos días de conocer a la niña, hoy su padre se iría a su primer viaje de negocios. Con un gemido, aparté las mantas y levanté mi adolorido trasero de la cama, tanteando con los pies descalzos hasta que mis dedos encontraron el borde suave de mis pantuflas. Me puse mi descuidado albornoz rosa y me acerqué hacia la ventana donde el más leve indicio de gris brillante había comenzado a iluminar el este. A través de la ventana abierta, el olor del agua mezclado con el rico aroma de tierra se sentía intoxicante, en un lugar propenso a la sequía. A lo lejos, la luz de la luna reflejada en el agua, o... ¡espera un minuto! ¿Qué? Un incendio ardía justo en el centro del río. Me incliné más hacia adelante, escudriñando las luces lejanas. Un brillo etéreo central irradiaba desde el río, rodeado de luces más pequeñas que bailaban a su alrededor en un círculo, como si un grupo de niños estuvieran reunidos en una fogata para bailar mientras llevaban velas. Me froté los ojos para asegurarme de que no estaba todavía soñando... Algo cayó desde la dirección de la cocina. Un improperio barítono distrajo mi atención, hablado en el marcado dialecto de campo de una persona del Outback. El café me llamó como un canto de sirena. Adam afirmaba ser un cocinero sin talento, pero cuando se trataba de café, el hombre podría superar al barista más talentoso. Miré de nuevo hacia el río, pero las luces habían desaparecido. Decidí ir a ver si Adam necesitaba ayuda. Adam se veía diferente al hombre que había pasado conociendo los últimos dos días, bien afeitado y vistiendo pantalones de diseñador color carbón, una camisa de vestir a medida, con una corbata a rayas gris alrededor de su cuello, pero aún no anudada. Su barbilla recién afeitada acentuaba más sus rasgos cincelados, y su cabello castaño dorado había sido arreglado en un corte estilizado de alguien que podrías encontrar en una sala de juntas. Su lenguaje, sin embargo, no era nada refinado mientras raspaba una sartén de hierro fundido, pareciendo fuera de lugar en una cocina que había sido dimensionada para una mujer. Por la pila negra quemada de objetos circulares junto a él en un plato, supuse que estaba tratando de hacer pikelets. —¿Necesitas ayuda? —pregunté. Adam levantó la cabeza con susto, sus ojos verdes azulados sorprendidos; como si no hubiera esperado que nadie estuviera despierto. —Estoy, eh, bien. —Agarró la sartén y olvidó poner la manopla sobre el mango—. ¡Maldición! —gritó, alargando la «aall» en la palabra mientras retiraba la mano y la sacudía. —Deberías ponerla en agua fría. —¿Tú crees, amiga? —Adam espetó. Sus ojos ardían aguamarinos de ira. Resistí la tentación de espetarle en respuesta. —Bien. —Me di la vuelta para volver a la cama. —Rosie... Lo siento —dijo Adam—. No debí desquitarme contigo. Me detuve y esperé, y luego me di la vuelta. —¿No deberías irte? Adam parecía avergonzado. —Cada vez que salía de viaje por negocios —dijo—, mi madre se levantaba a hacer mi desayuno. Hacía una tanda doble y dejaba mi plato de manera que cuando Pippa se levantara, ella pudiera fingir que había comido su desayuno conmigo. —Un indicio de dolor lo hizo hacer una mueca—. Mamá me hizo el desayuno una semana antes de morir. Yo sabía que estaba enferma, pero no tenía ni idea de que el cáncer era terminal, sólo que las últimas semanas hizo venir a la señora Hastings para ayudarla a cuidar de Pippa. Él inhaló profundamente. Por la forma en que sus anchos hombros se estremecieron, la muerte de su madre era mucho más difícil de lo que dejaba ver. —Lamento tu pérdida —le dije—. Por cómo la describe Pippa, era una señora formidable. Adam asintió. Sus ojos se veían demasiado azules y brillantes. Se frotó la nariz y desvió la mirada. —Este será el primer viaje que hago desde que mi madre murió —dijo Adam—. No soy bueno en este tipo de cosas, pero le prometí a mi madre que sería más atento con Pippa. Pensé… Se interrumpió y señaló a la mesa. Habían tres lugares servidos, cada uno con un plato pesado de cerámica, una servilleta de tela a cuadros azul, y los cubiertos dispuestos cuidadosamente, tal como estarían en un restaurante. El lugar de Pippa tenía una nota escrita a mano metida debajo de su tenedor junto con la píldora amarilla que él había explicado que fue prescrita «para la depresión». Los