XVIII. Debería de ser una broma

2652 Words
Estela levantó un dedo tembloroso, señalando a alguien en la sala. Todos giraron la cabeza para ver hacia dónde apuntaba. Rocío parpadeó varias veces al darse cuenta de que era ella el objetivo del dedo que señala. –¿Yo? –dijo, señalándose a sí misma con incredulidad–. ¿Por qué a mí? Estela, sin pestañear, respondió con absoluta convicción: –Porque tú eres la única que no miente y eres buena conmigo. La declaración dejó a todos en silencio. Incluso Jianming, con su tazón de cereal ahora vacío, asintió lentamente como si estuviera de acuerdo con la niña. Rocío, todavía en estado de shock, se dejó caer en el sillón, mirando a Estela como si de repente hubiera adquirido una responsabilidad mucho mayor de lo que jamás imaginó sin siquiera opinar si está de acuerdo. Jeremy, por su parte, suspiró pesadamente y miró de reojo a Enrique. –Esto se está complicando más de lo que esperaba –murmuró, ajustándose los lentes una vez más y mirando a Rocío. –Si estás de acuerdo Rocío, tendré qué crear un documento. Y así, el ambiente quedó tenso, cada uno reflexionando en silencio sobre lo que vendría a continuación. Mientras Estela se dirigió rápidamente hacia Rocío para abrazarla. La tensión en la sala era palpable. Catalina se aproximó a Enrique sin previo aviso, alzando la mano y soltándole una sonora bofetada que resonó en la estancia. El hombre quedó inmóvil, desconcertado, llevándose una mano al rostro. –No sé qué hubo en tu pasado –le espetó Catalina con voz firme, señalando con el dedo mientras la otra mano en su cintura–, pero tú que lo sabes bien, deberías considerar los sentimientos de una niña pequeña a la que estás involucrando en nuestras cosas turbias de adultos. Enrique la miró con una mezcla de vergüenza y resignación. No encontró palabras para defenderse, y simplemente asintió. –Rocío, llévate a la niña de aquí –dijo Jeremy, con un tono seco que dejaba entrever la seriedad del asunto–. Allá en la cocina hay más cereal, y si quiere algo más, dáselo. Rocío no discutió. Tomó a Estela de la mano y la llevó hacia la cocina. Una vez que ambas desaparecieron, Jeremy se volvió hacia los demás. –Siéntense. Esto es serio. Jianming ocupó un sillón individual con un gesto solemne, mientras Enrique eligió uno de tres plazas. Jeremy tomó el de dos, pero Catalina, con una sonrisa traviesa y una actitud descarada, coqueta y juguetona, se sentó a su lado, asegurándose de que sus caderas hicieran contacto. Jeremy, fingiendo ignorarla, se acomodó las gafas con un ligero tic nervioso. En la cocina, Rocío sirvió algunas galletas para Estela y luego se volvió hacia Hans, quien se mantenía de pie con una expresión pensativa. –¿Qué está pasando, Hans? –preguntó Rocío, bajando la voz–. ¿Por qué Enrique está en este lío? Hans suspiró. –Enrique trabaja para alguien muy peligroso. Firmó un documento turbio, Rocío, algo que no puedo mencionar delante de la niña. Antes de que Rocío pudiera insistir, Emilio apareció flotando cerca de ellos. –Vi un vehículo n***o estacionado cerca –dijo con gravedad–. Escuché a un hombre decir que eliminarían al "objetivo" pero no pueden porque hay una mujer que los conoce y no se quisieron precipitar. Estela, con una galleta en la mano y su mirada característica ¡Miraaaar!, pareció no inmutarse. –¿Quieren matar a tu hermano? –le preguntó Emilio directamente. La niña masticó lentamente, levantando la vista hacia el fantasma. –Si pasa, pasa –dijo sin emoción–. Ya no tendría que irme con la tía, pero sí con contigo. Rocío, perpleja, se inclinó hacia ella. –¿Acaso no quieres a tu hermano? Estela ladeó la cabeza. –Claro que lo quiero. Pero sé cómo se siente ser una carga y que te traten de estorbo por no poder hacer nada. Rocío tragó saliva. La confesión de Estela trajo