Capítulo 1

2375 Words
1 Adalid Jorik de Atlán, Centro de Procesamiento de Novias Interestelares, Florida, planeta Tierra Mi bestia se conmovía al verla pasar por la puerta de entrada del Centro de Procesamiento de Novias Interestelares. Un guardia humano observaba atentamente el balanceo de su seductor y curvilíneo cuerpo, disfrutando obviamente del descarado vaivén de sus caderas redondeadas y de sus grandes pechos. Ella llevaba lo que los humanos llamaban shorts, los cuales mostraban sus largas y bien formadas piernas y mucha de su suave piel. El cabello le caía hasta la mitad de la columna vertebral formando una cascada brillante de color n***o, tan liso y tan oscuro que la luz irradiaba en extraños tonos de azul profundo cuando el sol impactaba justo sobre él. A mi lado, el sargento Derik Gatski, un hombre bastante salvaje para ser humano, exhaló silenciosamente en sorpresa, pero lo escuché. Alto y claro. —¿Qué tal unas papas fritas para acompañar esa malteada? Le sujete el cuello con mi mano y lo elevé, haciendo que sus pies quedaran colgando mucho antes de que pudiera terminar la oración. —No le faltarás al respeto a esa hembra. Nunca. Sus ojos azules se abrieron llenos de miedo mientras me miraba, aunque él sabía que no debía alcanzar el desintegrador de iones atado a su cadera. Sabiamente, levantó las manos en el aire, con las palmas hacia afuera. —Mis disculpas, adalid, no me di cuenta de que ella era tuya. Yo no lo corregí, sin embargo, ella no era mía... aún, pero sí lo puse de vuelta sobre el suelo sin romper la frágil tráquea debajo de mi palma. Su sonrisa era molesta, pero me aparté de su mirada comprensiva y estiré mi cuello para ver por última vez a mi futura compañera. Ella iba a ser mía. Yo la había estado cortejando durante semanas, yendo tan a menudo como podía a la heladería para hablarle. La primera vez que me vio, se sorprendió, temerosa de mi tamaño. De mi profunda voz. De mi fuerza. De mí. Eso no era lo que yo necesitaba. La necesitaba ardiente y dispuesta, necesitaba su suave cuerpo presionado contra el mío, mi pene enterrado profundamente en su interior y sus gritos de placer volviendo salvaje a mi bestia. No quería que me temiera. Esperaba más. Estaba casi listo para presentar mi reclamo. Mi bestia estaba más que ansiosa y enfadada porque me estaba tomando demasiado tiempo aliviarle su necesidad. Pero yo no estaba fuera de control, aún no. No sufría de fiebre de apareamiento. Yo aún tenía una opción. Y la elegí a ella. Mía. Mi bestia gruñó esa sola palabra dentro de mi mente cuando ella se apresuraba a cruzar la calle, esquivando a los manifestantes que marchaban al otro lado del edificio. Su prisa, sin duda, era debido a que llegaría tarde al trabajo. Había dicho algo sobre llegar a una hora en un punto de su reloj, pero yo no entendía a cuál punto dentro del reloj se refería. ¡Qué tecnología humana tan anticuada eran los relojes! Y la mayoría estaban lejos de ser precisos. No tenía idea de a qué se refería mi mujer la mitad de las veces que hablábamos, pero a mí me gustaba lo que veía. Lo que escuchaba. Me gustaba todo de ella. No, no me gustaba. Esa era una palabra débil. Una palabra del planeta Tierra. Yo la anhelaba. Mi pene se alargaba y mis bolas ansiaban llenarla. Las palmas de mis manos deseaban sujetar esas anchas caderas y hacerla mía. Oh, sí, mía. Quería disfrutar de las papas fritas y la malteada. Mi bestia estaba de acuerdo con eso. El lado primitivo en mí había despertado desde el primer día en que la vi, no por sus deliciosas curvas, sino por su aroma. Cada día, cuando ella pasaba de camino a su trabajo, nosotros percibíamos su dulzura única en el aire. Olía a galletas y a vainilla. Y no sabía de la existencia de ninguna de esas cosas de la Tierra antes de mi llegada aquí hace unos meses, pero a mi bestia realmente le gustaban. En cada una de nuestras visitas a su tienda, el hombre y la bestia se habían vuelto adictos al gusto de ambas cosas. Se me hacía agua la boca de solo imaginar si ella sería tan dulce como el helado en cada parte de su cuerpo. A las diez de la mañana, ella pasaba caminando, usando una camiseta que no ocultaba sus abultados senos y que tenía la inscripción Sweet Treats escrita en la espalda. Desde entonces supe que la tienda de helados Sweet Treats era una tienda de postres congelados que quedaba a pocas cuadras del Centro de Procesamiento de Novias Interestelares, pero prefería pensar que la inscripción en su ropa se refería específicamente a ella. Quería que ella fuera mi dulce. Quería escucharla pronunciar mi nombre. La anhelaba. Yo había sido asignado a la Tierra desde hacía cuatro meses. Si bien se nos permitía salir