En medio de las respiraciones agitadas que aún flotaban en el aire cargado de la habitación, Absalón apretó los dientes con fuerza, sintiendo cómo la ira ascendía desde su pecho hasta acumularse en su mandíbula tensada. La idea de que su inmaculado espacio personal, ese santuario que había mantenido bajo un control férreo durante años, hubiera sido invadido de esta manera por una diminuta intrusa de cuatro patas, le resultaba absolutamente intolerable. ―Mierda ―sus ojos azules se clavaron en Saleema con una intensidad abrasadora, justo cuando el inconfundible sonido de un animal bebiendo agua rompió el silencio tenso, como una burla a su autoridad― ¿También... agua le pusiste a esa maldita rata? ―cada palabra salió entre sus dientes como piedras afiladas. ―Sí. Pero ya hizo sus necesidade

