Saleema lo miró con desdén, un gesto que hizo que la mandíbula de Absalón se tensara aún más. El notario, todavía temblando ligeramente, le extendió el bolígrafo con mano insegura. Ella lo tomó con esa elegancia que la caracterizaba y, soltando un suspiro que parecía cargar todo el peso de su resignación. «Que más me toca, ya mi suerte está echada, con este animal que hasta horrible escribe, ni me dejó casi espacio para mí firma»―se inclinó sobre los documentos. Sus dedos, se movieron con gracia natural sobre el papel y su firma, era tan diferente a los trazos agresivos de él. El boligrafo fluía en curvas elegantes y controladas, con cada letra perfectamente formada, y cada trazo preciso y delicado. Absalón observaba las firmas de ella con una mezcla contradictoria de desdén y fascin

