La quietud de la noche era engañosa en el vecindario donde vivía Rocío. Las luces tenues de los postes iluminaban apenas las aceras, y el murmullo distante de los grillos era interrumpido abruptamente por un estruendo ensordecedor.
¡BANG!
El sonido fue seguido por el sonar de alarmas de autos que se encendieron en cadena, generando un caos auditivo que despertó a varios vecinos. Más disparos se escucharon, pero al poco tiempo se distinguió el característico silbido y chisporroteo de cuetes explotando en el aire. Un pequeño grupo de jóvenes negros reía y hacía ruido sin consideración, su diversión nocturna atrajo la atención de algunos residentes que se asomaron por las ventanas. Al percatarse de que eran observados, los chicos interrumpieron su escándalo y huyeron apresuradamente, perdiéndose en las sombras de las calles adyacentes.
Las llamadas al cuerpo de policía no se hicieron esperar.
—Departamento de policía, ¿cuál es su emergencia? —preguntó un oficial al teléfono, con voz indiferente.
—Oficial, auxilio ¡Son unos jóvenes! ¡Están tronando cuetes en la calle y asustando a todos! —exclamó una anciana con evidente indignación.
El oficial resopló con desgano.
—Señora, si eso le molesta, puede hablar con sus padres. Si no surte efecto, puede acudir al centro de mediación civil. Y si el problema persiste, demande por lo civil para que un juez imponga una multa.
—¡Pero señor, esto es peligroso...! —trató de replicar la mujer, pero fue interrumpida.
—Señora a menos que haya heridos o muertos por esos “juegos peligrosos”, no es asunto nuestro. Buenas noches. —Sin más, colgó la llamada, dejando a la anciana perpleja y sin respuesta.
***
Rocío estaba acostada en su cama, abrazando a Estela, quien dormía plácidamente. Sin embargo, ella no podía conciliar el sueño. El ruido y la tensión en el vecindario la habían dejado fastidiada y furiosa. De pronto, la figura translúcida de Hans atravesó la pared, haciendo que Rocío levantara la cabeza.
—¡Hans! Qué bueno que vienes. ¿Qué está pasando allá afuera?
—Acaban de matar a un hombre —respondió él con calma.
Rocío se incorporó rápidamente.
—¡Eso ya lo sé! Me refiero al escándalo de los disparos.
—No son disparos, Rocío. —Hans suspiró y se cruzó de brazos—. Solo son esos muchachos tronando cuetes. Ya los sorprendieron, así que se fueron corriendo.
—Esa gente y Orange son raros —comentó Rocío, con un tono crítico.
Hans respondió con una ligera sonrisa:
—Es más inteligente de lo que crees.
—¿Cómo va a ser inteligente eso?
Hans guardó silencio por un momento, como si tratara de ensamblar un recuerdo lejano.
—Antes de adquirir la casa en la que desalojaron a mi familia vivíamos en un barrio pobre —comenzó—, los disparos eran tan comunes que la gente aprendió a distinguir el sonido entre un cuete y un balazo. Aquí, sí quisieron encubrir algo, hicieron ruido con los cuetes. —Señaló hacia la ventana—. Este vecindario es de clase media; aquí la gente reacciona rápido. Los vecinos reportan el ruido a la policía, pero les es más fácil descartar una tronadera de cuetes que un asesinato, los cuetes fueron perfectos para distraer.
Rocío se quedó boquiabierta.
—¡Hans! —exclamó de pronto—. ¡Recuperaste un recuerdo de tu vida pasada!
Él parpadeó, como si también estuviera cayendo en cuenta.
—Parece que sí —Dijo volando lleno de felicidad.
—¿Y cómo fue que moriste?
Hans se detuvo y negó con la cabeza.
—¡No tengo la menor idea!.
Rocío suspiró, decidiendo no insistir. Miró a Estela con ternura mientras la acomodaba mejor.
—Mira, ya se durmió… ¿Jeremy ya llevó a Cata a su casa? —preguntó con curiosidad.
Hans se rascó la cabeza, visiblemente nervioso.
—Bueno, eh… No exactamente. Estuvieron haciendo la… reproducción.
Rocío abrió los ojos sorprendida.
—¿Qué? ¿Estuvieron teniendo relaciones sexuales?
Hans asintió con una media sonrisa.
—Se les atravesó un hotel rosa en el camino y… bueno.
La reacción de Rocío fue inmediata.
—¡¿Cómo puede ser posible?! —gritó—. ¡Esa mujer es una… puta! ¡Me siento traicionada!
Hans levantó una mano, tratando de calmarla.
—¿Jeremy es tu novio?
—¡No!
—¿Te gusta?
—¡Tampoco!
Hans sonrió con picardía.
—Entonces no tienes motivos para molestarte, ella le confesó sus sentimientos y él respondió, así que llegó primero.
Rocío se quedó en silencio, claramente afectada.
—¿Qué tanto viste? —preguntó finalmente.
