«Bueno, Saleema. Ya que papá quiere que seas una zorra, pues tocará. Tocará… bailarle a estos hombres para que dejen en paz a mis hermanos y… también para que le gustes a alguno de estos millonarios. Espero que no me toque ningún mafioso»―pensó, Saleema, mientras bailaba. Sin embargo, ella ignoraba que aquel pelinegro, oculto en un rincón, devoraba cada uno de sus movimientos. Desde hace una semana había comenzado a obsesionarlo, y ahora sus caderas, perfectamente sincronizadas con los ritmos del "Darbuka", aquel tambor árabe cuyo sonido resonaba por el jardín iluminado con antorchas, solo intensificaban esa obsesión. «Baila bien»―se dijo él traicionándolo su subconsciente y, de nuevo excitándose, mirándola, sintiendo cómo su pulso se aceleraba y su gran pene se endurecía con cada ondula

