No quiero ir, pero tengo que ir. De lo contrario, mi madre probablemente me llevaría a que me examinaran la cabeza o algo así, ya que sabe lo mucho que me gusta la escuela. Casi nunca me quedo en casa un día de escuela. Odio tanto esta escuela que estoy dispuesta a arruinar mi asistencia perfecta. Agarro mi camiseta y me detengo cuando veo mi reflejo en el espejo. Me miro fijamente durante un rato. Bueno, sobre todo me quedo mirando mi barriga gordita que sobresale, esa de la que la mayoría de los de último año no paran de hablar, por desgracia. En solo dos días, la cantidad de chistes sobre mi peso que he escuchado es ridícula. Si me dieran un dólar por cada vez que me lo dicen, probablemente tendría unos mil. Y por si fuera poco, también podría ganarme el apodo de vaca de la infinidad de veces que lo han dicho delante de mí. Mi mirada se desvía hacia la cicatriz que tengo en el estómago, justo en el centro, esa que nadie más que yo ve a diario. Esa que odio ver cada vez que me quito la ropa y tengo que verla. Es un recordatorio diario de lo imperfecta que soy, pero también de todo lo que he tenido que superar. Si he sobrevivido a una experiencia cercana a la muerte, desde luego no puedo prestar atención a ninguno de los cretinos del colegio. Por mucho que odie esta cicatriz, con los años me he reconciliado con ella y he aprendido a vivir con ella. No me malinterpreten, algunos días me afecta más que otros. Empieza unos centímetros debajo de mis pechos y llega hasta la pelvis. Sí, no es pequeña, por eso la odio. Cuando tenía trece años, un día, de repente, sentí un dolor insoportable en el estómago. Tras semanas de sufrir ese dolor terrible, pensé que iba a morir después de ir de médico en médico buscando ayuda y segundas opiniones. No sabían qué me pasaba. Finalmente, mi madre recibió la noticia de que tenía que someterme a una cirugía de emergencia porque tenía el abdomen lleno de pus. Sentí alivio y terror a la vez, sobre todo al entrar en el quirófano. Odio tanto esta escuela que estoy dispuesta a arruinar mi asistencia perfecta. Agarro mi camisa y me detengo al ver mi reflejo en el espejo. Me miro fijamente un rato. Bueno, sobre todo miro mi barriga prominente, esa de la que la mayoría de los de último año no paran de hablar, por desgracia. En solo dos días, la cantidad de chistes sobre mi peso que he escuchado es ridícula. Si me dieran un dólar por cada vez que me lo dicen, probablemente tendría unos mil. Por si fuera poco, también me han apodado "vaca" de tanto que lo han dicho delante de mí. Mi mirada se desvía hacia la cicatriz que tengo en el estómago, justo en el centro, esa que nadie más que yo ve a diario. Esa que odio ver cada vez que me quito la ropa y tengo que verla. Es un recordatorio diario de lo imperfecta que soy, pero también de todo lo que he tenido que superar. Si he sobrevivido a una experiencia cercana a la muerte, desde luego no puedo prestar atención a ninguno de los imbéciles de la escuela. Aunque odio esta cicatriz, con los años me he reconciliado con ella y he aprendido a vivir con ella. No me malinterpreten, hay días en que me afecta más que otros. Empieza unos centímetros debajo de mis pechos y llega hasta la pelvis. Sí, no es pequeña, por eso la odio. Cuando tenía trece años, un día, de repente, sentí un dolor insoportable en el estómago. Tras semanas de sufrir este dolor terrible, pensé que iba a morir después de ir de médico en médico buscando ayuda y segundas opiniones. No sabían qué me pasaba. Finalmente, mi madre recibió la noticia de que tenía que someterme a una cirugía de emergencia porque tenía el abdomen lleno de pus. Sentí alivio y terror a la vez, sobre todo al entrar en el quirófano. Odio tanto esta escuela que estoy dispuesta a arruinar mi asistencia perfecta. Agarro mi camisa y me detengo al ver mi reflejo en el espejo. Me miro fijamente un rato. Bueno, sobre todo miro mi barriga prominente, esa de la que la mayoría de los de último año no paran de hablar, por desgracia. En solo dos días, la cantidad de chistes sobre mi peso que he escuchado es ridícula. Si me dieran un dólar por cada vez que me lo dicen, probablemente tendría unos mil. Por si fuera poco, también me han apodado "vaca" de tanto que lo han dicho delante de mí. Mi mirada se desvía hacia la cicatriz que tengo en el estómago, justo en el centro, esa que nadie más que yo ve a diario. Esa que odio ver cada vez que me quito la ropa y tengo que verla. Es un recordatorio diario de lo imperfecta que soy, pero también de todo lo que he tenido que superar. Si he sobrevivido a una experiencia cercana a la muerte, desde luego no puedo prestar atención a ninguno de los imbéciles de la escuela. Aunque odio esta cicatriz, con los años me he reconciliado con ella y he aprendido a vivir con ella. No me malinterpreten, hay días en que me afecta más que otros. Empieza unos centímetros debajo de mis pechos y llega hasta la pelvis. Sí, no es pequeña, por eso la odio. Cuando tenía trece años, un día, de repente, sentí un dolor insoportable en el estómago. Tras semanas de sufrir este dolor terrible, pensé que iba a morir después de ir de médico en médico buscando ayuda y segundas opiniones. No sabían qué me pasaba. Finalmente, mi madre recibió la noticia de que tenía que someterme a una cirugía de emergencia porque tenía el abdomen lleno de pus.