Hans hizo un gesto con sus manos, simulando un palo entrando por un aro.
—¡Cállate! —le gritó, llevándose las manos a la cara llena de una mezcla de arrepentimiento, confusión, traición y necesidad de aprobación masculina.
En ese momento, Emilio intervino desde una esquina.
—Tiene razón. No tienes motivos para quejarte. Es un hombre ejerciendo sus necesidades de hombre. Si eso de que fui millonario fue verdad, no me extraña haber estado con las mujeres que hubiera querido.
Hans se giró hacia él.
—Yo fui feliz con mi esposa.
Israel, incómodo, murmuró:
—Yo… bueno, morí virgen.
Emilio lo señaló con un dedo acusador.
—Esto es lo que pasa por no vivir las etapas canónicas de la vida. Rocío, deberías preocuparte por las tuyas.
—¡Cállate! —respondió Rocío harta— ¡¡De entre uno de ustedes tres ojalá me hubieran designado a una muerta pero NO qué saben ustedes de mujeres!!
Sin darse cuenta, los gritos habían despertado a Estela, quien permanecía en silencio, de espaldas a la discusión, con una expresión imposible de descifrar.
***
En la amplia cocina de la mansión King, los rayos del sol de la mañana atravesaban los ventanales, iluminando el elegante mármol n***o de las encimeras. Catalina, vistiendo un diminuto uniforme de sirvienta que parecía diseñado más para un escenario de teatro que para las labores domésticas, tarareaba una canción pegajosa mientras bailaba al ritmo. Sus movimientos, gráciles y exagerados, eran claramente más para su propio entretenimiento que por la practicidad de cocinar.
Con un cuchillo en mano, cortaba vegetales frescos y los añadía a una ensaladera de cristal, mezclando los ingredientes con una sonrisa que parecía no tener fin. El aroma a hierbas frescas llenaba el ambiente, combinado con el suave tintineo de los utensilios que Catalina manejaba con un aire despreocupado.
En ese momento, Adebayo King entró al comedor adyacente, vistiendo una bata de seda que apenas disimulaba su corpulencia. Su andar, lento y pesado, contrastaba con la energía que irradiaba Catalina desde la cocina.
—Buenos días. —Su voz resonó con una mezcla de autoridad y curiosidad mientras tomaba asiento frente a la mesa ya preparada. La miró fijamente, frunciendo ligeramente el ceño—. ¿Y eso que estás tan contenta?
Catalina, aún bailando, giró levemente la cabeza hacia él sin dejar de mezclar la ensalada.
—Es por que es un-bu-en-día, se-ñor-King —respondió con un tono juguetón, alargando las palabras mientras volvía a tararear su melodía.
Adebayo arqueó una ceja.
—Así es inusual… —murmuró mientras apoyaba el codo en la mesa, recargando la barbilla sobre su mano—. ¿Es que acaso amaneciste bien cogida?.
Catalina soltó una risa coqueta, se giró hacia él y le guiñó un ojo.
—Eso señor, no se meta en lo que no le importa —replicó mientras se acercaba para colocarle un plato con ensalada frente a él.
Adebayo la miró como si le hubiera servido veneno.
—¿Y esta porquería? —dijo con una mueca de absoluto desagrado.
Catalina, sin perder su sonrisa, tomó una servilleta y se la ofreció.
—Si no se la termina, mamá Tessa no le hará sus hotcakes —advirtió con un tono burlón, inclinándose hacia él mientras le servía agua.
Adebayo resopló con frustración, lanzando un "¡Aaahhh!" entre dientes antes de comenzar a comer la ensalada de mala gana. En ese momento, el sonido de unos pasos firmes interrumpió el silencio del comedor.
Orange, vestido sólo con una playera interna y pantalones, entró al lugar con aire despreocupado dando los buenos días. Catalina rápidamente colocó otro plato frente a él, quien la agradeció con un asentimiento antes de empezar a comer con tranquilidad.
—Qué tal, hijo, buenos días —saludó Adebayo entre bocados forzados mientras, disimuladamente, pasaba parte de su ensalada al plato de Orange —. ¿Cómo te fue?
—Todo bien —respondió Orange apartando la vista de su comida—. Intentaron matar a Rocío, pero lo impedimos a tiempo.
Adebayo se detuvo un instante, sus ojos mostrando un destello de interés.
—¿Y quién fue el atrevido? —preguntó con una calma calculada, como si estuviera preguntando por el clima.
Orange masticó lentamente antes de responder.
—Uno de los Pastetos —dijo con indiferencia—. Lo ejecutamos y limpiamos el lugar con agua y jabón. Que si no, Rocío se enojará.
Adebayo sonrió, mostrando un destello de aprobación.
—Confío que lo harás bien ya que eres muy creativo —comentó, levantando su copa para dar un sorbo al agua—. Ahora que eres el líder, no te voy a detener, pero asegúrate de proteger a las personas indicadas, como hiciste esta noche. Lo que hagas con los Pastetos estará bajo tu criterio.