del complejo, también se nos proporcionaba un perímetro de ocho kilómetros para desplazarnos. La presencia de guardias alienígenas trabajando en el Centro de Procesamiento de Novias Interestelares era de conocimiento público, sin embargo, solo les éramos familiares a aquellos que vivían y trabajaban cerca. Si nos aventurábamos demasiado lejos, los gobiernos de la Tierra creerían que la presencia de gigantes de Prillon de más de dos metros, de piel oro y bronce, o de los de Atlán, de dos metros y medio en su forma de bestia, podría causar pánico público. El gobierno humano había permitido a regañadientes que guardias extraterrestres custodiaran los perímetros de los siete centros de procesamiento en la Tierra. Novias y soldados entraban por igual a través de sus puertas, y nosotros los necesitábamos a todos. Después de que los humanos demostraron ser incapaces de mantener a los espías y a los traidores fuera de los centros, el Prime Nial exigió una mayor seguridad. Los gobiernos de la Tierra habían aceptado sin mucho entusiasmo que trabajáramos con los humanos. De ahí la presencia del guardia masculino que se había atrevido a faltarle el respeto a mi hembra, y a la hembra humana detrás de él. Los dos soldados de la Tierra eran mis compañeros constantes cuando yo estaba de guardia, mis enlaces humanos. Más que nada, ellos eran los encargados de evitar que el colosal y malvado atlán se convirtiese en un monstruo devorador de bebés. El deber me mantuvo en el centro de procesamiento durante otras dos horas, y pasé cada minuto pensando en ella y no en los humanos paranoicos que caminaban por la acera al otro lado de la calle, sosteniendo carteles extrañamente redactados. Yo había desistido en el intento de encontrarle sentido a los carteles desde hacía mucho tiempo. Había lemas como: «¡E.T. regresa a casa!» y «¡Los extraterrestres nos están ROBANDO a nuestras mujeres!». La adición de letras más grandes era una fuente de muchas bromas en los cuarteles de los guardias cada día. Y, por último: «Tu hija no debería ser una esclava s****l alienígena». ¿Una esclava s****l? Pensé en la hembra a la cual quería hacer mía y sentí escalofríos. La humanidad tenía mucho que aprender. Nuestras hembras eran veneradas y respetadas. Eran tratadas con el mayor cuidado y eran atesoradas por lo que realmente eran... preciosas. No las torturábamos ni las matábamos en ataques de ira o celos. No tomábamos sus cuerpos sin permiso, ni las golpeábamos o las avergonzábamos. Cualquier niño era valorado, independientemente de quién fuera el padre. Los humanos portadores de carteles nos acusaban —a los mundos de la Coalición— de ser salvajes. Sin embargo, si consideraba lo que había visto en las pantallas de noticias y entretenimiento de este mundo, cada mujer del planeta Tierra estaría mejor en otro lugar. Tal vez nosotros deberíamos tomar a todas las hembras y dejar que la Colmena se encargara del resto de ellos. Mi bestia gruñó estando de acuerdo, lista para emerger y vencer a todos esos humanos idiotas. La mayoría de las veces en estos días, mi bestia solo repetía una palabra en mi mente. Mía. Mía. Mía. —¡Ey! Jorik. ¿Estás ahí? —El guardia humano que me había sonreído hacía dos horas me dio una palmada en el brazo para llamar mi atención—. ¿Jorik? Tenemos compañía. Permanecí en silencio, esperando que el hombre humano que apestaba a alcohol y a humo de tabaco se acercara. —Parece que está drogado. Ni siquiera puede caminar. —Derik dio un paso al frente. Su pequeño cuerpo sería más una molestia que un efecto disuasorio si yo decidía derribar al humano. Aun así, estuve de acuerdo en permitir que Derik lidiara con este problemático m*****o de su propia especie—. Déjame manejarlo. Este tío se ha vuelto loco. No seas una bestia con él, Jor... Yo odiaba jodidamente ese apodo. Detrás del posible intruso, la guardiana Morda caminaba en dirección al puesto de seguridad con la insignia en su mano para comenzar su turno. Una mano que temblaba tanto que ella intentó escanear su tarjeta tres veces sin éxito. ¿Estaba la silenciosa mujer tan aterrorizada por el maloliente humano que apenas podía actuar con normalidad? Si estaba así de nerviosa, aquí, donde los guardias estaban listos para protegerla y defenderla, ¿cuánto miedo tendría en otro lugar? Suficiente. Caminé hacia la puerta, quité suavemente la placa de la mano de la guardiana Morda y la examiné, sosteniendo la puerta abierta para que ella pasara y usando mi enorme tamaño para bloquear su vista del borracho idiota que actualmente estaba en una competencia de gritos con Derik. La guardiana me miró y luego se alejó rápidamente, como siempre. No se parecía en nada a la guardiana