pikelets parecían pequeñas tapas de alcantarillas negras, pero el café olía delicioso. Una olla pequeña de cerámica llena de mantequilla, un frasco de conservas de fresas caseras, y un bote de té reutilizado para contener azúcar glas estaban ubicados en el centro de la mesa. —Creo que si se pones un plato sobre las pikelets —dije—, se conservarán calientes, y cuando Pippa despierte, sabrá que le hiciste su desayuno con amor. Adam asintió, agradecido que lo entendí. Saqué un tazón de cerámica pesada del armario y lo coloqué boca abajo sobre la pila de pikelets. Adam raspó la última pikelet quemada de la sartén y la tiró en el fregadero. No lo reprendí haciéndolo remojar la sartén con agua y jabón, sino que lo hice yo misma mientras él servía dos tazas para tomar el café. —Por favor, ¿me acompañas? Cerré un poco mi bata de baño para que el escote no se abriera y me senté en la mesa de formica gris y roja con un borde cromado y sillas a juego, y con cinta adhesiva en el vinilo para mantener el relleno en su interior. Durante los últimos dos días Adam había actuado distante. No antipático, más bien como si se sintiera incómodo con tener una mujer extraña viviendo en su casa tan repentinamente. Inclinó la pequeña jarra de café peculiar que había calentado directamente sobre la llama de gas para verter una cascada celestial vaporosa de color marrón en mi taza. —Gracias. Adam se sentó frente a mí y tomó tres porciones de azúcar y un saludable chorrito de crema. Seguí su ejemplo. Yo tenía el hábito de beber café para mantenerme despierta durante mis clases, mis pasantías del profesorado y el trabajo que tenía además de todo lo anterior para poder pagar el alquiler. Australia podría ser una nación de bebedores de té, pero mi padre español siempre había preferido el café. Era otra manera de rebelarme contra mi madre. Cerré los ojos y levanté la copa hacía mi nariz, saboreando el cosquilleo en mi sentido del olfato mientras el vapor de agua con cafeína se abría camino en mis fosas nasales. Tomé el primer sorbo. El cielo puro como la seda se deslizó a través de mi lengua, el equilibrio perfecto de amargo y dulce. Dejé escapar un gemido. Abrí los ojos y me di cuenta que Adam me estaba mirando. El rubor se deslizó a mis mejillas. —Este es realmente un buen café —le dije—. No tienes idea de lo difícil que es encontrar una buena taza de long black. Un destello de sorpresa bailó a través de los rasgos atractivos de Adam, como si el hombre nunca hubiera sido halagado antes. —Es la única cosa que hago bien —dijo Adam—. A veces mi empresa me envía al extranjero. Compré esta cosa: —levantó la pequeña jarra de cobre con mango largo— de un comerciante sobre un camello en Arabia Saudita. Con esto se puede hacer el café en cualquier lugar. Incluso en una fogata en el desierto. —¿De verdad? —Estudié la pequeña jarra peculiar—. A mi padre le gustaba usar una cafetera de émbolo. —Mencionaste anteriormente que era de España. —Es —dije—. Él es de España. Regresó de nuevo, luego de divorciarse de mi madre. Yo sólo lo he visto una vez desde que me gradué de la escuela secundaria. Adam se quedó observando su taza con expresión reflexiva. —Yo diría que no fue muy agradable de su parte abandonar a una hija tan encantadora —Adam dijo en voz baja—. Pero la verdad es que hasta que Eva y yo nos separamos, yo pasaba más tiempo persiguiendo pozos petrolíferos que cuidando de Pippa. Tomé un sorbo de mi café y traté de mantener mi expresión no crítica. Mi madre había estado furiosa cuando mi padre regresó a España, pero yo la culpaba a ella de alejarlo. —Estás cuidando de Pippa ahora. — Hice un gesto hacia los pikelets ennegrecidos—. Ella es una niña preciosa, y este es un buen primer paso. Adam pareció aliviado. —Eva cree que, si contratamos la mejor ayuda, compensará nuestras carencias como padres —dijo Adam—. Tuvimos una encantadora mujer mayor que amaba a Pippa como si fuera suya, pero luego la señora Richardson se retiró, y las institutrices que contratamos desde entonces empezaban y renunciaban. Creo que eso fue lo que finalmente llevó a Eva al extremo, verse obligada a ser realmente madre. Cortó su pikelet y la empujó alrededor de su plato, pero me había percatado de que a menudo no terminaba sus comidas. Mordí mi propio panqueque ennegrecido y luego