En ese momento, la conversación fue interrumpida por una figura imponente que entró al comedor. Mamá Tessa, una mujer de piel negra, corpulenta, con cabello blanco corto y rizado, portaba un cucharón de madera que golpeaba rítmicamente contra la cabeza de Adebayo.
—¿Me ves la cara de pendeja? —dijo con voz firme, cruzando los brazos mientras lo miraba con severidad—. No te terminaste nada… ¡No hay hotcakes!
Adebayo, sorprendido, se enderezó en su asiento como un niño regañado.
—¡Mamá! —protestó con una voz que parecía más adecuada para un adolescente que para un exlíder criminal, mientras Mamá Tessa lo fulminaba con la mirada.
***
En la pequeña pero acogedora cocina de Rocío, el aroma a café recién hecho y pan dulce llenaba el ambiente. Las paredes claras reflejaban la cálida luz de la mañana, y sobre la mesa de madera se encontraba la caja de cereal del conejo. Estela, sentada en una de las sillas, observaba fijamente la ilustración del conejo con su peculiar mirada perdida, como si estuviera analizando los secretos del universo.
¡Miraaaaar!
Observó con un tono infantil, mientras abrazaba la caja.
Rocío, en pijama y con el cabello aún algo alborotado, colocó un tazón frente a ella, llenándolo de cereal y leche.
—Toma, ora no te dejes de hipnotizar por el conejo —dijo con una sonrisa.
Estela comenzó a comer felizmente, sosteniendo la cuchara con ambas manos mientras Rocío se dirigía a la cafetera. Vertió agua caliente en una taza, dejando escapar un leve suspiro. Colocó un pan dulce en un platito, preparándose para sentarse junto a los demás.
Enrique, sentado al otro lado de la mesa, hojeaba el periódico distraídamente hasta que su teléfono comenzó a sonar. Al mirar la pantalla, frunció ligeramente el ceño al reconocer el nombre de Ertorini. Contestó con voz firme, pero con un deje de cansancio.
—¿Sí, jefe?
Desde el otro lado de la línea, la voz autoritaria y fría de Carlos Ertorini se dejó escuchar.
—Enrique, tenemos un asunto importante. Como casi no hay niños disponibles, necesitamos a Estela para que participe en el show de Bananito Sudaca. Será en televisión, así que asegúrate de traerla.
Enrique apretó el puente de su nariz, visiblemente incómodo.
—¿Y qué pasa si ella no quiere? —preguntó, bajando la voz para no alarmar a las chicas.
Ertorini soltó una breve risa sarcástica.
—No te preocupes, el concurso será sobre preguntas de Morgenstaft. Nada que la comprometa. Pregúntale qué obras de Morgenstaft ha leído.
Enrique lanzó una mirada a Estela, que seguía disfrutando de su cereal sin prestar atención a nada más.
—Estela, ¿qué libros de Morgenstaft has leído? —preguntó con un tono casual.
Estela levantó la vista, con un poco de leche en los labios.
—El último… y el cuarto, pero ese fue por internet —respondió con naturalidad antes de regresar a su tazón.
Enrique transmitió la información a Ertorini, quien se mostró satisfecho.
—Perfecto. Los necesito a ambos en el banco este viernes a las diez. De ahí partiremos a la televisora. Gracias, Enrique. —La llamada terminó abruptamente.
Guardando el teléfono en su bolsillo, Enrique volvió su atención a Estela.
—Oye, Estela, ¿te gustaría participar en el show de Bananito Sudaca?
Estela dejó la cuchara dentro del tazón, frunciendo el ceño con desagrado.
—No.
—Espera, no es como tal un concurso —insistió Enrique, tratando de sonar entusiasta—. Es un espacio para compartir tus gustos y pasiones. Además, se trata de Morgenstaft.
Estela lo miró fijamente, como si evaluara sus palabras.
—¿Por qué no dijiste eso antes? —respondió finalmente, continuando con su desayuno—. Mientras pueda seguir comiendo cereal del conejo, no importa.
Rocío, que había escuchado parte de la conversación mientras se tomaba su café, dejó el pan a medio comer.
—¿Irán a la televisora? —preguntó, aunque más para sí misma. Su mirada se ensombreció por un momento mientras los pensamientos sobre su decisión de no demandar volvían a atormentarla.
En otro lugar de la ciudad, Carlos Ertorini, en su lujosa oficina, sostenía su teléfono mientras conversaba con su socio, un productor televisivo con pinta de zorro viejo.
—Estas son las obras de Morgenstaft que Estela ha leído: el último y el cuarto. Asegúrate de que el concurso esté preparado con preguntas relacionadas. Ayúdame, que todo salga perfecto.
El productor, del otro lado, apenas asintió mientras anotaba rápidamente en una libreta.
—No te preocupes Ertorini. Todo estará listo.
Carlos terminó la llamada y se recostó en su silla, una sonrisa satisfecha que se dibuja en su rostro.
CONTINUARÁ ------->