Sin embargo, los golpes rítmicos que resonaban desde la habitación no provenían de ningún hacha, como creían los gemelos Leví, Franko y Yaroslav. Era Absalón, cuyas embestidas fuertes hacían que se moviera el cabecero de la cama contra la pared y que Saleema apretara sus dientes con toda su fuerza, resistiéndose a liberar los gemidos que amenazaban con escapar de su garganta. Para su frustración interna, cada movimiento le resultaba vergonzosamente placentero, en una batalla constante entre su orgullo y su deseo. «¡Vamos Sally, resiste!»―se ordenaba a sí misma en silencio, mientras sentía su determinación flaqueando con cada segundo. Absalón percibía la creciente excitación de ella, notando la calidez y humedad que facilitaban sus movimientos dentro de su vag¡na. El calor y la intimidad