alcancé el jarro de azúcar glas. —Mi madre es del tipo dominante —dije—. Siempre estuvo allí, pero nada de lo que hiciera podía complacerla. Mi padre se cansó de ella y finalmente se fue, pero ella no lo dejaba verme, por lo que finalmente dejó Australia y se fue a casa. — ¿Lo odias? Le dirigí a Adam una mirada melancólica. —La culpo a ella de alejarlo. Adam abrió la boca como si fuera a hacer otra pregunta, pero por suerte interpretó mis brazos cruzados como diciendo «no sigas». Comimos en silencio hasta que echó un vistazo a su reloj. —Me tengo que ir —dijo—. Tengo que tomar un avión a Sídney. —Le diré a Pippa que te levantaste para hacer su desayuno —afirmé—. Ella lo apreciará. Me aseguraré de que lo entienda. Adam se levantó y agarró la chaqueta de traje gris que había colgado en el respaldo de la silla. Deslizó sus brazos en las mangas y comenzó a atar torpemente su corbata. —Ven, permíteme —insistí. Se congeló mientras yo tocaba la estrecha franja de seda, que se veía mucho más costosa que cualquier prenda de vestir que yo tenía. La tela se deslizó lujosamente a través de mis dedos mientras me acercaba y capté el ligero aroma a loción para afeitar. —El zorro hambriento persigue al conejo dos veces alrededor del árbol —envolví un extremo dos veces alrededor del otro—. Debajo de la raíz, y sobre la rama, el conejo escapa saltando a su agujero —deslicé la punta ancha a través del nudo y lo apreté a la perfección debajo de su cuello. La mano de Adam se deslizó hasta capturar la mía. La sostuvo, donde apreté el nudo, la presionó contra su pecho justo encima de su corazón. —Esa es tremenda rima —dijo. Mi corazón latía con fuerza en mis oídos mientras me hacía dolorosamente consciente de lo muy alto y masculino que era Adam. Gregory era guapo como lo sería un potro de carreras, pero en el potrero, Adam sería un semental. —Soy maestra de primaria —dije—. O al menos lo seré, una vez que encuentre un trabajo permanente. Sin embargo, una de las escuelas donde hice mi pasantía era una academia de preparación universitaria únicamente para chicos. Adam me apretó la mano. —Cuida bien de Pippa mientras no estoy —dijo en voz baja—. Puede que no sea el mejor padre, pero todo lo que he hecho, siempre lo he hecho por ella. Esto no fue una insinuación, sino una petición de un padre preocupado. De repente me sentí avergonzada de codiciar al hombre como una yegua en celo. Adam sólo estaba interesado en alguien que cuidara a su hija. —Lo haré —afirmé—. Tienes mi palabra. Adam asintió y sostuvo mi mano un poco más de lo necesario, y luego se separó, el nerviosismo que había mostrado regresando repentinamente. Lo reconocí como la incomodidad de un hombre que hasta recientemente había estado casado, estando alrededor de una mujer que no era su esposa. Hasta que Gregory me había dejado, cada vez que un hombre me prestaba atención yo me había escapado, pensando que de alguna manera estaría traicionándolo. Adam recogió su maletín y su bolsa de viaje. —¿Adam? —pregunté— Yo, eh... cuando me desperté, vi unas luces en el río. Adam sonrió. —Esos son las Mimis —dijo—. Hadas. Pregúntale a Pippa acerca de ellas. Ella te contará todo tipo de historias. —¿Hadas? —Mis cejas se alzaron con incredulidad— ¿De verdad? Adam se rió. —¡Lo dudo mucho! Así es como mi madre las llamaba cuando éramos niños. Nunca pudimos averiguar qué son en realidad, pero las luces sólo aparecen en ciertos momentos del año. Sospecho que son luciérnagas saliendo de su nido. Recordé a Pippa diciéndole a su perro que la Reina de las hadas me había traído aquí para hacer feliz a su padre. Su inteligente abuela debe haber aprovechado algunos fenómenos naturales de la vida real para convertir la reubicación de Pippa después del divorcio en una experiencia mágica para ella. —Adiós, Adam —dije. Vi como levantó el guardapolvo de su Mercedes plateado SLX, se metió en el coche y se marchó a ese otro mundo en donde Adam era un hombre de privilegio. La promesa del alba iluminó el cielo del este. Hacia el oeste, la Vía Láctea sobresalía en el horizonte como un enorme cinturón de estrellas. Era hermoso aquí, sin sonidos, excepto por las ranas primavera y el chirrido de los grillos que irrumpían en la paz. —Podría acostumbrarme a esto.
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