a su mente un pensamiento que la había instigado momentos antes en el auto: la pregunta que le hizo hacia su hermano sobre disfrazarse de enfermera como Catalina. La idea de aspirar a ese tipo de cuerpo le resultaba preocupante, pero decidió no pensar más en ello. Mientras tanto, en la sala, Jeremy se inclinó hacia adelante. –Enrique, debes seguir con Ertorini tal y como estás. Mencionaste algo sobre tecnología con capacidades especiales, ¿verdad? Enrique asintió, aunque todavía parecía nervioso. –Perfecto. Una vez que obtengas esos dispositivos, la banda de Catalina organizará tu falso secuestro. Le pediré a Jasón que al final te trate como invitado, pero tendrán que ser muy crueles al momento del rapto. De regreso en la cocina, Rocío seguía insistiendo con Hans. –¿Cómo piensan salvarlo? Dime los detalles. Hans se cruzó de brazos y negó con la cabeza. –Es mejor que no lo sepas. –¡¿Cómo puede ser mejor no saber?! –exclamó Rocío, frustrada. Hans se mantuvo firme, con un aire de jefe de familia protector. –Porque aunque esté muerto, sigo siendo un hombre. Y la conversación que tuvieron más allá sobre las declaraciones y confesiones ¡¡FUE MUY VARONIL!! Algunas cosas no necesitan ser discutidas. Rocío bufó, completamente molesta. Salió de la cocina decidida y se plantó frente a Enrique. –¡Jeremy, Cazafantasmas, exijo que me digan su plan para salvarte! Catalina intervino con una sonrisa divertida. –Solo se irá de la ciudad. Jeremy, en su mente, felicitó a Catalina por la respuesta. –¡Bien hecho! Solo queda que se lo crea. Rocío mirándola todavía incrédula, nuevamente se volvió hacia Enrique. –Si eso es cierto, ¿por qué carajos no te llevas a tu hermana? Enrique, siguiendo el juego, se arrodilló frente a Rocío con mucha humildad. –Por favor, cuida de ella. Ya no puedo más. Si me matan, ¿quién la cuidará? Jeremy y Catalina intentan contenerse la risa al ver cómo Rocío lo mira atónita mientras que Enrique se humilla por su hermana. Pero cuando giró la cabeza, se da cuenta de cómo ello se contienen la risa, volteó y notó algo más extraño: Jianming también estaba arrodillado junto a Enrique, con una expresión solemne. –¡Señor Wong, usted no! *** En otro lugar, la luz cálida de los focos iluminaba un camerino. El aire olía a maquillaje y a spray para el cabello. Sentado frente a un gran espejo rodeado de bombillas, un hombre retiraba cuidadosamente la pintura blanca y roja de su rostro, revelando una expresión cansada bajo el maquillaje de payaso. Sus manos, firmes pero ágiles, pasaban una toallita húmeda por su piel mientras murmuraba algo ininteligible para sí mismo. La puerta del camerino se abrió sin llamar. Una mujer alta, de cabello recogido y vestida con ropa ejecutiva, entró con paso seguro. –Señor José –dijo con voz profesional, haciendo una pausa para captar su atención–. El señor Ertorini ha venido a verle. José, que ahora limpiaba los restos de maquillaje alrededor de su cuello, se detuvo en seco. Una mueca de molestia cruzó su rostro mientras giraba lentamente hacia ella. –¿Y ahora qué quiere? –espetó, apretando los dientes. Antes de que la mujer pudiera responder, una figura alta y elegante apareció en el marco de la puerta. Carlos Ertorini entró al camerino con una sonrisa que no llegaba a sus ojos. Su presencia emanaba una inquietante mezcla de autoridad y amenaza, como si cada paso suyo cargara con el peso de sus intenciones ocultas. –José –dijo Carlos con su tono grave y calculado–. ¿Qué demonios pasó en uno de tus programas? ¿Cómo dicen ustedes en su jerga? Ah, sí: me hinchaste las pelotas. José arqueó una ceja, claramente confundido. –¿De qué estás hablando? –respondió, poniéndose de pie. Su tono era firme, pero había un deje de incomodidad en su postura–. Sólo es un show infantil. Invitados, concursos, dibujos