Egara. Cuando Egara era feroz y valiente, esta pequeña mujer parecía tener miedo de su propia sombra. Apenas hablaba y no solía mirar a los guerreros que, con mucho gusto, darían sus vidas por protegerla. Ella era una guardiana del Programa de Novias Interestelares y le proporcionaba esperanza a los guerreros que luchaban a lo largo de toda la galaxia para que pudieran ser emparejados. —Buenas tardes, guardiana Morda. No permitas que este tonto borracho te asuste. Yo nunca permitiría que él te lastimara. Ella dio un brinco, como si la hubiera sorprendido con un acto de cortesía común. —Gracias, adalid Jorik. —Sonrió tímidamente y se apresuró a entrar. Qué extraña hembra. Y su aroma estaba cargado de la esencia de una especie de flor empalagosa que no encontraba agradable en lo más mínimo. Pero era alguien importante para los guerreros de la Flota de la Coalición, para la protección de la Tierra, para muchas vidas, aunque era pequeña, frágil, además de femenina. Era todo lo que necesitaba saber para ofrecerle mi protección. Una vez que Derik ahuyentó al idiota, nuestro momento libre llegó, y no perdí ni un solo instante para dirigirme en dirección a la única mujer en la que no podía dejar de pensar. No se nos permitía llevar armas fuera de los terrenos del Centro así que guardé las mías en el puesto de guardia, a pesar de que mi cuerpo era la única arma que necesitaba. Incluso dentro del perímetro de movilidad permitido, yo era una rareza. La gente me miraba fijamente. Los coches pisaban los frenos. Fue obvio, a los pocos minutos de mi primer paseo de exploración del área, que no había personas en la Tierra de más de dos metros. Si las hubiera, yo no las había visto. No era fácil para mí integrarme aquí, a diferencia de los everianos que también hacían guardia en las noches, o incluso de uno de Viken que había sido trasladado a su planeta natal la semana pasada. Al menos yo hablaba el idioma; dominar el inglés y el español era un requisito para que me asignaran a este Centro en la Tierra, ya que a los humanos no se les suministraba una unidad de neuroprocesamiento desde su infancia, como si lo recibían los recién nacidos de otros planetas de la Coalición. La primera vez que entré en la tienda de helados, me quedé allí, de pie, y aspiré el olor. Azúcar y productos horneados, vainilla y… maldición, ella. De pie detrás del mostrador, ella me miraba y yo quedé pasmado. Ahora, me sonreía. —Hola, Jorik. ¿Qué será esta vez? Tengo un nuevo sabor que podría interesarte. Solo había un sabor que me interesaba, sin embargo, di un paso adelante, contento de que la tienda estuviera vacía y solo para nosotros dos. —¿Y qué sabor es ese? —dije mientras pensaba «¿el de tu húmeda v****a? ¿el de tu suave piel? Tomaré uno de cada uno». —Mix de Monstruos. —Ella se rio, burlándose de mí. Mi bestia gruñó mía y yo estuve de acuerdo. Sus ojos oscuros eran cálidos, sin temor porque yo fuera casi del doble de su estatura. Dado que ella pasaba frente al Centro de Procesamiento de camino a su trabajo, ya había visto a varios guardias alienígenas. Sabía de nuestra existencia. No cruzaba la calle con miedo. Pero eso era cuando estábamos a salvo en nuestros puestos. En el trabajo. Aquí, en su negocio, me sentía aliviado de que ya no la asustara. En realidad, no lo hacía. Entonces, sonrió de nuevo. —Es napolitano con gomitas de ositos como monstruos. A los niños les encanta. Casi suspiré de alivio cuando se dio vuelta y el extraño rectángulo de plástico pegado a su camiseta apareció ante mi vista. Una palabra estaba escrita allí, en negrita. Finalmente. Un nombre. Gabriela. —Gracias, Gabriela. —¿Cómo sabes mi nombre? —Su sonrisa era pura felicidad, y mi bestia casi se pavoneó. Yo la señalé. —Lo llevas escrito en el pequeño rectángulo blanco. Bajó la mirada hacia sus grandes pechos y un leve rubor rosa se apoderó de sus mejillas mientras me miraba de vuelta, viendo cómo yo la observaba. —Oh, cierto, son nuevas. La dueña acaba de conseguirlas. Quise pasar mi mano sobre su elegante cabello n***o y sentir los mechones entre mis dedos. Quería meter mi nariz en su cuello, respirar su aroma, lamer el punto en donde latía su pulso. Luego, bajar... ¡maldición! Quería lamer todo el camino hacia abajo por todo su cuerpo, ahogarme en su suavidad, saborear su esencia. Sin duda, ella estaría resbaladiza y húmeda, toda caliente y pegajosa para que la lamiera de inmediato. Mientras pasaba la lengua a lo largo de la parte superior del helado que me había entregado, no pensaba en el alimento. Yo pondría mi la lengua encima de ella y le daría vueltas. La lamería, la probaría y la devoraría.
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