animados… No mando yo en todo eso. Carlos caminó lentamente por el camerino, inspeccionando los elementos decorativos sin prestarles realmente atención. –Desde hace dos meses –comenzó Carlos, con una sonrisa ladina mientras se acercaba a José–, me debes un favor. ¿O ya lo olvidaste? José suspiró pesadamente, inclinando la cabeza hacia un lado. –No lo olvidé –admitió, mientras se seguía desmaquillando–. ¿Qué es lo que necesitas? Carlos lo miró directamente a los ojos, su expresión se tornó aún más seria. –Hay un problema que necesito resolver –dijo, enfatizando cada palabra–. En uno de tus programas, el hijo de mi socio ganó un concurso haciendo trampa. ¿Te acuerdas de esa escena? Todos abuchearon. José frunció el ceño. –¿Y eso qué tiene que ver conmigo? –Quiero que se repita –declaró Carlos, con una calma escalofriante–. Esta vez, hay una niña a la que le tengo mucha simpatía. Vas a preparar un concurso y vas a asegurarte de que ella gane. José, ahora aún más desconcertado, lo miró con incredulidad. –¿Y quién es esta niña? Porque para empezar, no tengo idea de quién hablas. Carlos soltó una risa breve, sin alegría, y se volvió hacia la mujer que seguía junto a la puerta. –Mi secretaria te dará todos los informes. Volvió a mirar a José, inclinando ligeramente la cabeza. –Podría ser una niña extraña, alguien a quien sólo le interese leer. Pero para que gane sin problemas, harás preguntas sobre el autor Morgenstaft y algunos de sus libros. –¿Y los otros niños? –preguntó José, aún procesando lo que se le pedía–. ¿No será demasiado evidente si ella es la única que responde correctamente? –Ah, por supuesto, deja que los otros estudien también algo que no les interesa –replicó Carlos, como si aquello fuera un detalle trivial–. Busca estos títulos que los demás no encuentren interesante. Hazlo parecer justo. José lo observó en silencio unos segundos antes de ceder con un leve asentimiento. –Está bien –dijo al fin, aunque su tono estaba cargado de resignación–. Pero cómo se llama. Carlos no dudó ni un segundo antes de responder: –Estela Murray. El silencio que siguió fue perturbador. José apartó la vista, procesando el nombre mientras Carlos esbozaba una sonrisa satisfecha. –Haz lo que te pedí, José. El productor ya dio luz verde. Asegúrate de que todo salga perfecto. Sin decir más, Carlos se dio la vuelta y salió del camerino con la misma calma inquietante con la que había entrado. La mujer lo siguió, dejando a José solo con sus pensamientos y el aire pesado de la habitación. *** La luna colgaba alta en el cielo, su resplandor blanquecino derramándose sobre la ciudad. El auto de Jeremy en frente a la casa de Enrique, donde el cazafantasmas subía al maletero un pequeño equipaje mientras Estela, con su habitual emoción, corría hacia el asiento trasero para acomodarse junto a Rocío, abrazándola con fuerza. Enrique tenía una expresión que mezclaba resignación con fastidio mientras aseguraba el último bulto. Catalina, observándolo desde el asiento trasero, soltó una pequeña risa burlona. –¿Por qué esa cara? –le preguntó, recargándose en el respaldo del asiento. –Porque toda esta situación apesta –contestó Enrique, molesto, mientras cerraba el maletero con un golpe seco. Jeremy miró de reojo, ajustando sus lentes antes de dirigirse al grupo: –Suban ya. Tenemos que movernos rápido antes de que alguien nos vea. Una vez todos en el auto, Jeremy arrancó, dirigiéndose hacia la casa de Rocío. El ambiente en el vehículo estaba impregnado de un silencio extraño, interrumpido solo por el murmullo de la radio en bajo volumen y el ruido del motor. Al llegar, Rocío fue la primera en bajar. Sus ojos se encontraron con los de Jeremy, quien salía del auto junto con Catalina para ayudar a cargar las cosas. –Tienes suerte de que yo sea una persona tan increíblemente bondadosa –dijo Rocío, cruzándose de brazos y lanzándole una mirada de reproche–. Porque esto te va a salir muy caro, Jeremy. Jeremy, acostumbrado a su tono, sonrió de lado. –Lo que sea, Rocío. Pídeme lo que quieras, siempre que sea legal. Una vez dentro, Enrique suspiró aliviado al dejar su equipaje en el suelo, mientras Rocío acomodaba a Estela en su propia cama. Jeremy, observando la escena, se dirigió hacia la puerta con Catalina siguiéndolo de cerca. –Recuerda mantenerte alerta, Rocío –dijo Jeremy antes de salir–. Cualquier cosa que pase, me llamas de inmediato. Rocío asintió, pero no sin lanzar una última mirada inquisitiva hacia Catalina, quien le dedicó una sonrisa coqueta antes de salir tras Jeremy. De vuelta al auto, Jeremy conducía en silencio, con Hans volando discretamente detrás del vehículo, tal como se lo había pedido Rocío. El viento golpeaba suavemente las ventanas mientras las luces de la ciudad pasaban en un tenue desfile. Catalina, en el asiento trasero, rompió el silencio. –¿Te caigo mal, abogado-san? –preguntó de pronto, con un tono juguetón. Jeremy suspiró, sin apartar los ojos del camino. –No es eso. Es solo que eres… impredecible –respondió, escogiendo sus palabras con cuidado–. Aunque admito que tus… métodos ayudaron bastante hoy. Catalina sonrió, recargándose contra el asiento. –Lo tomaré como un cumplido. Cuando el semáforo cambió a rojo, Jeremy detuvo el auto. Fue entonces cuando sintió un movimiento detrás de él. Catalina, con una agilidad sorprendente, comenzó a deslizarse desde el asiento trasero hacia el delantero, estirando primero una pierna entre los asientos. Jeremy pudo ver, de reojo, cómo sus piernas largas y perfectamente definidas se movían con una elegancia casi teatral. Su falda se levantó ligeramente en el proceso, y él de ver ahí espontáneamente, sintió cómo el calor subía por su cuello. –¿Qué estás haciendo? –preguntó, su voz casi un susurro. Catalina, ahora completamente en el asiento del copiloto, se acomodó con una sonrisa traviesa. –Quería estar más cerca de ti, y eres un c***o muy dulce abogado-san –dijo, tomando una de sus manos y colocarla sobre su regazo–. Además… me gustas. Jeremy sintió cómo su corazón se aceleraba. –Catalina… yo… –comenzó, pero las palabras parecían atragantarse en su garganta. –Te he llamado y hablado de una forma muy horrible y luego me dices eso… Hasta este punto por qué. Ella se inclinó ligeramente hacia él, sus ojos brillando con una mezcla de picardía y ternura. Jeremy tragó saliva, desvió su mirada pero un hotel cercano estaba en su campo de visión. Un edificio rosa y brillante anunciaba su presencia. –Yo… creo que necesitamos hablar –dijo finalmente, girando el volante hacia el estacionamiento del hotel. La habitación era sencilla pero acogedora, con luces cálidas que iluminaban suavemente el espacio. Catalina desnuda, envuelta en la manta de la cama, respiraba tranquila mientras dormía. Jeremy, de pie junto a la ventana, miraba hacia la ciudad, vestido solo con sus pantalones. Encendió un cigarro, observando cómo el humo se disipaba lentamente en el aire. Sus pensamientos lo invadieron, mezclando culpa, deseo y confusión. –Qué idiota… –murmuró para sí mismo. —Recuerdo cómo de adolescente había fumado solo para parecer adulto. Ahora, siendo adulto, me siento más perdido que nunca. Miró hacia la cama, donde Catalina se movió ligeramente, sus labios curvarse en una sonrisa incluso en sueños. Jeremy dejó escapar un largo suspiro, apagando el cigarro en el cenicero junto a él. –¿Qué demonios estamos haciendo? Eso de ser adultos no quita que seamos animales –reflexiona en voz baja, mientras la ciudad continuaba su bullicio nocturno. CONTINUARÁ ------->
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